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El calvo del traje azul celeste, como si yo hubiese insultado a su madre, se levanta.

– No somos empresas de telemarketing, somos cadenas de televisión, señor mío. Todos estos productos, de diseño portentoso, encanto y atracción casi erótica, necesitan juventud y belleza para promocionarse.

– La publicidad es hoy en día lo que para nuestra generación fue, pongamos por caso, la serie Dallas, señor comisario -me aclara Galakterós.

– Todo esto está muy bien y es muy bonito. Pero la policía no puede proteger a las empresas de publicidad, a las cadenas de televisión y a las emisoras de radio.

– Hay una solución -declara con firmeza el presidente de la patronal-: aumentar la seguridad privada.

Si creéis que los gorilas os protegerán de ese maniaco, no habéis entendido nada, digo para mis adentros.

– Sea como sea, nosotros seguiremos produciendo anuncios -declara Galakterós.

– Y nosotros emitiéndolos -afirma decididamente Delópulos.

– Si quiere mi opinión, señor ministro, la desaparición de la publicidad puede costarle muchos votos a su partido.

– No llegaremos hasta esos extremos: ¡la publicidad no desaparecerá, pueden estar seguros! -asegura el ministro a todos los presentes-. La policía dispone de numerosos efectivos perfectamente capacitados para acabar con los crímenes de ese loco.

Esto último es una amenaza a Guikas y a mí, y exactamente significa: si no atrapáis pronto al asesino, pondré el caso en manos de otros. Los invitados se van y el ministro les acompaña hasta la puerta. Regresa al cabo de un instante, apesadumbrado y con cara de pocos amigos.

– Este caso debe resolverse, y rápido, antes de que se convierta en una pesadilla -declara con la mirada clavada en Guikas. Se ve de lejos que se llevan a matar.

– Hacemos lo que podemos. ¡Es como buscar una aguja en un pajar! -responde Guikas.

– Les procuraré todos los refuerzos necesarios, pero esto tiene que acabar.

Guikas me mira.

– En estos momentos, más refuerzos serían como un regalo inútil, señor ministro, porque no disponemos de datos para organizar una investigación a gran escala. Los necesitaremos cuando tengamos indicios de dónde buscar el arma o al asesino.

– ¿En qué punto de la investigación nos encontramos?

La pregunta vuelve a ir dirigida a Guikas, pero vuelvo a responder yo. Le informo detalladamente de lo que sabemos del autor de los crímenes, del hecho de que tenga un cómplice, así como de la pistola, esa antigualla.

– ¿Cómo? ¿Tan difícil es encontrar esa Luger? -me pregunta cuando acabo.

– Lo es, porque en Grecia no hay. Hemos preguntado en las armerías, en el Museo Militar, incluso hemos hablado con el especialista del Ministerio de Defensa, el coronel Vavidakis.

– ¿Y qué opina el coronel?

– Que la única posibilidad es que algún antiguo miembro del ELAS la consiguiese como botín de guerra y la conservase.

– ¿Qué dice? ¿Ahora resulta que el asesino es un comunista? Por favor, no me haga reír. ¡Esto se tiene que acabar!

– No será fácil averiguar por cuántas manos ha pasado el revólver a lo largo de todos estos años -observa Guikas.

El ministro no hace ningún comentario, sólo se levanta; no tiene nada que agregar.

– Quiero que me informen a diario -declara cuando estamos a punto de salir.

– No ha entendido nada, y eso todavía nos complicará más la vida -comenta Guikas en el ascensor.

– Si tuviésemos suerte con la pistola, encontraríamos un hilo del que tirar -le digo y, de repente, sé quién me puede iluminar sobre el tema.

Desde el pasillo oigo que suena el teléfono de mi despacho y corro a cogerlo. Es Dimitriu, del laboratorio científico.

– En la moto no hemos encontrado ningún rastro -me dice-, ni siquiera huellas dactilares, nada, excepto…

Vislumbro un pequeño rayo de esperanza.

