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– ¿Has visto por dónde huía?

– No, ya me habían dado por detrás, ¡y otras preocupaciones tenía!

Las dudas sobre el modo de huir del autor del crimen nos las aclara el conductor que circulaba por el carril izquierdo:

– De repente ha aparecido por el carril de en medio, entre el Smart y yo. Durante unos metros hemos seguido recto. Después el de la moto se ha acercado al Smart, he oído disparos y el Smart ha perdido el control. El de la moto ha acelerado, nos ha dejado atrás y ha girado por la primera calle a la izquierda.

– Por Parnasidos -dice un agente de la patrulla, que probablemente sea de la zona-. Tal vez ha subido por Lefkosías, ha girado por Sarandaporu y ha desaparecido.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Un tío gigantesco, llamaba la atención, e iba completamente de negro en pleno verano.

– ¿Llevaba casco?

– ¡Comisario, por favor! ¿Le cree usted tan tonto como para asesinar a alguien sin ocultar el rostro bajo el casco? -me pregunta enfadado el conductor del Ford Escort.

No, tiene razón, el tonto soy yo por hacer estas preguntas, pero nunca se sabe.

– ¿Se ha fijado en la marca de la moto?

– Sí, una Harley Davidson.

Ordeno a los de la patrulla que la busquen por los alrededores. Lo más probable es que la haya abandonado por ahí; ahora que la han visto decenas de ojos, no se arriesgará a utilizarla de nuevo.

Me acerco a Stavrópulos, que ya ha llegado y se ocupa del cadáver. Ha levantado la cabeza de Iannakaki de encima del volante y un ayudante la aguanta apoyándola en el asiento, mientras él examina la herida. Me mira de reojo.

– Cualquier ciudad del mundo parece ya Bagdad -comenta.

– Estoy de acuerdo, no vamos a ser nosotros la excepción, ¿verdad?

Se encoge de hombros.

– A primera vista, la herida parece la misma, pero eso no significa necesariamente que se trate de la misma pistola. Todas las balas de nueve milímetros causan más o menos la misma herida. Ha muerto en el acto.

– De todos modos, ha de ser un cabrón con puntería -comenta Vlasópulos.

– ¿Cómo has llegado a esta conclusión?

– La ha asesinado en marcha, comisario. No ha esperado a que se pusiera en rojo.

– Para poder huir con más facilidad, en medio del pánico.

– Sí, de acuerdo, pero hay que ser muy hábil.

En la acera me espera una mujer de unos cincuenta años, vestida con sencillez y despeinada. Me la presentan como testigo ocular del crimen.

– Había ido a encender un cirio a la iglesia -me dice, y me indica la iglesia de Pentecostés, que se encuentra un poco más abajo-. Subía a pie y todo ha pasado delante de mis ojos. El de la moto venía por detrás a toda velocidad, se ha puesto en medio, se ha acercado al coche y se ha inclinado hacia la ventanilla, como si quisiese hablar con el conductor. Entonces ha sacado una pistola del bolsillo y ha disparado dos veces, mientras con la mano izquierda sujetaba el manillar de la moto. Después ha vuelto a guardarse la pistola en el bolsillo, ha acelerado y ha huido por la derecha.

En realidad, ha visto lo mismo que el conductor del Ford Escort, pero desde otro ángulo de visión.

– ¿Quiere añadir algo más? -le pregunto amablemente.

– Sí, algo que me ha causado impresión.

– ¿De qué se trata?

– La pistola -responde sin dudar-. Era una pistola con un cañón largo y delgado. Ya sabe, como las que a veces se ven en las películas de guerra antiguas.

Así pues, Vlasópulos había dado en el clavo. Se trata de la tercera víctima del mismo asesino. Stavrópulos ha terminado y los de la ambulancia trasladan a Iannakaki, cubierta con una manta. El espectáculo ha perdido interés y los curiosos de la acera opuesta empiezan a dispersarse.

Llega un coche patrulla y se para junto a la acera.

– Comisario, hemos encontrado la moto -me comunica el copiloto.

– ¿Dónde?

– Un poco más abajo, en la esquina de Sarandaporu y Sulíu.

