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Vuelve con la bandeja de plata y dos tazas. Nos sentamos el uno frente al otro y doy el primer sorbo. Sé que no me preguntará por qué he venido y qué busco. Esperará a que dé yo el primer paso.

– Quisiera saber tu opinión sobre algo que tú conoces mejor que yo, estoy seguro -le digo después del tercer sorbo-. ¿Es posible que alguno de los viejos miembros del ELAS tengan todavía en su poder revólveres alemanes Luger?

– ¿De dónde los habrían sacado? -se sorprende.

– De habérselos arrebatado a los alemanes, cuando luchaban contra ellos en las montañas.

A Zisis le da un ataque de risa. Es la primera vez que lo veo reírse tan a gusto.

– ¿Quién te ha dicho semejante cosa?

– Un coronel del Ministerio de Defensa, especialista en armamento.

– Pues dile a tu especialista que se documente primero. ¿Sabes cómo luchaba la resistencia contra los alemanes? Les tendían una emboscada, disparaban un par de ráfagas y se esfumaban, porque conocían el terreno como la palma de su mano. ¿Crees que alguno de ellos se atrevía a acercarse demasiado? Además, los alemanes nunca iban solos, siempre patrullaban en grupo. Y si por casualidad los guerrilleros mataban a algún soldado, los otros cargaban con el cadáver, no lo dejaban en manos de la guerrilla para que pudiesen quitarle las armas.

Sigue encontrando divertido lo que le he dicho y vuelve a reírse con ganas. A mí, sin embargo, me ha cerrado la última puerta que podía conducirme a la Luger.

– ¿Has seguido el caso de los asesinatos de la publicidad?

– Sí.

– El asesino utiliza una Luger de 1942 y me estoy devanando los sesos para averiguar de dónde la ha sacado.

– ¿Te devanas los sesos por eso? Los colaboracionistas, los de los escuadrones de seguridad. Éstos eran los únicos que tenían armas alemanas, ellos les armaron.

Me dan ganas de abofetearme. Hijo de un cabo de carabineros, ¿y no haber pensado en los escuadrones de seguridad? Buscaba entre los enemigos de los alemanes, cuando debía buscar entre sus aliados.

– ¿Sigue alguno vivo?

Se encoge de hombros.

Como en el caso de guerrilleros de izquierda, todos deben de ser ya unos carcamales. La diferencia es que no son como los del ELAS, que se enorgullecen de haber luchado en la resistencia. A aquellos se les encuadró en el ejército, en la policía y en el cuerpo de carabineros, dejaron de actuar y se perdió su pista. Ahora ya es demasiado tarde para encontrarlos.

– Buscaré, no me queda más esperanza.

– ¡No me digas que el asesino es un antiguo miembro de los escuadrones de seguridad!

– No, pero sí puede serlo el cómplice, el que le dio el arma. -Hago una pausa porque tengo la sensación de pisar terreno resbaladizo. Tal vez me diga algo, o tal vez me mande a freír espárragos, a pesar de sus simpatías por Katerina-. ¿Puedo pedirte un favor? ¿Preguntarías entre tu gente si conocen a alguien que posea información al respecto?

No se lo toma a mal, pero tampoco veo que se entusiasme.

– Preguntaré, pero no te hagas muchas ilusiones. La mayoría deben de haber muerto, y los que aún viven se debaten entre la demencia senil y el Alzheimer. El resto preguntará a qué viene ahora remover algo así: lo pasado, pasado está. Sin embargo, si a pesar de todo encuentro a alguien, te tendré por un hombre afortunado.

Cuando me voy, me da recuerdos para Katerina y yo le digo que se los daré de su parte y que se alegrará.

Mientras tanto ha caído la tarde y me imagino a mi amigo volviendo a sus tareas de jardinería. Decido no girar por Patisíon porque, a esta hora, me da miedo el tráfico. Entro en la autopista para coger la salida de Liosíon y desde allí hacia Ajarnón. Craso error, porque las calles perpendiculares en dirección a Ajarnón van llenas. Intento escapar por las calles estrechas aledañas a la estación de autobuses y aún me complico más la vida. Finalmente consigo salir a Patisíon a la altura de Koliatsu.

