– ¿Qué interés tienes tú en los escuadrones de seguridad? -me pregunta con suspicacia.
– Yo personalmente ninguno, pero anda suelto un asesino que mata con una Luger de la guerra.
– ¡Gran pistola, la Luger! -comenta casi soñando despierto-. Se empuñaba de una manera extraordinaria. Y aquel cañón alargado…, ¡y de un tiro te dejaba seco!
Intento aprovechar su entusiasmo, porque sé que en breve le dará un ataque de furia o se caerá de sueño.
– El asesino es joven, pero es muy posible que la pistola se la haya dado alguien mayor, porque ya no quedan Luger de aquella época. Sabemos que los alemanes armaron a los escuadrones de seguridad con esas pistolas.
Se incorpora de un brinco.
– ¡Ya no existen los escuadrones de seguridad! -se exalta-. Los comunistas del ELAS se nos cepillaron en Merigalás. Sólo sobrevivimos otro y yo, porque quedamos bajo un montón de muertos y no se percataron de que estábamos vivos. -Lo ha soltado todo de corrido y se ha quedado sin resuello.
– Eso mismo decía yo. Algunos de los que sobrevivieron tal vez se quedaran con sus pistolas.
Se inclina hacia mí y me dice en tono confidenciaclass="underline"
– Yo me la guardé. Naturalmente, no la tengo aquí conmigo, no soy tan estúpido. La puse a buen recaudo -sonríe lleno de satisfacción.
¿Es posible que Kostarás sea el cómplice?, me pregunto. No debería descartarlo, pero no lo creo muy probable. Por un lado, porque su estado de salud no le da mucho margen; por otro, porque si fuese él, no me habría confesado que tiene una Luger escondida.
– Señor Kostarás, ¿es posible que otros también la hubiesen escondido, como usted -le digo con un respeto premeditado, pues sé que siempre le ha hecho sentirse importante-, y que se la hayan prestado al joven asesino? Por eso he venido a verle a usted, que es un policía importante.
– ¿Y ese asesino mata comunistas?
– No, mata publicistas y modelos que salen en los anuncios.
Vuelve a incorporarse.
– ¡Largo de aquí! -me grita-. ¡Los escuadrones de seguridad estaban formados por patriotas, no por asesinos! Nunca matamos a griegos inocentes.
– No los mata él, señor Kostarás, sino un joven. No podemos descartar que éste le haya robado el arma. Por eso le buscamos.
En lugar de responder, levanta su bastón y se despierta el samurai que lleva dentro.
Cuando salgo del geriátrico suena el móvil.
– ¿Tienes tiempo para tomar un café? -me pregunta Katerina.
– Hija mía, me vienes como anillo al dedo. Acabo de salir de un encuentro estremecedor, y necesito tomarme un respiro.
– ¿Dónde estás ahora?
– En Nikea.
– Perfecto. Gira por la calle Pireá hasta la plaza Agíon Asomaton. Te espero en la cafetería que hay en la esquina con Ermú.
De repente, me pica la curiosidad.
– ¿Ocurre algo? -le pregunto.
– Sí, pero no es nada malo -me responde, y cuelga.
Capítulo 39
Katerina me espera en la cafetería que está situada un poco más arriba de la plaza Agíon Asomaton, mirando hacia Zisíon. Delante tiene un café frapé con una pajita. Cuando me ve, se levanta y me da un beso en la mejilla. Respiro aliviado, pues se la ve risueña y de buen humor. Sé que soy un exagerado, pero últimamente las he pasado canutas y me temo siempre lo peor.
Apenas me he sentado, se presenta un camarero, rapado al cero y con un pendiente de plata en la aleta derecha de la nariz, para preguntarme qué quiero. Le pido un café griego, dulce. Ni se toma la molestia de decirme que no preparan ese café, porque lo considera una estupidez:
– Frapé, expreso, americano, capuchino y capuchino frío -enumera con indiferencia.
Le pido un expreso, odio los cafés con hielo.
– Tu idea de tomar un café me ha salvado la vida -le digo a Katerina riendo-. De veras que lo necesitaba.