Subo al coche patrulla acompañado de Vlasópulos. Avanzamos por Lefkosías y giramos a la derecha por Sarandaporu. Unos cuatrocientos metros más abajo, en dirección a Agia Paraskeví, el coche se detiene delante de un agente que vigila la moto. Es una Harley Davidson.

– Hemos comprobado el número de matrícula -informa el brigada-. Es robada.

– ¿Y circulaba con la matrícula auténtica? -se pregunta uno de los agentes-. ¿No tenía miedo de que le parasen los de Tráfico?

– No, con la auténtica no -le explico-. Se había hecho una matrícula falsa que enganchó sobre la auténtica. Después se la ha metido en el bolsillo y ha huido. Avisa a los de la Científica para que lleven la moto al laboratorio -ordeno a Vlasópulos-. De todas maneras, estoy seguro de que ha tomado las medidas oportunas para que no encontremos huellas.

Subimos al coche patrulla para volver al lugar del crimen.

– ¿Cree que la tal Iannakaki andaba metida en asuntos turbios? -me pregunta el brigada.

– En la publicidad andaba metida -le respondo-. Eso la ha matado.

Me mira con desconcierto. Mi intuición me dice que su sorpresa pronto se disipará.

Capítulo 33

El encuentro entre Katerina y Zisis ha ido mucho mejor de lo que yo esperaba, y he decidido darle el gusto a Adrianí de salir a cenar con Fanis. Ahora estamos sentados en una taberna de la plaza Kesarianí, exactamente detrás de la iglesia, y hemos pedido salmonetes, boquerones marinados y pescadito frito, además de una ensalada mixta. Es la primera noche de verano realmente calurosa. Incluso aquí, en Kesarianí, donde de la montaña siempre baja un poco de aire fresco, la ropa se te pega a la piel debido al bochorno. También es el primer día que Katerina se encuentra de buen humor. Habla y, de vez en cuando, deja escapar su risa sonora de antes. Fanis me lanza miradas de soslayo y sonríe satisfecho. Probablemente Katerina ya le ha puesto al corriente de nuestro paseo matutino. Yo, por mi parte, me siento como si por primera vez en mi vida hubiese actuado de manera preventiva y no represiva. La única que no se entera de nada es Adrianí, pero eso no le impide sentirse feliz ante el evidente cambio de su hija. Su alegría es tal que transgrede uno de sus principios fundamentales: se olvida de quejarse de la comida, algo que hace siempre, con independencia de la taberna o del restaurante al que vayamos, para afirmarse como cocinera.

Suena el móvil cuando el camarero nos trae una fuente de salmonetes, mi pescado preferido, y mi intuición, por desgracia, se materializa antes de lo que me esperaba.

– ¡Ven enseguida a mi despacho! -me dice Guikas.

– ¿Tenemos otra víctima? -pregunto asustado, aunque debería haber pensado que, si se tratase de otra víctima, no me convocaría en su despacho.

– No, tenemos una carta.

No puedo reprimir mi curiosidad.

– ¿Dónde la ha enviado?

– Ahora hablamos -me responde vagamente y cuelga.

– Dile al camarero que me envuelva mi ración de salmonetes en papel de plata, me los comeré en casa -le digo a Adrianí mientras me levanto.

– ¿Te vas? -se sobresalta.

– Guikas me reclama urgentemente.

– Caray, ¿a qué vienen ahora tantas prisas? ¿En una semana quiere solucionar todos los asuntos que ha dejado pendientes estos días?

– No, no son prisas. Sencillamente, ha huido del fuego y ha dado en las brasas.

No quiero darle demasiadas explicaciones y me dispongo a coger un taxi, porque hemos venido en el coche de Fanis.

– Espera, yo te llevo -se ofrece él, levantándose.

– ¿Te esperamos? -me pregunta Adrianí.

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Antes de iros, llamadme al móvil.

– Pero yo sí vuelvo, ¿eh? -bromea Fanis.

Tardamos poco más de un cuarto de hora en llegar a Jefatura. Subo en el ascensor hasta el quinto y atravieso el vestíbulo vacío. Kula debe de haberse ido hace rato. Guikas está en su despacho, en compañía de un cincuentón que lleva una camisa de rombos, pantalones blancos y arrugados y mocasines sin calcetines.