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– Vaya y mida la puerta de entrada del aparcamiento. La ocupaba toda.

– Una descripción muy precisa. ¿Y la altura?

– Yo mido metro sesenta y cinco. Y tengo la impresión de que medía casi dos metros.

– ¿Cómo iba vestido?

– Completamente de negro, como un cuervo. Incluso el casco era negro.

– ¿Por casualidad, ha visto qué ha hecho al salir del aparcamiento? ¿Ha apretado a correr? ¿Tenía un coche aparcado cerca…, una moto…?

– Enfrente tenía una Vespa, se ha subido y ha huido.

– ¿Está segura de que era una Vespa?

– Sí, mi hija tiene una igual, de color azul celeste. La de él era de un color entre rojo y granate. No estoy segura.

Pienso si me queda algo por preguntar, pero no se me ocurre nada más. Los testigos como ella son precisos, no hablan por hablar y no quieren impresionarte. Cuando Dermitzakis y yo estamos a punto de irnos, oímos en la calle un ruido de coches que llegan precipitadamente.

– ¿Qué ocurre ahí fuera? -se alarma la señora Karasawa. Y sale al balcón.

La imito, aunque sé de qué se trata. La limusina negra del ministro se ha detenido al lado del coche patrulla donde estaba Guikas. Al ministro le sigue una división motorizada de camionetas, furgonetas y jeeps, el transporte que utiliza el rebaño de los medios de comunicación. El ministro habla con Guikas de pie, entre la limusina y el coche patrulla. Guikas le señala el aparcamiento, situado a la altura de la calle, delante del edificio, y después sigue caminando junto a él, probablemente para hacerle de guía, intentando mantener a distancia al rebaño de periodistas.

– ¡Por favor, la prensa no, sólo el señor ministro! -grita cuando llegan a la entrada del aparcamiento.

– ¡Deje, deje, no estorban en absoluto! -interviene el ministro, y el rebaño de medios se lanza en su persecución. Afortunadamente, los de la Científica han llegado antes, me digo a mí mismo. Ni que decir tiene que, si se les ha pasado por alto algún detalle, no merecerá la pena volver. Habrán arrasado con todo.

– ¿No es el ministro del Interior? -me pregunta la señora Karasawa.

– En efecto.

– ¿Y qué ha venido a hacer aquí?

– A informarse in situ.

– ¡Ahora sí que estamos apañados! -comenta con desprecio-. ¡Aquí matan a la gente y él, hala, a salir por la tele!

La hostilidad hacia el ministro ayuda a Guikas: es la primera vez que se encuentra tan cerca del sentimiento popular. Bajo las escaleras y salgo al aparcamiento.

– Envía un aviso a todas las comisarías -le digo a Dermitzakis-. Buscamos una Vespa de color rojo o granate. Lo más probable es que la haya abandonado en algún punto entre Jolargú y Agia Paraskeví, pero no hay que descartar otras zonas.

Cuando salgo del inmueble, veo al ministro esperando pacientemente a que los medios de comunicación estén listos para grabar sus declaraciones con el aparcamiento de fondo. Guikas se separa de él y se acerca a donde estoy yo. Posiblemente el ministro no quiere compartir con nadie su aparición televisiva, y Guikas no quiere subrayar con su presencia las eventuales pifias.

– Esta tarde tenemos que lamentar una nueva víctima del maniaco asesino que tiene en su punto de mira al mundo de la publicidad. Quiero expresar mis condolencias más profundas a la familia de la desgraciada víctima. Asimismo, deseo poner de manifiesto que los miembros de la policía están haciendo todo lo posible para poner fin a estos asesinatos. Declaro explícitamente que estoy decidido a desplegar más fuerzas de seguridad para su persecución y que a partir de mañana la policía comenzará una implacable caza y captura del asesino.

– ¿Cómo quiere que lo persigamos, si no sabemos quién es? -me pregunto, más que nada a mí mismo.

– ¿Y tú te lo crees? -me pregunta irónicamente Guikas.

– ¿Está satisfecho del trabajo que ha realizado la policía hasta ahora? -pregunta desde el fondo algún periodista.

