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Me alegra oírlo, porque por más simpatía que sienta por Zisis, que decida sobre el futuro de mi hija me parece excesivo. Voy a pedir un segundo expreso para regodearme unos minutos más en mi alegría, pero el móvil me obliga a echar el freno de mano. Pulso el botón y oigo a Guikas.

– ¡Han asesinado a otro! -me comunica sin más preámbulos.

Parece que sea mi sino: cada cosa buena que me ocurre se contrarresta con un tropezón.

– ¿De quién se trata? -pregunto estoicamente, porque ya me lo esperaba.

– De Alibrandis, el director del departamento de publicidad de la cadena de televisión Mediastar.

– ¿También en la calle?

– No, en su casa. Volvía del trabajo y entraba en el aparcamiento a dejar el coche. Parece que el asesino estaba esperándole, porque ha salido de entre los coches, ha efectuado dos disparos y lo ha enviado al otro barrio.

– ¿También en moto?

– Todavía no lo han confirmado. Alibrandis vivía en la calle Stratigú Daglí, en Jolargú, cerca de la plaza Papaflessa. He enviado de inmediato una patrulla de la comisaría de la zona. Y a Vlasópulos con Dermitzakis. Ya están allí esperándote.

– ¿Qué sucede? -me pregunta con serenidad Katerina cuando corto la comunicación.

– Han asesinado al director del departamento de publicidad de una cadena de televisión.

– Pero… ¿qué clase de hombre es ese asesino, un fantasma ubicuo?

– ¡Peor! ¡Una pesadilla! -contesto mientras me levanto para ir a pagar, pero no me deja.

– Vete, ya pagaré yo.

Subo al Mirafiori, que tengo aparcado detrás de la estación de autobuses de línea, y tomo por Ermú en dirección a Sintagma.

Capítulo 40

Llego el último y empapado en sudor, en sentido literal y metafórico, y encuentro a todo el mundo enfrascado en su trabajo. Todavía no han cubierto el cadáver, que está en las expertas manos de Stavrópulos. Alibrandis está boca abajo, con la cabeza ladeada en dirección a la entrada del edificio. Conducía un BMW y la puerta del conductor ha quedado abierta.

Para gran sorpresa mía, también Guikas se halla en el lugar del crimen. No me gusta nada, porque es la primera vez, después de tantos años trabajando juntos, que veo algo así. Es de lo poco bueno que tiene: me deja hacer mi trabajo sin tenerlo pegado a mis talones. Ve que le miro con cara larga y siente la necesidad de darme una explicación:

– Un pajarito me ha dicho que el ministro aparecería por aquí y quería demostrarle que nos tomamos la investigación muy en serio y que todos trabajamos en la misma dirección. Si no, le creo capaz de asumir personalmente la investigación, y acabaríamos tirándonos de los pelos.

Se aleja un poco, para dejarme hacer mi trabajo, y se dedica a pasearse sin un objetivo concreto entre Stavrópulos, la policía científica, mis ayudantes y yo. En el despacho le gusta hacerse el protagonista, pero aquí se siente cohibido y es consciente de ello.

– ¿Por qué no se sienta en el coche patrulla? Estará más cómodo -le digo cuando vuelve a pasar cerca de mí.

– Ya te lo he dicho, es posible que aparezca el jefazo.

– Si fuese a aparecer por aquí, se le habrían adelantado los periodistas, de modo que lo sabríamos.

– Tienes razón -me dice.

Algo he aprendido a lo largo de todos estos años a su lado.

Stavrópulos ha terminado con el cadáver y hace una seña a los camilleros para que se hagan cargo de él.

– ¿Qué quieres saber? En realidad, no hay nada que no sepas -me dice asqueado, mientras se quita los guantes.

– ¿El arma?

– La misma. La hora del crimen también la conoces.

– Lo único que no conozco es al asesino.

– En eso no te puedo ayudar -empieza a recoger sus cosas-. Mañana te enviaré el informe, por si quieres leer los detalles técnicos, que no creo que te interesen.