– Por la mañana en Nea Filadelfia, por la tarde en Agíon Asomaton… Al final, esto de salir tú y yo como si fuésemos amigos del alma se convertirá en una costumbre.
– Tienes razón, aunque creo que eso de amigos del alma es un poco exagerado; pero amigos sí que somos.
– Por eso quería verte, para decirte qué pienso hacer con mi futuro. Mamá y Fanis lo sabrán el sábado, ese día comemos todos juntos, pero quería que fueses el primero en saberlo.
– ¿Y por qué yo el primero?
Antes que Adrianí, tal vez sí, pero ¿también antes que Fanis?
Normalmente eso me hubiera llenado de orgullo, pero me come la curiosidad y no estoy para nada más.
– Siempre lo he hecho así, y hoy también quiero hacerlo. Tú fuiste el primero en saber que quería estudiar Derecho, y después que quería hacer el doctorado. -Ahora que lo recuerdo, tiene razón, pero las otras veces no me había impresionado en exceso-. ¡No me digas que no te habías dado cuenta! -me dice al comprender que estoy dándole vueltas a todo eso.
– Sí, me había dado cuenta, pero le daba una explicación distinta.
– ¿Cuál?
– Lo hablabas antes conmigo porque era yo quien pagaba tus estudios.
– No, no lo hacía porque pagaras tú, sino porque quería saber tu opinión.
Nuestra conversación es distendida, como sucede en las situaciones que tienen un final feliz y que sabes que no te volverás a encontrar en el camino.
– Me alegra saber, aunque sea con retraso, que contaba más mi opinión que mi sueldo. Aunque hoy no me habría importado que lo hubieses hablado antes con Fanis.
– ¡Vaya por Dios! ¿Tú también? -me dice riendo.
– ¿A qué te refieres?
– Actúas como mamá, que se cree que ya estoy casada. -Enseguida cambia de tono-. Bien, centrémonos en lo que importa. Hoy he ido al Ministerio de Justicia y he preguntado qué documentos se necesitan para presentarse a las oposiciones.
– ¿Y la universidad?
– No tan deprisa, cada cosa a su tiempo. He encontrado un buen bufete para hacer las prácticas.
– ¿Y la universidad? -insisto. Qué extraño: en cierto modo, me había hecho a la idea de que quería trabajar en la universidad, y ahora me cuesta descartarla.
– He estado pensando en eso, y he llegado a la conclusión de que no estoy hecha para eso. Tal vez me lo creí un poco, por haber dado unas cuantas clases, pero no va con mi carácter. No me va ni la enseñanza, ni la teoría, ni la investigación. Este círculo se ha cerrado con el doctorado. Sin embargo, hay algo más que deberías saber.
– ¿De qué se trata?
– No me presentaré a juez, sino a fiscal. Cuando termine las prácticas, me presentaré a las oposiciones a fiscal del Estado.
Recuerdo sus argumentos cuando hablábamos de la carrera judicial.
– Katerina, fuiste tú quien me dijo lo difícil que lo tenían las mujeres para ascender en la judicatura. En la fiscalía aún es más difícil.
– Tal vez tengas razón, pero es lo que más me gusta, y lucharé para conseguirlo. Al fin y al cabo, espero que las cosas hayan cambiado cuando me toque concursar para una plaza.
– Y yo ya me habré jubilado -le digo riendo-. De todos modos, no deberíamos haber pedido café. ¡Esto habría que celebrarlo!
– Ya lo celebraremos el sábado todos juntos. No lo quieras todo para ti. -Y me da un segundo beso en la mejilla.
De repente se me enciende una luz, pero quiero que me lo aclare más:
– ¿Te ha ayudado Zisis a tomar esta decisión? -le pregunto.
– Me ha ayudado la situación que he vivido -me responde sin titubear un segundo-. He puesto las cartas sobre la mesa, lo he meditado con calma, y he visto que mis prioridades habían cambiado. Zisis me ha ayudado en otro aspecto, no en el profesional.