Tardo una hora en volver a casa. Me encuentro a Adrianí sentada delante de la tele con el mando en la mano. De repente, caigo en la cuenta de que hace casi un mes que no la veo en ese estado, que significa calma y rutina, y respiro con alivio.

– ¿Qué historia es ésta del maniaco que mata a gente de la publicidad? -me pregunta cuando me ve entrar en el salón.

– Por su culpa tuve que volver a toda prisa de Creta. ¿Han leído la carta?

– Sí. Y han dicho que, después de las noticias, habrá un debate. Lo presenta Sotirópulos.

– Empezarán a establecer conexiones con fulano y con mengano, soltarán sus estupideces de siempre y el asesino se partirá de risa.

– Con Sotirópulos, imposible -declara con rotundidad.

– ¿Por qué? ¿Acaso sus programas son dignos de la BBC?

– Siempre se maneja bien en los debates. Lo digo por experiencia.

En todos los mares de Grecia, la intensidad del viento decae al atardecer. En nuestra casa, en cambio, los grados de la escala Beaufort aumentan a medida que anochece.

– Porque te ha entrevistado, ¿conoces a Sotirópulos mejor que yo, que hace diez años que lo soporto y que contesto a las preguntas que me formula con su aire de Robespierre? -le suelto, ofendido y, por tanto, fuera de mis casillas.

– Tú no sabes apreciarle porque estás cargado de prejuicios -me responde sin inmutarse.

– ¿Quién dice que tengo prejuicios?

– Él. Cuando terminamos la entrevista, me comentó: «Ha sido muy fácil entrevistarla, señora Jaritos. Ojalá me fuese tan bien con su marido, pero por desgracia está cargado de prejuicios contra mí».

– ¡Vaya! Los periodistas suelen estar cargados de prejuicios contra la policía, ¿y en su caso es al revés?

– ¿Ves como estás cargado de prejuicios?

Estoy a punto de estallar, pero se me anticipa con la comida.

– ¿Qué? ¿Cenamos ahora, y así no nos perdemos el debate?

He echado tanto en falta sus platos que su propuesta actúa sobre mí como un tranquilizante. Junto con los boquerones al horno y las judías con cebolla picada, me trago también la rabia y así puedo seguir el programa sin que me saque de quicio ver a Sotirópulos en la pantalla.

Han invitado a Zanos Petrakis, el director ejecutivo de la agencia Helias, donde trabajaba Stelios Ifantidis, a una estrella de televisión, a un profesor de universidad especialista en medios de comunicación y a dos políticos: nuestro ministro y un miembro de la oposición. Sus palabras ya las he oído esta mañana en boca del presidente de la Unión de Publicistas y del de la patronaclass="underline" que el asesino es un loco cuyo objetivo es acabar con la publicidad y poner en jaque a los medios de comunicación; que el sector ha decidido cerrar filas y no ceder al chantaje. El ministro se muestra optimista, porque cree que en el curso de los próximos días se detendrá al asesino. ¿De dónde sale tanto optimismo, si no hemos avanzado ni un paso? Tal vez de las amenazantes alusiones del presidente de la patronal, en el sentido de que su partido perderá votos. El miembro de la oposición acusa de negligencia al Gobierno y a la policía, mientras que la estrella de televisión interrumpe a todos para expresar su indignación:

– No olviden que los actores también rodamos anuncios de vez en cuando. Por lo tanto, también nosotros corremos peligro. Yo, por si acaso, estos últimos días he dormido en casa de unos amigos.

– Sí, pero a Jará Iannakaki la mataron mientras conducía. La única manera de evitar cualquier agresión sería no salir a la calle -observa el profesor, suscitando la hostilidad del resto de los invitados.

El caso más interesante es el del modelo televisivo con el que Sotirópulos conecta en directo. Es un joven de unos treinta y cinco años, de esos a los que las chicas ven y, al instante, sueñan que compran todo lo que les propone: desde móviles y ambientadores hasta muebles y coches.