Mi sorpresa va en aumento.
– ¿Cuándo ha leído todo eso?
– En Salónica, mientras estudiaba. Sinceramente, no sabría decirte qué domina mejor, el Derecho o la historia contemporánea de Grecia. Tanto da. El caso es que en algún momento llegó a la conclusión de que la policía manchó su nombre en momentos de convulsión política, dado que, según la Constitución, está obligada a servir a la ley y el orden. De modo que o todo lo que se escribe en contra de ella está sesgado, o es cierto. Pero en todas partes hay excepciones, y su padre es una de ellas. Aceptó estas dos explicaciones y evitó responder a la pregunta.
Hace una pausa y me da la oportunidad de digerirlo todo, pero se me ha hecho un nudo en la garganta y no hay manera de que baje.
– Anoche, sin embargo, tuve la certeza de que sospechaba que tal vez su padre tampoco era una excepción. Supongo que eres consciente de que hay que tomar medidas drásticas, porque si se altera su equilibrio y su relación contigo, tendremos problemas de verdad.
Me siento perdido y muerto de miedo, por eso lo único que se me ocurre decir es:
– Gracias por decírmelo.
– No tienes por qué agradecérmelo. ¿Crees que te lo hubiera ocultado? ¡Te atañe muy directamente! Yo no soy de esos médicos que se andan con rodeos con los pacientes, prefiero que sepan la verdad.
– Necesito hacerme a la idea, mañana hablamos.
– De acuerdo, pero no te duermas. Lo que tenga que pasar, mejor que pase pronto.
Fanis se va a buscar a Katerina. A excepción de los días en que tiene guardia, el resto del tiempo lo pasa a su lado, y salen cada tarde. Vuelvo a Jefatura y me encierro en mi despacho
Capítulo 31
«Violencia: f. 1. Fuerza física, efusión, virulencia. / 2. Acción mediante la fuerza. / 3. Coacción moral, espiritual. Demostración de fuerza, potencia, vigor.»
La idea se me ha ocurrido en medio de una noche de insomnio, mientras hojeaba el Dimitrakos para intentar conciliar el sueño, pero al cabo de un rato seguía con los dos ojos abiertos y todo indicaba que el diccionario había perdido su influencia somnífera sobre mí.
Al oír lo que Fanis me dijo ayer por la tarde, se me cayó el mundo encima. Sí, de acuerdo, los cuerpos de seguridad de cualquier país no son ni la Unicef ni las Hermanitas de la Caridad. Evidentemente, cuando has pasado de la dictadura de Metaxás a la Ocupación nazi, de la Ocupación a la guerra civil, con una última parada en la Junta Militar de los Coroneles, entonces tienes, como policía, un pesado historial criminal a tus espaldas y encajas en la quinta definición que da el diccionario: «Uso de la fuerza física, material o moral para imponer la voluntad; acción violenta, acto violento, coacción, violación».
Hasta ahí, según el diccionario, nos parecemos mucho a los terroristas. Sin embargo, no todos somos iguales. Hay policías y policías. Una parte de mis compañeros se sitúan siempre del lado del poder, sea éste el que sea; otra parte, que son íntegros y honestos patriotas, creen en el deber; un tercer grupo no cree en nada y se toma las cosas tal como vienen; y, finalmente, hay un cuarto que sigue el principio de «jódete y trabaja, ya deciden otros». Guikas pertenece al primer grupo, yo al cuarto.
Ahora bien, ¿qué ha provocado en Katerina la asociación de ideas entre la violencia terrorista y la violencia policial? Quién sabe… Que empezase con el Dimitrakos lo veo improbable. Raramente lo consulta. Me dice que prefiere el Diccionario de la Lengua Griega, más actual. La única explicación sería que, por primera vez, ha visto la violencia en toda su crueldad. A ésta hay que añadir sus lecturas, de las que acabo de tener noticia. La suma de todo ello le ha llevado a pensar en mí.
