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– Espere, ahora vendrá la chica.

Aguardo cinco minutos más, hasta que oigo voces en la primera planta, y decido subir.

En el arranque de la escalera me topo con dos enfermeras, una cincuentona y gorda y la otra con la mitad de años y kilos que la primera; preparan el carrito de las medicinas mientras hablan del noviazgo de una de ellas…, lógicamente de la segunda.

– Perdonen, ¿dónde puedo encontrar al señor Stazis Kostarás?

Me miran atónitas.

– Tantos años trabajando aquí, y es la primera vez que el viejo gruñón recibe visitas -comenta la gorda.

Ahora soy yo quien se sorprende al oír cómo dos enfermeras llaman «viejo gruñón» a un interno de la residencia. La más joven ve mi sorpresa y siente la necesidad de darme una explicación:

– No se extrañe de que le llamemos así. Es insoportable, créame. Anteayer le propinó una paliza a la pobre señora Luida con su bastón. La pobrecita todavía no puede levantarse de la cama. Después de una batalla en toda regla, logramos encerrarlo en su habitación. A la compañera que fue a ponerle una inyección para tranquilizarlo, le mordió en el brazo tan fuerte que le hizo sangrar.

No tiene sentido que les explique que yo le conocí cuando era mucho más joven y mucho peor. Me limito a presentar mis credenciales:

– Me llamo Jaritos. Soy comisario y no he venido a hacer una visita de cortesía.

– ¡No me diga que lo encerrarán en la cárcel y nos lo quitaremos de encima! -exclama esperanzada la más joven.

– Por desgracia, no.

– Venga, le enseñaré dónde suele sentarse -me dice la gorda.

Me conduce por un pasillo hasta llegar a una cristalera detrás de la cual se abre una sala con mesas y sofás, una especie de cafetería. En uno de los sofás está sentado un viejo encorvado. En una mano sostiene un bastón con fuerza, mientras la otra reposa a su lado en el sofá. Tiene una barba canosa de tres días. El escaso pelo que le queda en la coronilla parece una cresta de gallo.

– No crea que es un viejo indefenso -me dice la enfermera gordita-. No sabe usted con qué destreza maneja el bastón: parece un samurai.

Se me antoja increíble que ese viejo indefenso sea Kostarás, el terror de la Junta Militar.

– Señor Kostarás… -le llamo amablemente, acercándome a él.

Alza los ojos, que tenía fijos en el suelo, y en su mirada lo reconozco.

– Eres el único, aparte de mí, que recuerda mi nombre -me dice cansado-. Los viejos compañeros me han borrado de su memoria, y estos de aquí me llaman «viejo gruñón».

– El primer destino que me asignaron fue de vigilante en la prisión de Bubulinas. Le recuerdo de allí. Yo le llevaba a los detenidos para ser interrogados.

Un destello cruza sus ojos, y me mira inquisitivo.

– ¿Aprendiste algo? Recuerdo que a los jóvenes os obligaba a asistir a los interrogatorios para que aprendieseis. ¿Aprendiste algo?

– Hoy ya no interrogamos como lo hacía usted.

– Ya lo sé. Por eso estoy aquí -responde con sequedad.

La enfermera joven que pronto se casará entra empujando el carrito de los medicamentos.

– Es la hora de tomar su medicina, señor Kostarás.

Entonces comprendo lo que me había dicho la gorda. Kostarás levanta el bastón, con una agilidad admirable para sus años, lo utiliza como una lanza y detiene el avance del carrito que se aproxima.

– ¡Largo de aquí! -le grita a la enfermera, como si fuese una orden.

– Pero ha de tomarse la medicina.

Con la misma sorprendente velocidad, Kostarás coloca el bastón bajo la base del carrito y empieza a sacudirlo con fuerza. Los medicamentos saltan por los aires y acaban en el suelo.

– ¡Con razón te llaman viejo gruñón! -exclama la enfermera, fuera de sus casillas, mientras aparta el carrito y se va.

La risa de Kostarás resuena rítmicamente en su pecho.

– Me dan pastillas que me provocan somnolencia, para tenerme siempre atontado y poder estar ellas tranquilas. Pero aún me quedan fuerzas para aplicar un tercer grado a tres comunistas juntos.

No sé por qué, tal vez por indignación, tal vez porque hace tantos años que lo llevo dentro, pero de súbito le digo:

– Yo le llevaba a Zisis para que le interrogaran. ¿Se acuerda de Zisis?

No contesta de inmediato. Parece devanarse los sesos intentando recordar. Después dice, lentamente:

– ¿Si me acuerdo de él?… Fue el único al que no logré doblegar. Hiciese lo que le hiciese, él no soltaba prenda. No abrió la boca ni una sola vez.

– ¿Que no abrió la boca? ¡Gritaba y aullaba de dolor!

Me lanza una mirada llena de desprecio.

– No aprendiste nada. No gritaba de dolor. Gritaba para darse ánimos y resistir. -Segundos después, añade-: Era inquebrantable, te lo repito. Si no lo hubiera detestado tanto, le hubiese invitado a tomar café.

En lugar de la joven enfermera, que ha claudicado ante el viejo, llega la artillería pesada.

– ¿Qué me dicen? ¿No queremos tomarnos la medicina? -le espeta la gorda mientras recoge las medicinas del suelo y las devuelve al carrito.

Kostarás la mira con odio.

– A ti te voy a meter yo en un barril de agua fría y te dejaré en remojo cinco o seis horas hasta que te arrugues.

– ¿Te parece que quepo en un barril? Tendrás que esperar a que primero pierda unos cuantos kilos -le replica con calma la enfermera mientras extrae una pastilla de un vasito.

– Hay una manera más fácil. Te subiré al terrado, te llevaré hasta el borde, y te iré empujando hasta que me jures que no volverás con la medicina. -Se vuelve hacia mí riendo satisfecho-. Cuando hacía esto en Bubulinas, siempre funcionaba. Algunos tenían vértigo y me rogaban que no los llevase hasta el borde, y yo ordenaba a mis chicos que los dejaran casi colgando en el vacío.

Mientras Kostarás ríe, ufano, la gorda se le echa encima; con una mano le sujeta la barbilla, obligándole a abrir la boca, y con la otra le introduce la pastilla hasta el fondo de la garganta.

– Yo ya he cumplido con mi obligación -le dice manteniéndole la boca cerrada-. Que te la tragues con agua o sin ella, o que la escupas, me importa un rábano. Yo he hecho mi trabajo.

Suelta a Kostarás, empuja el carrito y se aleja. Kostarás se ahoga e intenta respirar. Temo que le dé un pasmo antes de poder preguntarle lo que me interesa. Sobre una mesita veo una jarra y un vaso. Lleno el vaso de agua y le doy de beber. Al principio la escupe por culpa de la tos, pero al final, después de varios intentos, logra bebérsela. Empieza a recuperarse, pero aún le falta el aliento.

– ¡No pueden tratar así a Kostarás, joder! -jadea-. Tú, que me has sobrevivido, lo sabes. Algunos del Frente Nacional de Liberación y los del ELAS preferían que los fusilaran antes que caer en mis manos. He visto comunistas suplicándome de rodillas que les matase. ¡No pueden tratar así a Kostarás!

Se le saltan las lágrimas, pero a mí lo único que me preocupa es que se amodorre y no consiga arrancarle la información que preciso.

– A propósito de la guerra… Usted, antes de entrar en la policía, pasó por los escuadrones de seguridad, ¿no es cierto, señor Kostarás?

De repente, cuando parecía que ya no iba a levantar cabeza, se reincorpora y, como por arte de magia, se le secan las lágrimas.