– Como ya he dicho, la policía está realizando esfuerzos sobrehumanos y creo que se han producido progresos importantes. Sin embargo, si es necesaria otra intervención para dar el toque de gracia, no dudaremos en dar luz verde.

– ¿Qué hago? ¿Voy y le arrojo a la cara mi dimisión? -me pregunta Guikas fuera de sus casillas.

Convencido de que no tiene intención de hacerlo, le manifiesto mi apoyo:

– No merece la pena que dimita por culpa de alguien que dentro de seis meses volverá a su escaño parlamentario.

– ¡Que Dios te oiga! -murmura, quitándose un peso de encima.

El ministro sube al coche y se va sin despedirse. No sabemos si lo ha hecho así porque es un maleducado o para expresarnos su silencioso reproche.

– El asesino ha huido en una Vespa de color rojo o granate. Ya he dado orden de que la busquen.

– Envía también una foto de una moto igual a la del asesino a los medios de comunicación, que salga en los informativos. Tal vez alguien la haya visto por casualidad. ¡Encontrar una Vespa en Atenas es como buscar una aguja en un pajar!

La idea me parece sensata y le ordeno a Vlasópulos que se encargue de eso. Como no sé qué más puedo hacer, decido recoger los bártulos. Guikas ya se ha ido con el coche patrulla que le había traído hasta aquí.

Son casi las dos de la madrugada cuando llego a casa. Adrianí todavía está despierta y sentada delante de la tele.

– ¿Por qué no te has ido a dormir? -le pregunto.

– Porque te aburre cenar solo y te hubieras ido a la cama con el estómago vacío.

– No tengo hambre, pero un poco de fruta me la comería a gusto.

– Te prepararé un poco de sandía con queso -me dice, y eso me pone de buen humor.

Apago la tele porque no me apetece nada toparme con algún «especial informativo» con el ministro del Interior de protagonista y el aparcamiento de fondo.

Capítulo 41

Al día siguiente por la mañana, al primero que me encuentro frente a mi despacho es a Sotirópulos. Pero sin el rebaño de periodistas que le va siempre detrás, sino solo, serio y con cara de pocos amigos. Intercambiamos los buenos días, yo normal, él algo frío, y entramos en mi despacho.

– ¿Cuándo pensáis detenerle? -me suelta cuando todavía no nos hemos ni sentado.

– ¿A quién? -No me hago el loco, sencillamente no me esperaba que me preguntara eso.

– Al maniaco, ¿a quién si no?

– No lo sé -le digo con absoluta sinceridad-. Es como un fantasma, sin nombre, sin rostro, que dispara y desaparece. Es la primera vez que no te oculto nada, porque no sé nada.

– Y cuando sepas algo, ya habremos cerrado el negocio.

Su tono es violento. No se lo recrimino: cuando las cosas van mal, siempre hay alguien que tiene la culpa, y en este caso soy yo.

– Venga, hombre, no exageres -le consuelo-. Cueste lo que cueste, lo atraparemos.

– ¡No exagero! Ha aparecido él y nos está estrangulando. ¿Sabes que se están preparando despidos? Y no te lo digo sólo por solidaridad con mis compañeros. Soy yo quien corre el riesgo de verse en la calle.

Me echo a reír, porque hay cosas que sólo te las puedes tomar a broma.

– Si me dijeses que tú serás el último en irte y en bajar la persiana, me lo creería.

– ¿Qué te hace pensar que no me despedirán? -me pregunta con el semblante serio.

– ¿Estás de broma? ¡Pero si eres su periodista estrella!

– ¿Has visto últimamente los datos de audiencia de mis programas? Van a la baja.

– En el programa sobre el asesino emitisteis veinte minutos de publicidad. ¿A eso lo llamas tú ir a la baja?

– Fue un programa especial, no cuenta. Me rechazan los programas que propongo. Los anuncios han disminuido a la mitad, y todos me miran de reojo, desde el director hasta el jefe de programación. ¿Sabes cuál ha sido mi último programa de mayor audiencia?