A Adrianí no me he atrevido a decirle ni media palabra, por muchos motivos. El primero, porque, al menos en lo que respecta a mi moral y mi integridad, mi mujer no acepta la menor crítica. Mil veces he intentado infructuosamente que entienda, siquiera por humildad, que donde hay humo, algo se quema. El segundo, porque me arriesgo a que Adrianí riña a nuestra hija tan severamente por haberse atrevido a poner en duda, aunque sólo sea por un momento, la integridad de su padre, que después Katerina necesite no un psiquiatra, sino una cura de reposo en los Alpes suizos.
La idea que se me ha ocurrido en esa noche de insomnio es que, en lugar de los Alpes suizos, tal vez sea preferible Nea Filadelfia. Me muero de impaciencia esperando el momento adecuado para proponérselo. La vieja costumbre del café matutino en familia ha vuelto, pero nuestra actitud ya no es la misma. Antes, Katerina, cuando iba al instituto, y también después, estudiando ya en Salónica, monopolizaba la conversación. Hablaba sin parar de las clases, los temarios, los profesores, y nosotros la escuchábamos en silencio, pero contentos. Ahora Katerina contempla su taza sin chistar, lo mismo hago yo, y Adrianí es la única empeñada en crear un ambiente agradable, y fracasa de manera estrepitosa.
– ¿Vamos a dar una vuelta? -le pregunto de repente.
No esperaba mi propuesta y mira a su madre, indecisa, por si ella es capaz de explicarle mi inesperada disposición a dar un paseo matutino.
– ¿Dar una vuelta? ¿No trabajas hoy? -se sorprende Adrianí.
– Puedo robarle un par de horas al trabajo.
– ¿Por qué no se lo decimos también a Fanis y salimos todos juntos esta noche? -Es Adrianí quien propone esta brillante idea.
La freno en seco:
– Porque no quiero una salida familiar. Quiero salir yo solo con mi hija, hace mucho que no vamos juntos a dar un paseo y lo echo de menos. Invito a helado, granizado o zumo -le digo riendo a Katerina.
Su mirada me indica que no le apetece mucho, pero, por otro lado, no me quiere desilusionar. Se levanta con desgana.
– Voy a vestirme y nos vamos.
– ¡Qué ocurrencias tan raras! -comenta Adrianí cuando nos quedamos solos-. ¡Ni que estuviésemos de vacaciones en el Parnaso!
– Me he despertado con unas ganas enormes de llevar a mi hija a dar una vuelta.
Considera inútil responderme. Le basta con santiguarse de manera ostensible. Katerina vuelve al poco rato, vestida con una camisa fina, vaqueros y sandalias. Salimos. Adrianí da un beso sonoro a su hija en la mejilla, pero a mí me ignora.
– ¿Dónde piensas llevarme? -me pregunta mientras nos dirigimos al Mirafiori.
– He pensado que podríamos ir a Nea Filadelfia.
– Hoy no dejas de sorprenderme -me dice-. ¿Por qué dar una vuelta por Nea Filadelfia? ¿Ya no existen Kifisiá, Malakasa o Agios Merkurios?
– Porque Kanakis hace un estupendo helado de café a la constantinopolitana que te encanta.
Me dirige una tímida sonrisa, la primera después del secuestro.
– Después de tantos años en Salónica, aún te acuerdas de mis debilidades.
No me había acordado, simplemente buscaba una excusa, pero su sonrisa es bien recibida.
– ¿Cuánto hacía que no te veía sonreír? Casi me había olvidado -le digo en broma.
– Aún no me he reconciliado -me dice, y vuelve a ponerse seria.
– ¿Con qué no te has reconciliado?
– No me he reconciliado con la experiencia que he pasado, y tampoco lo he hecho conmigo misma -me responde, pero no entra en detalles y yo no la obligo.
Bajo por Vasileos Konstandinu y, desde los jardines del Zapion, tomo la avenida Amalias. Katerina no tiene ganas de hablar y mira la calle a través del parabrisas. Son las nueve y media y el tráfico va en aumento. Conseguimos atravesar Panepistimiu, pero en Omonia nos encontramos con un atasco.