Cuando esta mañana me ha llamado Kula para decirme que Guikas quería verme, he notado cierto cambio en mi predisposición hacia él. No por el mero hecho de verme ante mi superior inmediato, sino porque las cosas volvían otra vez a la normalidad. Y ahora que estoy sentado frente a él, en la habitual butaca de la izquierda, siento que mi vida retoma su ritmo de siempre.
Sin embargo, lo único que me lo estropea es su actitud. Guikas, cuando trabaja, adopta una actitud muy concreta. Te mira sin decir palabra, y eso te obliga a ti a hablar, porque continuamente tienes la sensación de que se aburre de un modo insoportable. Incluso sus preguntas son escuetas, telegráficas, y te agobia pensar que tu respuesta se quedará corta.
En cambio, hoy, primer día de su vuelta al servicio, parece distinto. Le miro y recuerdo una palabra que Adrianí utiliza a menudo, «mustio». Cuando Katerina iba al colegio y estaba de mal humor, casi siempre porque le habían puntuado un examen por debajo de lo que ella esperaba, Adrianí le cantaba la canción
que reza: «Mustias las violetas y las malvas, mustios los jazmines», hasta que Katerina se reía.
No cabe duda de que Guikas está mustio: le han quitado el caramelo de la boca. Cuando confiaba anotarse el éxito de la liberación de los rehenes extranjeros y hacer declaraciones ante un abanico de micrófonos, los ministros de Interior y de Defensa, de mutuo acuerdo, encomiendan la operación a los submarinistas de las fuerzas navales. Para ser sincero, le comprendo y estoy de su parte. Es injusto que, después de que la policía haya gestionado tan bien la crisis, en el momento de anotarse el tanto, se la quiten de en medio y permitan que la Armada se aproveche de su trabajo. Guikas hace una valoración todavía más grave.
– Es un insulto al Cuerpo -me dice-. ¡Como si hasta ese momento no hubiésemos procedido correctamente y les hubiéramos dado motivos para dudar de nuestra eficacia! Todo lo contrario. Tal vez sea la intervención más exitosa que hayamos hecho en los últimos años. Incluso Parker se quitó el sombrero. «La experiencia de las Olimpiadas os ha ido de maravilla», me dijo.
– Entonces, ¿por qué nos apartaron?
Se encoge de hombros.
– Según el ministro, fue una orden directa del primer ministro, porque el asalto debía hacerse por mar.
– Se podría haber preparado una intervención de la policía y de la guardia portuaria.
Con su sonrisa me indica que me he ganado su aprobación.
– Eso mismo les propuse yo.
– ¿Y?
– Me contestaron que los rehenes eran extranjeros y que era mejor no correr riesgos. -Hace una pequeña pausa y me mira-. ¿Sabes qué me dice la experiencia?
– ¿Qué?
– Que la clave radica en el peso específico de cada ministro. Nuestro ministro tiene menos peso que el de Defensa.
– En cualquier caso, le agradezco que nos haya ayudado tanto en el caso de mi hija.
Guikas me mira. Si esta inesperada declaración de agradecimiento, la primera en nuestra relación, le sorprende de forma agradable, no lo demuestra. Prefiere adoptar una actitud solemne y comedida.
– No es necesario que me des las gracias. Conozco a Katerina desde niña. Era natural que me preocupara por ella. -Se detiene y añade con aire de jovencita ruborizada-: Es lógico que uno se esmere un poco más por los compañeros.
La mejor manera de acabar con tanta ternura es que te empieces a poner al día, pienso para mis adentros. Así pues, le informo pormenorizadamente de los asesinatos de Ifantidis y de Kutsúvelos; empiezo con el historial de la investigación para seguir con las novedades. Escucha en silencio y con el ceño fruncido. Nada de lo que le digo le entusiasma; le parece el preámbulo de la tormenta que se avecina, y no le falta razón.
– En resumen: o lo atrapamos o irá dejándonos un muerto detrás de otro.
– Exacto.
– ¿A quién más ha amenazado, aparte de las empresas de publicidad?
