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– ¿Por qué no se limitan durante un tiempo a la publicidad en la calle y en los periódicos? -pregunta Guikas.

– Pero ¿qué dice, señor director? -protesta con enfado Galakterós-. Usted no conoce la realidad. No hay modelo que acepte que le fotografíen para anunciarse en los carteles. Están todos muertos de miedo, ni siquiera descuelgan el teléfono.

Hablando de teléfonos, suena el mío. Me levanto de la silla y voy al otro extremo de la sala para poder hablar.

– ¿Dónde está, comisario? -me pregunta Dermitzakis.

– En una reunión.

– ¿Podemos hablar?

– Sí, pero rápido.

– Desde que se ha ido no ha dejado de llamar una tal Ana, peluquera.

Buscaba a alguien con quien desahogarme y Dermitzakis se me pone a tiro.

– No tengo intención de ir a que me afeiten, porque ya lo están haciendo aquí. Ni tampoco pienso hacerme la permanente. Pero ¡cómo puedes ser tan imbécil! -acabo farfullando, atacado de los nervios.

– No la tome conmigo, yo no tengo culpa de nada -me dice en tono de disculpa-. Pero es que esta peluquera llama cada diez minutos y me dice que su hijo ha hecho unas fotos que usted tiene que ver. Ella no puede venir, porque está sola en la peluquería, y me pregunta si usted podría pasar.

Una peluquera insiste en que vea unas fotos que ha hecho su hijo. No recuerdo que últimamente haya visitado ninguna peluquería, de modo que no creo que quiera enseñarme fotografías mías para mi álbum de recuerdos. Quiere que vea otra cosa, algo que considera importante, y en el punto en que me encuentro no puedo despreciar ni la pista más remota.

– ¿Dónde está la peluquería?

– En la calle Grammu, número 11, en Papagos.

– ¿Me das el teléfono?

– Anote, es el 85222640.

– De acuerdo, la llamaré.

Dejo a los otros discutiendo a grito pelado y salgo del despacho haciéndole un gesto a Guikas.

– ¿Podría hablar con Ana, por favor?

– Soy yo.

– Soy el comisario Jaritos.

Se produce una pausa y a continuación oigo la voz ahogada de la peluquera:

– No sé si he hecho bien en llamarle, pero mi hijo hizo unas fotos que podrían interesarle.

– ¿Qué clase de fotos?

– Prefiero no decírselo por teléfono. Iría a su despacho, pero no tengo con quién dejar la peluquería ni al niño.

– De acuerdo, voy enseguida.

Mientras tanto, Guikas ha salido de la reunión y espera a que acabe de hablar.

– ¿Qué sucede? -me pregunta inquieto.

– Una peluquera del barrio de Papagos quiere enseñarme unas fotos que ha hecho su hijo.

– ¿Qué fotos?

– No lo sé, pero sospecho que se trata de la Vespa del asesino. La pregunta es cuándo hizo las fotos: antes de ver la fotografía en la tele o después. Si las hizo después, puede haber fotografiado cualquier Vespa roja que se haya encontrado por la calle.

– Bien, acércate a ver. Al fin y al cabo, aquí sobramos. Esto es una merienda de negros. Si el asesino les viese, se frotaría las manos.

Le digo que le llamaré si se trata de alguna novedad relevante y me voy sin despedirme de los demás, porque no quiero dar explicaciones a nadie, y menos aún al ministro. Tal como están las cosas, sería capaz de invitar a la prensa a la peluquería antes de que yo llegue.

Capítulo 43

El Mirafiori ha estado al sol y parece un horno. Por suerte, la distancia no es mucha. Salgo a Mesogion y desde la avenida Kipru tomo por Papagos. Pregunto a dos quiosqueros dónde está la calle Grammu. El primero no tiene ni idea, el segundo me dice que es la paralela a la avenida Kipru, hacia la derecha, después de la plaza Metaxás. Doy la vuelta a la plaza y la encuentro fácilmente. La peluquería, situada en mitad de la manzana, lleva el nombre inglés de «Annie's Art». Por cierto, ¿por qué las esposas de oficiales retirados de las fuerzas armadas y de los cuerpos de seguridad, entre ellas también la mujer de Guikas, entienden mejor el nombre en inglés que la forma «Peluquería Ana»? Para mí sigue siendo un misterio. En cualquier caso, la peluquería es grande, con seis sillas para las clientas, de las cuales sólo una está vacía cuando entro. Una mujer de unos treinta y cinco años, vestida con sencillez y sin maquillar, está peinando a una cincuentona.

