Me mira sorprendida y después oigo por fin su risa despreocupada de siempre.
– ¿Se ha vuelto loco? Nunca dudaría de ti. Aunque reconozco que, a veces, cuando hemos hablado del tema, me he preguntado por qué escogiste una profesión tan violenta.
– No la escogí. En mi época raramente escogías oficio. Te dedicabas a lo que tenías más a mano. Mi padre era cabo de carabineros. Carecía de recursos para enviarme a la universidad o al politécnico. Mi única salida era la academia de policía. Eso, o quedarme en el pueblo a trabajar con el arado.
– Y a mamá, ¿por qué no le has hablado nunca de Zisis?
– Tu madre y yo somos dos libros abiertos. Lo comentamos todo, lo sabemos todo el uno del otro. Pero quería tener un secreto exclusivamente mío, que no lo supiese nadie más. -¡Sandeces!, me digo a mí mismo. En el fondo, me parezco a Zisis. Sufro de su mismo secretismo conspirador, somos de la misma generación-. Tú, sin embargo, puedes ir a visitarle cuando quieras.
– No necesito tu permiso -me dice con malicia-. Me ha dado su teléfono. -Tras dudar unos instantes, me pregunta-: ¿Puedo presentarle también a Fanis? Al fin y al cabo, él me ha abierto esta puerta, aunque haya sido sin querer.
– Sí, pero primero pregúntaselo a Zisis. Tiene sus manías y si te presentas con Fanis sin avisarle, tal vez os eche con cajas destempladas.
Me mira un instante y de improviso me interpela:
– Papá, ¿puedo preguntarte una cosa? ¿Has engañado alguna vez a mamá?
– ¡Nunca! -le contesto sin pensar-. Ahora bien, si ha sido por amor o por conservadurismo de griego cristiano, eso no te lo puedo decir.
Me coge del brazo y me dice riendo:
– Sin embargo, la has engañado, le has ocultado cosas desde el día en que trasladaron a Zisis a Bubulinas y no lo sabes.
Capítulo 32
Me suena el móvil cuando llamo al ascensor para subir a mi despacho.
– ¿Dónde está, comisario? -me pregunta Vlasópulos.
– Abajo, esperando el ascensor.
– No suba. Pasa un coche patrulla a recogernos. Tenemos una nueva víctima, y esta vez muy popular.
– ¿Quién es el infortunado?
– La infortunada, comisario. La periodista Jará lannakaki.
– ¿Dónde se ha encontrado el cadáver?
– En la calle Mesogíon, delante de una decena de coches y de unos veinte peatones. La han matado dentro de su vehículo. Ahora bajo y se lo explico personalmente.
Sí, que me lo explique, pero ya vislumbro cosas que no me cuadran. En primer lugar, Jará lannakaki es periodista. Presenta un magacín de radio de esos que escucha Grecia entera todas las mañanas de siete a diez. ¿Qué tiene que ver ella con la publicidad? En segundo lugar, asesinarla dentro del coche mientras la víctima conducía recuerda más a la mafia o a los del 17 de Noviembre que al asesino del accionista mayoritario. En mi opinión, mi razonamiento se sostiene por todos lados, pero Vlasópulos tiene otro punto de vista.
– No escucha mucho la radio, ¿verdad, comisario?
– La escucho, pero no precisamente el programa de Jará lannakaki.
– Si la escuchara, sabría que introduce publicidad en su programa. -Y para hacérmelo más expresivo, la imita-: «El pasado fin de semana nos alojamos en el hotel Lulis, en Parga, un conjunto residencial de lujo con habitaciones de ensueño, preciosas vistas al mar y precios al alcance de cualquier bolsillo. Ciento cincuenta euros la habitación doble y doscientos cincuenta el bungalow. Además, las instalaciones disponen de dos restaurantes, uno con los más exquisitos platos de pescado y el otro con la mejor barbacoa. Del bar terraza, no les digo nada, porque enloquecerían. Les doy el teléfono, seguro que lo necesitan». -Deja de imitarla y habla de nuevo con su tono habitual, que prefiero-: ¿No es esto publicidad?
– Vale, tú ganas. De todos modos, el crimen no concuerda.
