Выбрать главу

– ¡Ni idea! ¡Sólo me faltaría seguir los índices de audiencia!

– La entrevista que le hice a tu mujer. Óyeme bien, Kostas -el adjetivo «comisario» se lo ha tragado la familiaridad que provoca la desesperación-, en mi profesión, quien tiene el sueldo más alto pero no sale adelante es el primero al que echan. Y yo estoy en esta categoría. Para hacer sólo de reportero les salgo caro, y como productor de programas no sirvo. Por eso te digo que tenéis que hacer algo; si no, estamos perdidos. Tal vez hayamos tenido nuestras diferencias, pero hace muchos años que me conoces y no creo que te alegres de verme en la calle.

De repente me doy cuenta de que me dice lo que realmente piensa, sin la menor exageración.

– Créeme, hago lo que puedo, pero necesito un golpe de suerte. Un día u otro me llegará, siempre ocurre así, te lo digo por experiencia.

Se levanta en silencio y se dirige hacia la puerta.

– ¿De verdad tienes miedo de quedarte en el paro? -le pregunto, porque todavía me parece increíble.

Se da media vuelta y me mira.

– Tengo cincuenta años y gano una fortuna. Si tuviese treinta y ganase el sueldo base, no me daría miedo que me echasen. -Abre la puerta para irse pero se lo piensa y se vuelve una vez más-. En realidad, no debería ser así. El piso lo tengo pagado, del coche sólo me quedan dos plazos. Pero eso no cuenta. Somos una generación que empezamos siendo de izquierdas y hemos acabado siendo unos cagados -sentencia, y sale del despacho sin decir ni adiós.

Al final ha conseguido contagiarme su miedo o, para ser exactos, aumentar el mío. Yo no corro peligro de que me despidan, claro está, pero la presión de encontrar al asesino, más la presión psicológica de tener a todo el mundo -desde las empresas de publicidad hasta las cadenas de televisión, desde el ministro a Guikas- esperando que haga algo, me mete más o menos en el mismo saco que a Sotirópulos.

Para huir de mi miedo, decido salir del despacho e ir a Mediastar, la cadena donde trabajaba Alibrandis. Estoy a punto de salir cuando el teléfono me obliga a retroceder. Al otro lado de la línea está Guikas, que me pone al corriente de sopetón.

– ¡Ha enviado una carta!

– ¿Al mismo periódico?

– Sí, al Politía. Te paso con Petrójilos, para que te lo explique.

Espero unos segundos, y después oigo la agradable voz de Petrójilos:

– La alegría va por barrios, comisario. Quien dijo esto debió de ser un profeta que había previsto la globalización del mundo y del libre mercado. -Esperaba que me leyera una carta y, en vez de eso, me suelta toda una lección de economía.

– ¿Por qué dice eso? -le pregunto con desgana.

– Desde el asesinato de Alibrandis, los teléfonos de la redacción no paran, no damos abasto aceptando anuncios. Ahora que vamos a publicar una nueva carta del asesino, tendremos que añadir al menos dieciséis páginas más de anuncios en la próxima edición. Los de diseño gráfico están de enhorabuena, igual que nosotros, mientras que las agencias de publicidad y las televisiones lo tienen negro. Se nos han comido el mercado durante mucho tiempo, y ahora nos toca a nosotros. -Hace una breve pausa, tan corta que no me da margen para interrumpirle, y continúa en tono afligido-: Sin embargo, la muerte de Vasos Alibrandis nos ha afectado mucho. Me puede alegrar que los teléfonos no dejen de sonar, que el periódico ya no pase dificultades económicas, pero por encima de todo soy un ser humano.

No hago ningún comentario y le pido que me lea la carta.

Sería más exacto decir que se trata de una nota, porque sólo me lee unas cuantas líneas.

Parece que os hayáis vuelto locos, pues no me tomáis en serio. Si me tomaseis en serio, no habríais emitido anuncios en el programa dedicado a mí. Lo considero una provocación y os costará caro. La primera campanada ha sido la ejecución de Vasos Alibrandis. Dejad inmediatamente de hacer anuncios, porque desde este momento, cualquiera que tenga relación con la publicidad, desde trabajadores a propietarios de agencias y canales de televisión, está en mi punto de mira. Este es mi último aviso. No habrá otro.

