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Sigo fingiendo que no le veo.

– No queríamos hacerlo público hasta tener el informe balístico, que llegó ayer a nuestras manos. El retraso se debe a la dificultad que han tenido en el laboratorio para determinar el año de fabricación del arma.

Les lanzo el señuelo del arma para ver si me hacen preguntas menos desagradables sobre los asesinatos de los modelos, pues hemos decidido que todavía es pronto para dar a conocer al «asesino del accionista mayoritario». La treta funciona, porque todos salen corriendo entusiasmados y pensando ya en las conexiones que protagonizarán esta noche en los telediarios.

En medio de la confusión general llamo en voz alta:

– ¡Señor Sotirópulos! -Le sorprende el apelativo de «señor», porque no lo utilizamos nunca. Él me llama «comisario» y yo «Sotirópulos» a secas-. ¿Tiene un momento?

Algunos de sus colegas nos lanzan una mirada suspicaz, pero no se atreven a protestar, porque a Sotirópulos se le considera el más prestigioso entre los de su profesión. Se me acerca con reservas. Espero que el despacho se vacíe y después le digo:

– Quiero darte las gracias por haber protegido a mi mujer el otro día, en la entrevista que le hiciste.

Mis palabras le pillan por sorpresa, porque no sabe que he decidido que hoy sea el día de los agradecimientos.

– Si hubieses confiado en mí desde el principio, también lo hubiera hecho en la primera entrevista -me responde ya más relajado.

– Ponte en mi lugar, estaba totalmente ofuscado.

– No pasa nada. Bien está lo que bien acaba. ¿Cómo se encuentra tu hija?

– Intenta recuperarse.

– Saluda a tu mujer de mi parte.

– Lo haré.

Se va hacia la puerta y tengo la sensación de que nuestra relación de amor y odio que mantenemos desde hace años ha quedado completamente restablecida. Antes de salir, se vuelve y me pregunta:

– ¿Estás seguro de que se trata de un tarado que mata homosexuales? ¿No barajáis otras hipótesis?

– ¿Qué otras hipótesis podríamos considerar, en tu opinión? -le pregunto haciéndome el despistado.

Se encoge de hombros.

– No lo sé, pero en la cadena he oído el rumor de que hay un maniaco que mata modelos publicitarios.

– No sé qué decirte, ambas víctimas eran homosexuales y también modelos. De modo que la segunda hipótesis es tan probable como la primera. De momento no tenemos pruebas suficientes que corroboren ninguna de las dos.

– En cualquier caso, ojalá se trate de la primera.

– ¿Por qué?

– Porque todos vivimos de la publicidad televisiva. Si se hunde, sólo Dios sabe a quiénes y a cuántos despedirán.

Acompaño a Sotirópulos hasta la salida y por primera vez entiendo por qué el asesino se me presentó como «el asesino del accionista mayoritario». Su objetivo no es acabar con la publicidad, sino cerrar los canales de televisión. La principal fuente de ingresos de estos medios es la publicidad. Y si ésta se retira, las cadenas, ellas sí, saltarán por los aires.

Capítulo 30

La reunión con los directores de las cadenas de televisión se ha fijado para las cuatro de la tarde. Poco después de la una me llama Fanis desde el hospital.

– Esta tarde, Kostas, ¿tendrías un rato libre para que hablemos? -me pregunta.

– ¿A qué hora?

– A la hora que sea, yo estaré en el hospital todo el día. Cuando acabes, llámame.

– ¿Sucede algo?

– No exactamente, pero quiero que conversemos un poco sobre Katerina.

– ¿Qué quieres decir?

– Nada. Ya hablaremos más tarde.

Cuelga y me deja angustiado para el resto del día. La investigación se encuentra en punto muerto. No hemos hallado ningún hilo del que tirar, no tenemos ningún dato nuevo, ni de la muerte de Ifantidis, ni de la de Kutsúvelos. Estamos hablando con todas las armerías de Atenas, intentando averiguar si hay Luger antiguas en el mercado, pero la mayoría de los armeros jamás han visto una Luger y nos piden una foto, y los que la conocen nos aconsejan que nos dirijamos a los anticuarios.