– ¿Ana?

– Sí, soy yo.

– Soy Jaritos, me ha llamado usted -le digo, sin añadir «comisario».

– Ah, sí, espere un momento. Ahora termino.

Me siento en una de las sillas, como si esperara mi turno, mientras Ana retoca el peinado de la cincuentona, que sin duda debe ir directamente de la peluquería a una recepción porque lleva un vestido caro, va perfectamente maquillada y con todos sus abalorios encima. La peluquera atormenta un poco más aún sus cabellos y acaba por fin con el habitual «Lista, señora Kaliopu».

Pero la señora Kaliopu no está dispuesta a levantarse sin que antes Ana le repase todos los cabellos, uno por uno. Estoy a punto de echarla a la fuerza; me caigo de cansancio y tengo prisa por volver a mi casa. Al final, mira el reloj, se pone de pie de un salto y dice: «¡Ay, madre, qué tarde es, me voy, no quiero oír a mi marido!», paga con prisas y sale corriendo, pero antes pide hora para la próxima semana. ¡Ni que estuviésemos en el dentista!

– Lo siento. Es una buena dienta, pero un poco quisquillosa -se disculpa Ana. Recoge los utensilios de cualquier manera y me dice-: Pase.

En la pared, al lado de la última silla, hay una puerta. La abre y me señala una pequeña habitación que da a un patio. Un niño, de entre ocho y diez años, está sentado ante una mesa de fórmica y así, a primera vista, parece que está haciendo los deberes.

– Éste es Iannakis, mi hijo -me presenta la peluquera, con cierto orgullo-. Al salir del colegio viene aquí porque no tengo con quién dejarlo. Tanto mi marido como yo trabajamos. Anteayer fue su cumpleaños y le regalamos una cámara digital. Desde entonces, mi Iannakis la lleva siempre encima y le saca fotos a todo. Ayer hizo lo mismo, cuando volvíamos a casa, a eso de las siete y media. Luego, por la noche, vi en las noticias la Vespa que había utilizado el asesino para cometer su crimen y, de repente, recordé que por el camino habíamos visto una idéntica y, fíjese usted qué casualidad, mi Iannakis, entre otras muchas cosas, también había fotografiado la Vespa y a su conductor.

Todavía no sé hasta qué punto he tenido suerte. En esta investigación me he encontrado tantas veces en un callejón sin salida que me tomo con suma cautela los golpes de fortuna.

– ¿Puedo ver la fotografía?

– Ahora mismo se la enseño.

La cámara está sobre la mesa, donde Iannakis tiene desperdigados sus cuadernos, y la peluquera hace el gesto de cogerla. Sin embargo el hijo, como un rayo, agarra la cámara de fotos y la esconde en su regazo.

– Iannakis, dame la cámara, he de enseñarle al señor comisario las fotos que hiciste -le dice su madre con ternura.

– ¡No!

– ¡No te la quitará, hijo! ¡El señor sólo quiere ver las fotos!

– ¡Que no!

La madre empieza a ponerse nerviosa.

– Vamos, hijo mío. ¿A qué viene esto ahora? -Se acerca a él para quitársela.

El aprendiz de terrorista le da un puntapié en la espinilla y chilla como un histérico:

– ¡No, no se la quiero dar!

La madre deja escapar un grito de dolor, pero continúa suplicándole:

– Por favor, cariño, el señor comisario no te robará la cámara. Los policías no roban. Sólo es un momentito. Mirará las fotos y te la devolverá.

– ¡No, y déjame en paz!

A continuación se produce un nuevo puntapié en el mismo lugar y un nuevo grito de dolor, la viva estampa de la madre griega moderna y su hijo malcriado. Podría ser que en esa cámara de fotos, que lannakis mantiene con fuerza en su regazo, se hallasen las únicas fotografías del asesino, y yo no las puedo ver. La solución lógica sería darle un par de bofetadas y quitarle la cámara a la fuerza, pero, hoy en día, en Grecia la violencia está prohibida tanto en las escuelas como en los cuerpos de seguridad.