Cuelgo y me voy a la cadena Mediastar. Sus oficinas se encuentran en Melissia, en la calle Alexandrupoleos, y es un trayecto que no me entusiasma. Tal vez, la seguridad de que voy sólo a completar un informe rutinario que no me proporcionará ningún dato nuevo, me hace el camino insoportable.

Fuera, el calor funde las piedras. Llevo todas las ventanillas del coche abiertas, pero no noto en la cara ni una pizca de brisa. Al contrario, el sudor me baja por las sienes. La única razón para comprar un coche nuevo sería por el aire acondicionado. Hace dos años, en un momento de desesperación térmica, fui a un taller para que me instalasen el aire acondicionado en el Mirafiori. El mecánico me miró y me dijo con desprecio:

«Si quieres un ventilador, te lo pongo. Pero de otra cosa, olvídate».

Por culpa de eso he tenido que seguir con la estrategia de la ventanilla abierta y resignarme a los golpes de calor.

La cadena Mediastar se encuentra en un edificio gris de tres plantas. Cemento y vidrio, una construcción moderna, de ésas con cristales ahumados que permiten ver sin ser visto.

El segurata de la puerta no me recibe con el «Mucho gusto, compañero» del otro, sino que se apresura a llevarme al departamento de publicidad, donde me deja en manos de una cuarentona de pelo negro y labios carnosos pintados de rojo intenso.

– ¡Los que van a morir te saludan! -me dice cuando oye mi nombre y mi cargo.

– ¿A ustedes también les han amenazado? -le pregunto mostrando sorpresa.

– No, pero estamos en la lista. Ese tarado se ha propuesto acabar con todos nosotros. Y, entretanto, nuestros jefes… a su bola, como si oyesen llover.

– ¡Deja ya de llamar al mal tiempo, Lukía! -le abronca una rubia gordita que está sentada en el despacho de al lado-. Sólo faltabas tú y tu histeria. ¡Como si no estuviésemos ya destrozadas por la muerte de Vasos!

– Si tienes miedo, búscate otro trabajo -le dice una más joven, de unos veinticinco-. Tú a lo mejor tienes otra fuente de ingresos, pero yo he sudado la gota gorda durante un año para encontrar empleo, y prefiero que me maten que perderlo.

Decido intervenir, porque corro el riesgo de verme envuelto en una discusión personal, y tal como están, con los nervios a flor de piel, no creo ni que complete el informe rutinario.

– ¿Alguna oyó últimamente comentar a Alibrandis si recibía amenazas?

– No. Al menos a nosotras no nos dijo nada. Ni últimamente ni en todo el mes. ¿A ti te comentó algo, Jenny? -pregunta la más joven.

– ¡No! -responde ella con énfasis.

– ¿Y a usted? -le pregunto a la morena de los labios carnosos.

– No -murmura a duras penas.

– Tal vez les dijo que le seguían.

– ¡No! -responden las tres a la vez.

– Vasos estaba como siempre, no había cambiado en absoluto -me aclara la rubia-. Su única preocupación era quedarse sin su porción de la tarta de la publicidad. Se pasaba todo el día al teléfono intentando convencer a clientes y a agencias de que todo seguía igual y que la cadena seguiría emitiendo anuncios.

La última pregunta es la menos tópica y la más sustanciosa:

– ¿Siempre salía de la oficina a la misma hora, o variaba su horario?

– Normalmente se iba entre las seis y las siete -responde Jenny-. A veces se quedaba incluso hasta más tarde. Raramente se iba antes, sólo cuando tenía trabajo fuera del despacho.

Eso significa que el asesino averiguó dónde vivía, localizó su coche, y le esperó para saber a qué hora solía volver a casa. A partir de aquí el asunto era sencillo. Si no lo conseguía a la primera, tendría una segunda o una tercera oportunidad, hasta lograrlo. Deberíamos rastrear la zona. Con un cuerpazo como el suyo, tal vez alguien se fijara en él, aunque dudo que le viese la cara. Seguro que nunca se quitaba el casco. Lo más probable es que diese vueltas a la manzana con la moto, hasta que veía el coche de Alibrandis en el aparcamiento.