– Tiene razón. Pero en este caso se trata de una conocida periodista. No le era tan fácil acercarse a ella.
– El arma nos lo confirmará. Si es la misma, nos hallamos ante una tercera víctima; si no, tendremos un nuevo rompecabezas con que distraernos.
Nada que objetar a eso. Llega el coche patrulla y nos vamos. El crimen se ha perpetrado a la altura del edificio de la Fábrica de Moneda y Timbre. Los de Tráfico han cortado los carriles de bajada, desde el Palacio de Arkat hasta la calle Zodoju Piguís, convirtiendo la avenida Mesogíon en una vía de antes de las Olimpiadas. De subida, los conductores se detienen unos segundos delante del lugar del crimen para contemplar el espectáculo. Estas pequeñas paradas han provocado un atasco de un kilómetro. El conductor del coche patrulla pone la sirena para abrirse paso, pero de nada sirve y se ve obligado a torcer a la derecha para tomar la calle paralela. Aunque la situación no es mucho mejor, al menos la sirena da más resultado.
Cuatro coches patrulla bloquean los carriles de bajada. En la acera opuesta se agolpa una multitud que observa y comenta; los que no han conseguido un lugar en primera fila para el circo, saltan y gritan: «¡Eh, los de delante, apartaos un poco, que también queremos ver algo!».
El coche de Jará Iannakaki es un Smart plateado. Cuando el asesino le ha disparado, ella ha perdido el control, el Smart se ha subido a la acera y se ha empotrado en la pared del edificio de la Fábrica de Moneda. Un poco más abajo hay un Dahetso 4x4 con la luna trasera rota y el maletero como un acordeón. Probablemente el Smart lo ha embestido antes de cambiar de dirección y estrellarse contra la pared.
La cabeza de Iannakaki reposa ladeada sobre el volante, mirando hacia el jardín de la Fábrica de Moneda. No puedo ver la herida de bala, situada en el lado que descansa sobre el volante, pero eso no me preocupa. Al fin y al cabo, no sería capaz de distinguir si se la ha causado una Luger.
– He retenido a dos conductores -me dice el jefe de la patrulla-, y a una transeúnte que ha presenciado el crimen y que quiere testificar.
El primero es el conductor del Dahetso, un joven de unos veinticinco años, de pelo rapado, con camiseta, vaqueros, una cruz de oro colgada al cuello y gafas encima de la cabeza, quizá para que la protejan del sol.
– ¡Mire qué me ha hecho! -se sulfura cuando me acerco a él.
– ¿Iba delante de ella? -le pregunto.
– Perdone, ¿lo hace a propósito para que me vuelva loco? -me grita, fuera de sí, cuando le pregunto lo que es evidente-. ¿Me hubiera caído esta desgracia si no hubiese estado precisamente delante de ella, joder?
Sin decir una palabra, lo agarro del brazo y lo llevo hasta el coche de Jará Iannakaki.
– ¡Fíjate bien! -le digo-. Es la periodista Jará Iannakaki. La han matado de un tiro en la sien y tú eres un testigo presencial, por si aún no te habías enterado. O me dices qué has visto o te llevo a comisaría en el coche patrulla y llamo a la grúa para que se te lleve el buga.
Contiene su enfado e intenta rectificar:
– Vale, yo también lamento que la hayan matado. Es más, confieso que me gustaba, oía su programa. -De repente, vuelve a acordarse de su desdicha y se cabrea-: Pero, hostia, ¡¿tenía que estar precisamente yo delante de ella?! ¿No podía haber ido a chocar contra cualquiera de esas carracas de los tiempos de Maricastaña? ¡El mío sólo tiene dos mil kilómetros!
– ¿Has visto quién le ha disparado?
– Por el retrovisor he visto que alguien avanzaba entre los carriles haciendo zigzag en una moto bestial. Ojalá te partas la crisma, he pensado. Sólo que, al final, se le ha partido él a la periodista.
– ¿Te has fijado en el asesino?
– No he visto nada. De repente he oído dos disparos y he notado un impacto terrible. ¡Por suerte llevaba el cinturón! Después he visto pasar la moto como un rayo por delante de mis narices.