Sólo oír su pregunta, me dan ganas de abofetearme. Es lógico, primero debió de amenazar a las cadenas de televisión, que, naturalmente, nos lo han ocultado, sin duda conchabadas con las empresas de publicidad.
– ¡Cómo no lo había pensado antes! -exclamo con la absoluta sinceridad que ha presidido nuestra relación desde esta mañana-. Debería haber preguntado a las cadenas. Seguro que también las amenazó. -Me levanto, dispuesto a hablar con Vlasópulos, pero Guikas me detiene.
– No tan deprisa. Deja que lo llevemos de forma más oficial, para cubrirnos las espaldas. Pediré a Kula que los invite a mi despacho. Así les resultará más difícil mentirnos y nos permitirá imponer una línea de actuación común.
Convencido de que es una buena idea, me retiro mientras llama a Kula para darle instrucciones. Al fuego de artillería pesada se le hace frente con artillería pesada, no con una escopeta de feria. Además, prefiero que él esté presente en la reunión, para que al día siguiente no me diga que me comporté de modo grosero con el cuarto poder, como se dice ahora, cuando en realidad es el primero.
Al llegar al pasillo donde está mi despacho, noto que la vida de la Jefatura retoma sus costumbres. Me encuentro con periodistas preparados para el asalto, con sus cámaras, micrófonos y grabadoras preparados. Y esta vez no me enfrentaré a clones televisivos, sino a los originales en persona, que han vuelto de Creta y han aterrizado de lleno en su rutina diaria. Entre ellos también se encuentra Sotirópulos, que me mira de reojo y después desvía la mirada, prueba evidente de que aún me la tiene jurada por haberle ofendido. Tengo curiosidad por ver cuándo pasará al ataque.
– Las declaraciones las hace el portavoz del Ministerio del Interior -declaro, mientras abro la puerta de mi despacho.
– Ya hemos ido a verle, pero nos ha dicho que ha sido así excepcionalmente, debido al ataque terrorista -dice una voz femenina desde el fondo-. Desde hoy debemos dirigirnos de nuevo a la Dirección General de Seguridad de Ática.
Entro en mi despacho sin replicar, pero no cierro la puerta, lo cual es una invitación explícita. Avanzan todos en tromba; los cámaras toman posiciones, los corresponsales de radio dejan sus grabadoras sobre la mesa. Sotirópulos no adopta el papel de líder del grupo, como es su costumbre, sino que permanece al lado de la puerta.
– De cualquier modo, ya he informado dos veces a vuestros compañeros.
– ¿Nos tomas por idiotas, comisario? -se burla desde el fondo Sotirópulos-. Primero nos remites al responsable del Ministerio del Interior, y cuando la cosa no te sale bien, nos remites a nuestros compañeros. Mejor que nos pongas al corriente de una vez, para que sepamos a qué atenernos.
– Muy bien. Recapitularemos los datos más significativos recabados hasta el momento -me dirijo a todos los que están delante e ignoro a Sotirópulos-. Tenemos a dos víctimas, Stelios Ifantidis y Ierásimos Kutsúvelos. Como supongo que ya sabréis, ambos trabajaban como modelos publicitarios. Los dos eran homosexuales y fueron asesinados de la misma manera: de un balazo en la frente. Eso nos lleva a pensar que nos enfrentamos a un mismo asesino que ejecuta a sus víctimas a sangre fría.
– ¿Qué quiere decir? ¿Que anda suelto por ahí un maniaco que va matando homosexuales? -me pregunta la bajita patizamba que en invierno lleva medias de color rojo chillón, pero que ahora calza sandalias de tiras, idénticas a las que compran las turistas inglesas en Monastiraki.
– Las primeras pistas nos conducen en esa dirección, pero todavía es pronto para sacar conclusiones.
– ¿Qué arma utilizó? -interviene un periodista que siempre formula preguntas acertadas.
– Una Luger alemana de la segunda guerra mundial, de 1942 o 1943.
– ¿Y ahora nos lo dices, comisario? -salta otra vez desde el fondo Sotirópulos-. Si no hubiésemos insistido en pedir un nuevo comunicado, te lo hubieras callado.