No me apetece nada volver a ver la cara de Kostarás, y no creo que saque nada en limpio. Al fin y al cabo, ya lo humillaron bastante por haber colaborado con la dictadura. No creo que se enorgullezca ahora de haber colaborado con los alemanes en los escuadrones durante la Ocupación. Por otro lado, me guste o no, es la única pista de que dispongo.
– Sí, quisiera hablar con él.
Bajo directamente al aparcamiento para coger el Mirafiori e ir a Radio Time, la emisora donde trabajaba lannakaki. La emisora está en Guéraka, en la calle Irakliu, y aparco enfrente. La chica de la recepción reacciona con un «Imagino que viene usted por el asunto de Jará lannakaki» cuando oye mi nombre y mi graduación. «Tendría que hablar con nuestro director, el señor Lukanidis.»
Me hace esperar mientras realiza un par de llamadas; después me encuentro delante de un hombre de unos treinta años, con el pelo corto, camisa fina de color rosa y vaqueros blancos. Lo mejor que tiene es la sonrisa, amable y cordial.
– Siéntese, señor comisario -me dice, mostrándome la única silla que hay delante de su mesa.
– No le molestaré mucho rato. Quisiera sólo aclarar algunos puntos oscuros de mi investigación. ¿Tenía usted la impresión de que Jará lannakaki estuviese intranquila o que algo le preocupase últimamente?
Su respuesta es inmediata y categórica:
– No, en absoluto. Además, le puedo asegurar que nunca me ocultaba nada. Jará y yo llegamos a la emisora más o menos en la misma época, y como al principio queríamos conocer a la gente, pronto entablamos amistad. Casi todos los días, antes de irse, pasaba por mi despacho y me saludaba. Y no, no había notado ningún cambio en ella.
– ¿Le comentó, tal vez, si alguien la seguía últimamente?
– Le repito que no. Pero quizá debería preguntárselo a Kléarjos, el ingeniero de sonido. Él la veía más a menudo que yo.
Descuelga el teléfono para preguntar si Kléarjos está en la emisora. Por suerte para mí, está, y le dice que venga cuando termine su programa.
– ¡Qué caso más enrevesado, el de este loco! -me dice Lukanidis mientras esperamos-. Es cierto que, principalmente, ataca a las cadenas de televisión, pero también a nosotros nos perjudica.
– Sí, pero las televisiones no han querido detener su publicidad hasta que detengamos al maniaco. Al contrario, aún le provocan más, hasta el punto de pasar anuncios durante el programa dedicado a él.
Se inclina hacia mí y acerca su rostro, seguramente para dar relevancia a lo que me quiere decir:
– Comisario, no tienen otra alternativa. Créame, si dejasen de emitir anuncios durante dos semanas, se hundirían. Tome como ejemplo el programa de Jará. Su sueldo salía de los cortes publicitarios que hacía en su programa. El resto de pequeños anuncios llenaban la caja de la emisora. Si Jará hubiese perdido la publicidad, la emisora habría dejado de emitir el programa, porque con el resto de ingresos no alcanzaba para pagarle el sueldo. Habría perdido dinero. ¡Y le estoy hablando de un programa de radio! Así pues, ¡imagínese qué pasaría con los de televisión!
Nuestra charla se interrumpe porque aparece Kléarjos. Le hago las mismas preguntas que le he hecho al director, y recibo las mismas respuestas. No consigo nada nuevo y hago una última pregunta, con la esperanza de quien lanza una red vacía para recogerla llena:
– ¿Sabe si últimamente había algún hombre en su vida? ¿Le comentó si había conocido a alguien?
– No, comisario. Y me parece improbable que tuviese o quisiese poner otro hombre en su vida.
– ¿Por qué? Que yo sepa, no estaba casada.
– No, pero el que era su compañero se mató hará un año en un accidente de tráfico, y desde entonces Jará no tuvo ojos para ningún otro hombre.
Esta puerta también se me ha cerrado. Y Kléarjos vuelve a su trabajo.
– Señor Lukanidis, tengo una última pregunta para hacerle, y después no le molestaré más.
– Por favor, pregunte cuanto quiera. Yo también quiero que atrapen al asesino de Jará.
– ¿La emisora tiene vigilantes de seguridad?
– ¡Naturalmente! Aunque no tanto por cuestiones de seguridad como por moda -añade entre risas.
