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– En cualquier caso, he decidido apartarme de la publicidad hasta que esta historia acabe -declara a Sotirópulos.

– ¿Significa eso que está asustado?

– Una persona que vea tres muertos y no se asuste, o es un mafioso o es un imbécil, señor Sotirópulos. Sí, es cierto, gano mucho dinero con la publicidad, pero no lo suficiente como para que me compense que me metan una bala en la cabeza.

– Señor Meintanis, ¿aceptaría seguir trabajando en el sector si la empresa de publicidad o las cadenas de televisión le cubriesen con un seguro de vida?

Sotirópulos me saca de mis casillas, sí, pero hay veces en que incluso yo debo descubrirme ante él. Es lo único en lo que no han pensado los gerifaltes esta mañana en el despacho del ministro.

– ¿Sabe cuánto piden las compañías cuando se trata de un seguro de vida de alto riesgo? -interviene Petrakis.

– A mí lo que me preocupa es el riesgo de morir, no si dejo mucho o poco dinero cuando me muera -responde el modelo con cinismo-. Estoy divorciado, no tengo hijos, mi madre está muerta y mi padre nos abandonó cuando yo tenía ocho años. Si me muero, ¿quién va a quedarse con esa fortuna?

– No se vayan, hacemos una pausa para publicidad y volvemos enseguida -anuncia Sotirópulos.

– ¡Increíble! ¡Emitir publicidad en un programa sobre el asesino que mata gente del mundo de la publicidad! -comenta Adrianí, atónita.

– No descartes que haya gente que pida que continúen los asesinatos -le digo, mientras corro al teléfono para llamar a Guikas.

– Estás viendo lo mismo que yo, por eso me llamas, ¿verdad? -me dice.

– Exacto.

– ¿Cuándo crees que tendremos una nueva víctima?

– En dos o tres días, a más tardar. El asesino debe de estar viendo el programa y frotándose las manos: ha conseguido que entren en su juego y que le provoquen. Sólo podemos desear que, cegado por la ira, cometa algún error.

– Se merecen lo que les pueda pasar, por pensar que están a salvo con su seguridad privada.

– Por cierto, ¿qué pinta el ministro en el programa?

– ¿Recuerdas lo que te dije? Es un hombre sin criterio. Ha oído que podía perder votos y se ha asustado.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Ver los anuncios -me responde, en plan fatalista, y cuelga.

Al cabo de un cuarto de hora, siguen emitiendo anuncios. Pierdo la paciencia y me voy a la cama.

Capítulo 37

Lo primero que hago cuando llego al despacho al día siguiente es enviar a Dermitzakis a casa de lannakaki a preguntar a los vecinos de la periodista si sabían si ésta había notado algo extraño en los últimos días, o si estaba asustada porque alguien la seguía. Estoy convencido de que no recabará ningún dato nuevo, porque sé cómo piensa el asesino. Dado que Ifantidis y Kutsúvelos eran maricas, se hizo el macho con ellos para ligárselos. Éstos se pusieron contentos como si les hubiese tocado la lotería y ahora están criando malvas. Pero el caso de lannakaki es diferente; el asesino no se hubiera atrevido a acercarse a ella del mismo modo, porque tenía el ochenta por ciento de posibilidades de que le hubiese enviado a paseo, y se habría puesto en evidencia. Por eso prefirió matarla a la luz del día y en plena calle. Además, desde el momento en que desveló por qué razón asesinaba, la ceremonia de ejecutar a las víctimas de un balazo a quemarropa había perdido su especial significado.

Por otro lado, lannakaki no era la única que introducía publicidad más o menos evidente en su programa radiofónico. ¿Por qué entonces matarla a ella? Una posibilidad es que la eligiese por tratarse de una estrella de las ondas y, de este modo, causar mayor conmoción. La otra, que la escogiese porque la conocía de antes. Pero ¿de dónde? Que conociese a su familia o que fuese amiga suya lo veo bastante inverosímil. Una débil esperanza es que trabajase en la emisora y que la conociese de allí. Busco una perla en el fondo del mar, y lo más probable es que si tiro el anzuelo pesque una bota, pero merece la pena intentarlo, aunque sólo tenga una posibilidad entre mil.

