– Lo hemos comprobado. Las hay, pero nos han asegurado que no les falta ninguna.
– Cabe otra posibilidad, aunque un poco remota.
– ¿Qué posibilidad?
– La resistencia de izquierdas. Ellos se enfrentaron a los alemanes durante la Ocupación. No podemos descartar que algunos les sustrajesen las pistolas a los soldados alemanes abatidos.
– Sí, pero el Ejército Nacional de Liberación Popular, el ELAS, quedó desarmado en el 45, tras el pacto de Varkiza.
Vavidakis se echa a reír.
– ¡Por favor, comisario! Al margen de que muchos miembros del ELAS se negaron a deponer las armas, los que se avinieron sólo entregaron el armamento pesado. ¿Quién nos asegura que no se quedaron con algún revólver o fusil de recuerdo? No olvide que entonces no existían los mecanismos de control de la actualidad.
La idea de Vavidakis, aunque improbable y tal vez poco fructífera, es la única que posee alguna base, me digo a mí mismo mientras el metro me lleva de Eznikí Amina a Ambelókopi. En primer lugar, porque apunta a una posible procedencia de la Luger, y en segundo, porque explicaría la existencia del viejo. Si, en efecto, éste es un antiguo guerrillero, ahora debería tener más de ochenta años. Porque no me cabe duda de que nos enfrentamos a un asesino y a su cómplice. El asesino es el culturista, el cómplice es el viejo que telefonea. Ahí, sin embargo, surge una pregunta tan difícil de responder como la cuestión del revólver: ¿por qué un viejo octogenario ayudaría a un joven a matar personas relacionadas con la publicidad? Y, además, a armarlo. Los octogenarios se sientan delante del televisor, o llevan a sus nietos al parque, o van al café a contar una romántica y controvertida versión de la Historia. Salvo que se trate de algún pequeño empresario que se arruinó por culpa de la publicidad y que quiera vengarse. Pero estas teorías no me convencen ni a mí, de modo que sigo dando palos de ciego.
Cuando emerjo de la estación de Ambelókopi a la avenida Alexandras, los acontecimientos se precipitan sobre mí uno a uno, como las olas de El Danubio azul, el primer vals que bailé con Adrianí en la primera fiesta de la policía a la que asistí. Por aquel entonces, los bailes de la policía empezaban con un vals, El Danubio azul; continuaban con un tango, La cumparsita, y acababan con bailes populares, como Un Águila se posaba. Si querías escaparte antes del final, debías irte, a lo más tardar, cuando sonaba La cumparsita. Porque cuando empezaban las danzas griegas, estabas obligado a quedarte y a participar en ellas; de lo contrario, corrías el riesgo de ser considerado como mínimo un antipatriota, por no decir un comunista camuflado.
La primera ola me pilla al ver a la gente agolpada delante del quiosco leyendo los titulares de los periódicos. Hasta hace poco era un fenómeno habitual, pero ahora prácticamente ya ha desaparecido y sólo lo suscitan los periódicos deportivos. Ha disminuido el número de lectores de diarios, y aún más el de los que se deleitaban en leer los titulares en el quiosco. De modo que, ahora, si ves gente delante de un quiosco, significa que ha sucedido algo impactante que la televisión no ha tenido tiempo de emitir en el último noticiario de la víspera. Puedo imaginar qué noticia causa tanta expectación. A pesar de ello, me paro para cerciorarme con mis propios ojos.
El periódico Politía ha publicado la carta. Como titular: «¡BASTA DE PUBLICIDAD!». Y debajo: «Los publicistas, en el punto de mira de un maniaco asesino. Víctima, Jará Iannakaki». A dos columnas, a la derecha de la página, se reproduce íntegra la carta del «asesino del accionista mayoritario».
La segunda ola me espera delante de mi despacho, y es más violenta que la primera. Cuando me ven en el pasillo, se me echan encima y todos empiezan a torpedearme con sus preguntas. Los agentes de otros despachos han salido al pasillo y contemplan el espectáculo. Me detengo y les digo, con voz meliflua:
– ¿No sería mejor que hablásemos en mi despacho?
