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– Te presento al señor Timos Petrójilos -me dice Guikas sin perder un segundo-. El señor Petrójilos es el director del diario Politía. La carta la han recibido ellos.

– ¿La han recibido o les han avisado para que fuesen a buscarla a algún lugar? -le pregunto.

– Nos han dicho que la habían dejado en la cabina telefónica que hay frente a la redacción.

– ¿Le han avisado a usted personalmente o a través de la centralita?

– De la centralita, que me ha pasado la información.

– ¿Recuerda la hora?

– Serían las ocho. Piensen que hemos tardado una hora en decidir qué hacíamos.

– Ahí está -me dice Guikas, y me pasa el papel que tiene delante de él.

Es un folio blanco pautado, como los que antiguamente utilizábamos para los informes y las solicitudes. Y está escrito a mano, como también hacíamos antaño con las solicitudes: a la izquierda el destinatario, a la derecha el texto. La caligrafía tiene aspecto escolar, es evidente que su autor ha hecho un gran esfuerzo para escribir con letra clara y legible.

Señor director, ¡parece que predique en el desierto! Hace dos semanas insté a las empresas de publicidad, a las cadenas de televisión y a las emisoras de radio a que dejasen de hacer anuncios, porque de lo contrario empezaría a matar a cualquiera que tuviese relación con ese mundo. Naturalmente, les pedí que hiciesen pública mi amenaza, y que añadiesen que por esta razón dejaban de emitir anuncios de todo tipo, no sólo para que tuvieran una justificación, sino para que la gente entendiese que algunos ya no soportamos más ver siete días a la semana, las veinticuatro horas del día, esa basura. Para demostrarles que no bromeaba maté a uno de esos payasos que salen en los anuncios de la tele. Publicistas y cadenas de televisión no obedecieron. Maté a un segundo payaso y reiteré mi amenaza, pero de nuevo hicieron oídos sordos. Hoy he matado a la periodista Jará Iannakaki, que ensuciaba su programa de radio con miserables anuncios. Ahora les envío esta carta a ustedes exigiéndoles que la publiquen inmediatamente. Si no lo hacen y no dejan de emitir anuncios, tendrán que lamentar nuevas víctimas. ¡NO QUEREMOS MÁS publicidad! ¡NO QUEREMOS MÁS TOMADURAS DE PELO! ¡NO QUEREMOS QUE NOS SIGAN ENGAÑANDO MENTIROSOS Y ESTAFADORES!

– ¿Qué piensan hacer? -pregunto al director del periódico cuando acabo de leerla.

– Para eso he venido. Para que me lo digan ustedes.

– Nosotros no podemos decirle qué debe hacer -interviene Guikas-. Mañana nos acusarían de haber censurado a la prensa.

– No he venido a recibir órdenes. Les pido su opinión.

– ¿Quién más ha leído la carta? -pregunta Guikas.

– Nadie, salvo algunos colaboradores de mi periódico.

– ¿A ti qué te parece, Kostas? -Guikas me mira sin saber qué decir.

– Para serles sincero -se me adelanta Petrójilos-, es difícil sustraerse a la tentación de publicar la carta. Si sale a la luz, el sector se asustará, y los anuncios publicitarios de televisión y de radio caerán en picado, mientras que, automáticamente, aumentarán los anuncios en la prensa escrita. ¿Se dan cuenta del aumento de beneficios que nos supondría?

– ¿Y si no se publica? -pregunta lleno de curiosidad Guikas.

Petrójilos se encoge de hombros:

– Entonces es probable que aumenten los beneficios, aunque sólo ligeramente, y que continúen los asesinatos. Mientras que, si se publica la carta, tendríamos más ingresos y menos víctimas.

– Publíquenla -le propongo con determinación.

Guikas me mira perplejo; Petrójilos, contento.

– Tiene usted instinto comercial, comisario.

– No me interesan ni los anuncios ni el instinto comercial. Me interesa que cesen los crímenes. Si mañana publican la carta, seguro que el asesino nos dará cierto margen, mientras espera a que se pare la publicidad. Este margen nos puede ser muy útil para acercarnos a él. En cambio, si no publican la carta, es posible que antes de tres días tengamos una nueva víctima.

– Estoy completamente de acuerdo con el comisario Jaritos -suscribe Guikas-. Sólo le pido, por favor, que no diga ni a los publicistas ni a las cadenas de televisión que les hemos aconsejado publicar la carta, porque se nos comerían vivos.

– No estoy obligado a dar explicaciones a nadie. He recibido una carta del asesino y, como periódico, tenemos la obligación de publicarla.

Se ha tomado una decisión, y ya nada lo detendrá. Se pone de pie y nos da la mano afectuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Crees que podremos encontrar alguna pista en el margen de tiempo que ganaremos? -me pregunta Guikas.

– Sólo si conseguimos determinar la procedencia de la Luger.

Tal vez por ahí demos con un hilo del que tirar, aunque no confiaría demasiado.

Desde el pasillo telefoneo a Adrianí para asegurarme de que no se han movido de la taberna.

– Aquí seguimos -me dice Adrianí-. Corre un aire tan fresco que no apetece irse.

– ¿Quedan salmonetes?

– Algunos.

– Pide otra ración, que ahora voy.

Salgo a la avenida Alexandras y cojo el primero de los cinco taxis que están libres, esperando en fila.

Capítulo 34

El coronel Vavidakis hojea un auténtico arsenal bélico en imágenes. Tiene el despacho en el Ministerio de Defensa y es especialista en armamento del Ejército de Tierra. Me lo presentó Antonakakis, del laboratorio científico, que es paisano suyo. Eso suscitó en mí algunas reservas, porque los cretenses, si bien es cierto que en Creta viven en un permanente régimen de resolución violenta de sus conflictos, fuera de la isla forman, en cambio, una especie de masonería solidaria, que olvidan en cuanto retornan a suelo patrio. De modo que lo consulté con Guikas.

«¡Es el number one!», me garantiza Guikas, que suelta de nuevo sus americanismos, señal de que, poco a poco, regresa a la normalidad.

En el escritorio de Vavidakis descansan otros dos volúmenes sobre armamento, en los que ha rebuscado, en vano, la foto de la Luger que buscamos. Mientras repasa el tercer y último libro, veo que se le dibuja una sonrisa de satisfacción.

– ¡Sabía que estaría aquí! -me dice, girando el volumen hacia mí.

Con el dedo me indica una pistola de cañón largo, de pequeño diámetro, y he de darle la razón a la testigo, que comentó que le había recordado a una película de alemanes de la segunda guerra mundial, del estilo de Doce del patíbulo o La gran evasión.

– Éste es el modelo P08 -me aclara Vavidakis-. El cañón mide ciento tres milímetros y se fabricó hasta 1942. Después fue reemplazada por la P 17.

– ¿Quién puede tener un arma así en Grecia? -le pregunto.

Se encoge de hombros.

– En cualquier caso, no el ejército. Las fuerzas griegas que lucharon en Asia Menor utilizaron armamento británico. Y las fuerzas que se reorganizaron después de la Ocupación nazi se equiparon con armamento norteamericano. Aunque supusiésemos (algo que considero improbable, pero que en principio acepto) que, en el breve periodo en que opusimos resistencia a los alemanes, algunos soldados griegos se hubieran hecho con alguna Luger, éstos fueron desarmados cuando cayeron prisioneros o se rindieron a los alemanes.

– Dicho de otro modo, que no hay ningún griego que tenga en su poder una Luger.

– Hasta donde se me alcanza, el Museo Militar posee algunos ejemplares.