Kula está en el despacho de Guikas, presentándole papeles para firmar.

– Siéntate, acabo en un minuto -me dice Guikas cuando me ve entrar.

El minuto se convierte en diez, porque, a cada papel que firma, le pide a Kula largas explicaciones.

– Si tienes alguna novedad, espero que no sea peor que todas las desgracias que me han sobrevenido estos últimos días -me dice cuando acaba con las firmas.

– En principio, no hay novedades, ni buenas, ni malas. Pero cabe la posibilidad de que la Luger proceda de otro lugar.

– ¿De dónde? -me pregunta lleno de curiosidad.

– De alguien que perteneció a los escuadrones de seguridad que los alemanes armaron durante la Ocupación. Según mis investigaciones, el ELAS no se acercaba a los alemanes: les atacaban y huían, de modo que es bastante improbable que les hubiesen quitado armamento, entre otros, revólveres Luger.

Se le nubla el semblante y sacude la cabeza, desesperado.

– ¿Te das cuenta del lío en que nos metemos? Es imposible que podamos sacar nada en limpio.

– ¿Por qué?

– No debemos olvidarnos del episodio de Meligalás, donde la resistencia de izquierdas asestó un buen golpe a los escuadrones de seguridad. ¿Quién te asegura que no los desarmaron antes de que los diezmaran? ¿Y quién te asegura que ese armamento lo entregasen posteriormente en Varkiza?

Guikas es duro de roer, igual que el rompecabezas con que nos enfrentamos.

– ¿No podemos buscar en otra parte? -le pregunto, aunque conozco la respuesta.

– No. Los archivos de la policía se quemaron en Keratsí, en un intento de reconciliación, ¿lo has olvidado? No se quemaron simbólicamente, se quemaron de verdad, y no quedaron copias.

Me acuerdo de Zisis.

– A pesar de todo, existe una posibilidad…

– ¿Cuál?

– Las solicitudes para la concesión de jubilaciones a los que lucharon en la Resistencia. Allí seguro que constan sus historiales.

– Buena idea -me dice, y se le ilumina la cara-, pondré inmediatamente a algunos hombres a rebuscar entre los archivos. ¿No nos dijo ayer el ministro que nos daría toda la ayuda que necesitásemos? Pues ahora es el momento de demostrar que no son sólo palabras.

– ¿Y respecto a los escuadrones de seguridad?

Abre los brazos en señal de impotencia.

– Aquí el asunto se complica. Cuando después de la guerra, muchos de ellos fueron enrolados por los ingleses en los cuerpos de seguridad, su anterior colaboración con los alemanes fue borrada escrupulosamente de los archivos. Hoy en día, nadie sabe a ciencia cierta cuántos eran. -Hace una breve pausa y añade como si fuese una frase brillante-: Sin embargo, yo conozco a uno, que, por otro lado, tú también conoces.

– ¿A quién? -le pregunto, muerto de curiosidad.

– A Kostarás.

Estoy en un tris de gritar: «¡Ah, el torturador de Zisis!», pero consigo morderme la lengua. Ni siquiera en nuestros días es agradable hablar de torturadores.

– Lo recuerdo, sí. Yo acababa de entrar en la policía y me encargaba de vigilar a los presos.

Guikas se echa a reír.

– Y cuando le llevabais a los presos, me apuesto algo a que os obligaba a sentaros y a contemplar cómo los torturaba, para que aprendieseis.

– ¿Aún vive? -le pregunto, para centrarnos en el tema, pero también para rehuir esa desagradable conversación.

– Por lo que sé, sí. Al menos, hasta hace poco, aún vivía. Como sabes, fue de los que licenciaron inmediatamente después de la caída de los coroneles. Entretanto también murió su mujer. Hijos no tenía, de modo que acabó en un geriátrico. Si quieres, puedo averiguar el nombre del centro y la dirección.