Se despide con un gesto y se dirige a su coche. Veo que Dermitzakis sale del inmueble y se acerca a mí a grandes zancadas.

– ¿Habéis localizado a su mujer? -le pregunto.

– Por lo que hemos averiguado, estaba separado. Su mujer era norteamericana y se volvió a su país.

– ¿Y los padres?

– Viven, pero un pelín lejos… ¡En la isla de Samos! -exclama, y me mira como si hubiese soltado un buen chiste. Me dan ganas de abofetearlo, porque no es momento para bromitas, pero me limito a un escueto «continúa».

– Tenemos un testigo ocular.

– ¡Haberlo dicho antes! ¿Crees que estamos en un concurso de la tele y he de adivinar la respuesta para llevarme el premio? -Se da cuenta de que ha metido la pata y me mira sin saber qué decir-. ¿Quién es el testigo?

– Es una mujer. La señora Karasawa. Vive en el primero.

– Vamos.

La ambulancia se pone en marcha lentamente llevándose a Alibrandis. Veo que Guikas sigue sentado en el coche patrulla. Por su expresión, está claro que se aburre como una ostra y decido enviarlo a su casa. Sentarse allí sin hacer nada, mientras todo el mundo a su alrededor está ajetreado, no sólo es aburrido, sino también humillante.

– No veo al ministro en el horizonte, por eso le decía que se fuera a casa -le comento-. Cuando terminemos, le llamaré para darle detalles.

– Te equivocas. Viene hacia aquí con toda una escolta de medios de comunicación.

Nos miramos y sobran los comentarios.

– Voy a hablar con una testigo presencial.

– ¿Ha visto al asesino?

– Se lo diré cuando la haya interrogado, pero me parece bastante improbable. Estoy seguro de que llevaba el casco.

– No le digas nada al ministro sobre la testigo. Le creo capaz de interrogarla él mismo para lucirse delante de los periodistas.

Me pregunto cuánto durará mi luna de miel con Guikas, que empezó con el secuestro del barco y que prosigue sin interrupciones. A decir verdad, me siento un poco incómodo: sí, de acuerdo, siempre hemos estado en el mismo bando, bajo el amplísimo paraguas de la ley y el orden, pero aliados no lo habíamos sido nunca hasta hoy. Por otro lado, tampoco me hago ilusiones: nuestra alianza es temporal y se debe a los sucesivos tortazos que últimamente le han ido cayendo. Que se excluyera a la policía de la operación de asalto a El Greco, más el hecho de que, por primera vez, tiene por encima de él un ministro al que no soporta, son motivos suficientes para que un hombre se rinda. Con todos los ministros que han desfilado hasta ahora, Guikas ha encontrado la manera de entenderse. Al único que no puede manejar es al actual, y no porque sea incorruptible y superior, sino porque es tan bobo que ni Guikas es capaz de sacar provecho de él.

La señora Karasawa nos abre la puerta. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años, vestida con elegancia pero sin exagerar, muy maquillada pero sin exagerar, y amable, pero también sin exagerar.

– Volvía del supermercado cuando he oído los disparos -nos dice mientras nos guía hasta el comedor.

– ¿Cuántos disparos oyó, señora Karasawa?

– ¿Me lo pregunta en serio, comisario? Casi me muero del susto, ¿y pretende que contara los disparos? He seguido caminando tan rápido como he podido, porque llevaba dos bolsas repletas y me resultaba imposible correr. Cuando he llegado a la entrada del aparcamiento, ha tropezado conmigo. Me ha empujado con tanta fuerza que se me han caído las bolsas y he tenido que sujetarme a la reja de la entrada. He visto al señor Alibrandis tendido en el suelo y he ido corriendo a llamar a la policía.

– ¿Le ha visto la cara al criminal? -Estoy seguro de que no se la ha visto, pero por si las moscas, me cercioro…

– No, llevaba casco.

– ¿Podría describirlo? Aparte de la cara, me refiero.

– Era alto y fornido.

– ¿Fornido? ¿Hasta qué punto?