– ¿Recuerda si entre la gente de seguridad que ha pasado por aquí había alguno corpulento, con aspecto de culturista?
Se encoge de hombros y levanta los brazos:
– Si quiere que le diga la verdad, ni me fijo. Llamaré a Zanasis, el enclenque que ahora nos protege, a ver si sabe algo.
El enclenque entra en el despacho con desenvoltura, me alarga la mano y me saluda con un:
– Mucho gusto, compañero.
Lo miro intentando conservar la calma:
– ¿Tú y yo somos compañeros, y no lo sabía? -le pregunto como si hiciese el gran descubrimiento.
– ¡Claro! Ambos nos ocupamos de la seguridad de los ciudadanos.
– Sí, pero con una pequeña diferencia.
– ¿Cuál?
– Que yo puedo agarrarte del cuello ahora mismo y llevarte al calabozo de comisaría, y tú no.
Lo piensa un poco, ve mi talante, y traga saliva.
– Eso también es cierto.
– ¿Sabes si algún compañero tuyo, con aspecto de culturista, ha trabajado en la emisora?
– No, señor comisario -me responde, esta vez con respeto-. Antes había una chica, Eftijía, y hace seis meses la reemplacé yo.
Esta puerta también se me cierra, y decido irme, pero suena mi móvil. Al otro lado del aparato oigo la voz de Guikas:
– El geriátrico donde vive Kostarás se llama La Calma y está en la calle Nikomedia, en Nikea.
Cuelgo, me despido de Lukanidis y me preparo para la siguiente excursión.
Capítulo 38
El trayecto entre Guéraka y El Pireo duraba, antes de que construyesen la autopista de Ática, igual que el viaje de Atenas a Lamia. Ahora se tarda mucho menos, lo mismo que ir de Atenas a Tebas. Un avance, no lo dudo, pero, pese a todo, sigue siendo una odisea.
De Guéraka hasta Stavró el tráfico fluye como el agua de una fuente. La situación comienza a complicarse cuando llegamos a Stavró. Se empiezan a oír los primeros cláxones y, cuando llegamos a la altura de la iglesia de Agia Paraskeví, los cláxones resuenan como campanas, porque los semáforos se han averiado y se ha producido un cuello de botella que inmoviliza a los coches, igual que los pasajeros que esperan el barco el 15 de agosto. Tardo prácticamente tres cuartos de hora en escapar, girando por Jolargú, donde los semáforos vuelven a funcionar. En cualquier rincón de Grecia uno puede ver iglesias y ermitas, pero la ciudad de Atenas sigue en manos de los doce dioses olímpicos, que te castigan a su antojo, aunque no tengas culpa alguna, y te recompensan del mismo modo aunque no les hayas ofrecido nada. A mí me recompensan sin razón aparente, porque de Jolargú en adelante disminuye tanto el número de coches que parece una autopista. En cinco minutos llego al cruce con Vasilisis Sofías.
A todas éstas, es mediodía, la temperatura no puede subir más, y no sé si el calor que hace dentro del coche procede del techo, que está ardiendo, o del motor, que también lo está. Me digo a mí mismo que ahora llega el momento en que me quedo tirado en Panepistimiu y la gente se da un hartón de reír. Sin embargo, mi relación con el Mirafiori es como la relación yerno-suegra. Reniega, murmura, me amenaza, pero al final siempre acaba haciéndome caso. Del mismo modo, ahora también logro llegar a la calle Agiu Kostandinu, torcer a la izquierda por Melandru y alcanzar la avenida del Pireo. De ahí en adelante la situación mejora sensiblemente, y llego a Nikea sin mayores sobresaltos.
La residencia para ancianos La Calma es un edificio de tres plantas construido con los materiales más baratos que uno puede comprar cuando aspira a algo mejor que una barraca. En principio, el edificio iba a tener muchos pisos, pero o se les acabó el dinero, o el constructor se arruinó y detuvieron las obras en el tercero. Cruzo la puerta principal, subo cinco peldaños y entro en un vestíbulo, con un mostrador de fórmica al fondo, que recuerda una antigua portería. En un rótulo dice «recepción», pero nadie me recibe. Le pregunto a una mujer de unos cuarenta años, vestida de enfermera, que acierta a pasar por allí, pero me corta después de mi «Por favor…».