El único avance es una lista de las motos Harley Davidson robadas que me trae al despacho Dermitzakis. Ha vuelto de madrugada de Creta y ahora está frente a mí con los ojos que se le cierran de sueño.

Doy un vistazo rápido a la lista. Las Harley Davidson robadas que aún no han sido halladas son, en total, ocho.

– ¿Cuándo tendré en mi mesa la relación de las Harley Davidson que circulan por todo el distrito de Ática?

– Vlasópulos está esperando que los de Tráfico nos la envíen.

– Quiero que averigües dónde fueron robadas estas motos.

Se le despierta la mirada, pero sólo para expresar desesperación.

– ¿Hoy? -me pregunta.

– La quería ayer, pero no estabas aquí.

– Señor comisario, apiádese de mí. Hace veinticuatro horas que no duermo. No puedo con mi piernas, y si pudiese, me llevarían a otro lugar.

Qué más da hoy que mañana. No creo que esta búsqueda nos conduzca hasta la moto del asesino. La única esperanza es que alguno de los nuestros lo atrape por casualidad. ¡Qué más quisiera yo que el asesino dejase la moto a la vista de todo el mundo! Seguro que la esconde en algún lugar.

– Vete a dormir. Empieza a investigar a partir de mañana.

Me mira dubitativo, pero está a punto de quedarse dormido de pie.

– No es sólo por ayer, comisario. El resto de noches he dormido dos, tres horas -se disculpa.

– ¡Piérdete!

En medio de dos esperas -espero la llamada de Guikas para reunirnos con los publicistas y la cita con Fanis para hablar de Katerina-, Vlasópulos entra en mi despacho con la lista de las Harley Davidson que circulan por el distrito de Ática. Son apenas tres hojas con el número de matrícula y los datos del propietario.

– Propongo que los llamemos para un reconocimiento. A lo mejor nos encontramos con el cachas -dice Vlasópulos.

– Hazlo, pero perderás el tiempo. Me apuesto lo que quieras a que es una moto robada.

– ¿Y qué hacemos?

– Esperar a la próxima víctima -le respondo con indiferencia. Al principio le parece que bromeo, pero mi seriedad le desconcierta-. En este momento estamos encallados -le explico-. No tenemos ninguna pista sobre el autor de los asesinatos. Nuestra única esperanza es que lo vuelva a intentar y que cometa algún error.

Le parece lógico, pero nuestra charla se interrumpe porque Guikas me busca.

Siete personas vestidas con trajes caros están sentadas alrededor de la enorme mesa de reuniones que Guikas utiliza en contadas ocasiones, por no decir nunca. Cuatro charlan entre sí, dos con Guikas, mientras que el séptimo está ensimismado. Guikas hace las presentaciones de rigor, pero consideran de más tomarse la molestia de saludar, como he hecho yo, y se limitan a asentir con la cabeza sin dejar su charla.

Guikas hace una breve introducción y acaba con la pregunta que nos quema a todos:

– El comisario Jaritos ha descubierto a lo largo de la investigación que el asesino había amenazado, de hecho, a los dos directores de las empresas publicitarias donde trabajaban las víctimas. Quisiéramos saber si a ustedes, es decir, a las cadenas de televisión, también les ha amenazado.

Los siete se intercambian miradas incómodas, lo que significa que el asesino les había amenazado pero que lo han ocultado y no están dispuestos a reconocerlo abiertamente ni siquiera ahora. Cansado de que me tomen por idiota, como dice Sotirópulos, decido pasar al ataque:

– Lo que no les ha dicho el señor director es que el asesino me llamó en persona y me puso al corriente. De modo que sabemos con seguridad que ha amenazado con seguir matando si no se deja de emitir anuncios. Y puesto que amenazó a las empresas de publicidad, es lógico suponer que también lo hizo con las cadenas de televisión que emiten esa publicidad.