– ¿Excepto…? -repito.

Se produce una breve pausa y después me pregunta dubitativo:

– ¿Podría ser que el asesino viva en el campo?

– ¿Por qué?

– Porque hemos encontrado restos de paja y de hierba seca pegados a la parte interna del guardabarros.

– Te lo agradezco, Iorgos. ¿Algo más?

– No, sólo eso, pero me resulta extraño.

Lo es, y de repente una idea cobra cuerpo en mi cabeza. Tal vez su cómplice viva en algún lugar de Ática y el asesino vaya a visitarle; porque me parece improbable que el asesino viva en las afueras de Atenas.

Dermitzakis entra en mi despacho y pierdo el hilo de mi razonamiento.

– Hemos encontrado al propietario de la Harley.

– ¿De quién se trata?

– De un periodista deportivo que vive cerca del Likavitós. Pero no se la robaron allí.

– ¿No? Entonces, ¿dónde?

– En el aparcamiento del Estadio Olímpico. Había ido a cubrir un encuentro y, cuando salió, la moto había volado. Inmediatamente denunció el robo en la comisaría del distrito.

De modo que la posibilidad de que los rastros de vida campestre procedan del propietario de la moto queda descartada.

– Di que fotografíen la moto y que distribuyan las fotos por las comisarías de distrito, sobre todo en las de la periferia de Ática. Que nos digan si la han visto circular.

– Perdone, comisario, pero ¿qué ganamos con ello?

Le digo lo que se ha encontrado en la moto:

– Es posible que su cómplice viva en las afueras de Atenas y que el asesino le visite.

Echo de mi despacho a Dermitzakis y sigo recopilando información sobre la Luger, que es lo que más me urge.

Capítulo 36

Encuentro a Zisis con los utensilios de jardinería dispuestos a su alrededor, y llenando las macetas de tierra. Me echa un vistazo cuando entro, y sigue con su tarea.

– ¿Ahora trabajas de jardinero? -le pregunto para romper el hielo.

– De hecho, no debería. En verano, esto hay que hacerlo a primera hora de la mañana, o cuando cae la tarde.

Me fijo en el cuidado con que esparce la tierra, abona la planta y después la rocía con el pulverizador. Acaba con la maceta y se dirige al fregadero para lavarse las manos.

– ¿Tomas café a estas horas?

– Si lo preparas tú, ¡tomaría hasta por la noche!

Sube lentamente las escaleras que conducen a la terracita y yo le sigo. Antes de entrar en casa para preparar el café, se vuelve y me mira.

– Tienes una hija muy simpática -me dice.

Esperaba al café para preguntar qué le había parecido Katerina y me sorprende que se me adelante. Normalmente, no puedes sonsacarle ni con sacacorchos. Callo y espero a que continúe.

– Si mañana algún amigo me dice: «Todos los polis son iguales», yo pensaré en tu hija y diré: «No, no es cierto».

Cierra el capítulo de Katerina y entra a preparar el café. Me quedo solo en la terracita, sumido en una amalgama de sentimientos. Por un lado, me alegra que haya dicho palabras tan amables sobre cómo hemos educado a Katerina. Por el otro, me molesta que haya tenido que salir mi hija a escena para que se convenza de que no todos los polis somos iguales. Al fin y al cabo, con él siempre actué honestamente. En plena Junta Militar, no era fácil ni carecía de consecuencias comportarse decentemente con un comunista, ni siquiera con la excusa de mi juventud y de que no era consciente del peligro. Después, sin embargo, me vienen a la memoria las únicas palabras amistosas que me dijo cuando, años más tarde, me lo encontré en comisaría -«Tú eres un tipo legal, lástima que seas de la pasma», me dijo- y me echo a reír. Y ahora, mira por dónde, después de tantos años, me dice que no soy como el resto de polis, no porque sea buena persona, sino porque he educado a mi hija de modo distinto. ¡Vaya por Dios, voy ganando puntos!