Mi reacción los descoloca, porque no suelo hacerles este tipo de invitaciones. Por lo general, entro en mi despacho y dejo la puerta abierta, para que entre quien quiera. Se han quedado de piedra, están nerviosos y esperan que me siente a mi mesa para empezar ellos a instalarse mecánicamente.
Como suele ocurrir en momentos dramáticos, Sotirópulos desempeña el papel de portavoz.
– ¿Qué significa esto, comisario? -me pregunta con su característico tono agresivo-. ¿Tenemos que enterarnos por los periódicos?
Les sonrío con dulzura.
– ¿Por qué lo dices? A lo mejor os molesta que el asesino os haya quitado la primicia y haya preferido a la prensa escrita.
Mi pulla levanta una oleada de protestas, que se manifiestan con gritos y comentarios de todos los colores.
– ¿No le parece que nosotros también teníamos derecho a estar informados? -pregunta una mujer, al fondo, que no puedo identificar.
– Las quejas, al asesino. Él lo ha divulgado.
– No me digas que el director de Politía no pidió vuestra opinión antes de publicar la carta.
– ¿En qué mundo vives, Sotirópulos? La época en que la prensa pedía la opinión de la policía antes de publicar algo acabó hace treinta años. Para ser exactos, con éste, treinta y uno.
– De todos modos, os informó.
– Nos comunicó que publicaría la carta. ¿Qué querías que hiciésemos? ¿Llamar a las televisiones, una por una, y quitarle la exclusiva al periódico? La policía respeta la igualdad de oportunidades entre los medios de comunicación, son las reglas del juego. Por eso mantiene una estricta neutralidad.
Se produce un breve silencio; no encuentran nada que objetar a mi argumento y tratan de abrir otra vía.
– ¿Ha habido advertencias anteriores que no se hayan publicado? -me pregunta Koronis, un corresponsal de radio bastante inteligente.
– Sí, ha habido otras -le respondo de inmediato. No tiene sentido que lo esconda, de todos modos acabarán enterándose.
– ¿Y por qué no nos dijiste nada? -pregunta Sotirópulos con su tono agresivo.
– Porque consideramos que podía interferir en el curso de la investigación.
– ¿Se están produciendo asesinatos en serie y vosotros mantenéis a la opinión pública desinformada?
– No creo que se trate de una acción terrorista de la que deba enterarse todo el país. Quien debía estar informado, lo ha sido puntualmente.
– ¿Y ahora qué piensan hacer? -inquiere una pelirroja que cada noche sale en el informativo con chaleco y botas militares.
Le contesto lo evidente:
– Atrapar al asesino. ¿Acaso se le ocurre a usted otra cosa?
Algunos se carcajean. Sotirópulos se vuelve hacia la pelirroja con una mirada de desprecio, pero ella no le da importancia: por lo general, le cuesta darse cuenta de las cosas.
– ¿Tienen algún nuevo indicio, alguna pista? -vuelve a preguntar Koronis.
– Os diré qué novedades tenemos. -Dejo que cese el murmullo de siempre y continúo-: Del arma ya os he hablado. El tercer asesinato corrobora que se trata de una Luger fabricada en 1942. Además, sabemos por testigos presenciales que el asesino es un joven entre veinticinco y treinta años, corpulento y atlético. Por desgracia, no disponemos de ninguna descripción de su cara, porque siempre actúa con el casco puesto. Otro dato: en el cruce de las calles Sarandopulu y Sulíu, en dirección a Agia Paraskeví, hemos encontrado abandonada la moto que conducía el asesino cuando mató a Jará Iannakaki. Se trata de una Harley Davidson robada. La están examinando en el laboratorio científico y esperamos el informe de los expertos.
No comento nada del cómplice porque no quiero enseñar mis cartas a la pareja de asesinos. Además, los reporteros parecen ya satisfechos con los datos adicionales que les he dado.