– lannakis, no quiero quitarte la cámara, te lo prometo -le digo al pequeño terrorista con toda la amabilidad que me permiten mis nervios-. Miro las fotos un momento y te la devuelvo enseguida.
– ¡No!
En mi desesperación, y mientras esa madre griega ejemplar sigue suplicando a su hijo, llamo al laboratorio y pido que se ponga Efzimoglu, el especialista en fotografía, tal vez él encuentre una solución y consigo las fotos.
– Efzimoglu, tengo aquí una cámara digital que tal vez contenga algunas fotos importantes, pero el mocoso que la tiene no me la quiere dar. ¿Qué hago?
– Dele un par de sopapos y quítesela.
– Ya lo había pensado, pero no puede ser.
– ¿Y qué quiere que le diga? Llame a las fuerzas especiales.
– ¿Estás de cachondeo o qué, Efzimoglu?
Retoma el tono de seriedad y me pregunta:
– ¿De qué marca es la digital?
– ¿De qué marca es la cámara de su hijo? -le transmito la pregunta a la peluquera.
– Es una Canon.
Efzimoglu lo ha oído y se apresura a aclararme:
– No hace falta toda la cámara. Me basta con la tarjeta.
– Escucha, hijo -trato de convencerle-, no quiero toda la cámara. Sólo necesito la tarjeta que lleva.
– ¡No!
– Bueno, si no quieres, quédatela. Pero los policías no podrán ver esas fotos tan buenas que has hecho y no podrán decir: «¡Muy bien, lannakis! ¡Te contratamos de fotógrafo de la policía!».
– ¿Lo has oído, hijo mío? -exclama su madre-. Si no le das la cámara, no podrás ponerte el uniforme de policía.
Me levanto, fingiendo que me voy y pensando que, si este truco no funciona, no tendré más remedio que darle dos collejas. Mientras me dirijo a la puerta, oigo al crío:
– Vale, ¡aquí la tiene! -Y me alarga la cámara.
– Su hijo será un ilustre ciudadano de nuestro país -le digo a la madre.
La peluquera resplandece de orgullo, aunque yo me refería a todo lo contrario. Nueve de cada diez griegos, cuando les pides algo por favor, te dicen «Imposible». Pero si les insultas y amenazas, vienen corriendo detrás de ti y te ruegan que les dejes hacer lo que les pedías.
Ana pide a su hijo que busque las fotos y veo cómo el mocoso manipula el aparato a una velocidad de vértigo.
– Aquí están, son éstas -me dice, mientras me las enseña a través de la diminuta pantalla.
Veo la Vespa roja y, detrás, un tiarrón quitándose el casco con las dos manos. lannakis me muestra la siguiente foto: en ésta ya se ha quitado el casco y lo sostiene entre sus manos. Como reza el proverbio, los niños y los locos siempre dicen la verdad.
De golpe, me invade un temor:
– ¿Está usted segura de que no les vio cuando el pequeño hacía las fotos?
– ¡No, hombre, no! -me asegura la peluquera-. Estábamos lejos, el niño utilizó el zoom.
Pido a lannakis que me dé la tarjeta y le prometo que mañana se la devolveré con otra nueva, de regalo.
– Muchas gracias -le digo a su madre-. ¡No sabe usted cuánto nos ha ayudado!
La mujer no cabe en sí de alegría. Una vez en la calle, llamo a Efzimoglu.
– Tengo la tarjeta, ahora te la llevo. Quiero fotos claras y que se puedan identificar. La cara que hay en una de estas fotos es la del asesino.
– ¿Para cuándo las quiere, comisario?
– ¡Para ayer, chico, para ayer! ¡No me hagas preguntas estúpidas!
En todo caso, y para cubrirme las espaldas, llamo a Guikas:
– Las fotos muestran la cara del asesino. Llame al laboratorio y dígales que necesitamos las fotos para mañana como sea.
Capítulo 44
«Elogio: m. 1. Alabanza, aprobación. / 2. Reconocimiento y declaración pública de las virtudes de alguien. / 3. Exhortación, panegírico. / 4. Consentimiento, acuerdo general.»
«Humanidad: f. 1. Condición de ser humano, de naturaleza humana: amabilidad, buena educación, dignidad, civismo. / 2. Cualidad de humano.»
«Humanismo: m. 1. Renovación de los estudios clásicos y, en general, de la educación en la Europa del Renacimiento. / 2. Corriente de pensamiento que sitúa al hombre como centro de su interés, como medida de todas las cosas.»
Anoche pasé horas delante del televisor, viendo elogios, muestras de humanidad y panegíricos. Hasta medianoche desfilaron por la pantalla políticos de todas las tendencias que rivalizaban en alabar a los dueños y directores de las cadenas de televisión por haberse atrevido a no emitir anuncios, a pesar del coste descomunal que tal decisión suponía, y colaborar así con la detención del maniaco asesino. Los elogios de los políticos se mezclaban con los comentarios llenos de humanidad de Delópulos y Jelmis, para quienes lo primordial era la vida y la integridad física de las personas que trabajaban en la televisión y la publicidad, y no los beneficios. Sin embargo, de la factura en forma de despidos que preparaban para el día siguiente, o sea, para hoy, no dijeron ni pío.
Ahora estoy en el comedor, tomándome el café, e intento con el Dimitrakos en las manos, clasificar los diversos tipos de elogios y de humanismo. Me he concedido a mí mismo esta pequeña licencia laboral porque estoy esperando la llamada del laboratorio que me diga que las fotos del pequeño Iannakis están listas.
La primera impresión que extraigo del diccionario es que me resulta difícil clasificar los elogios en una categoría concreta y que necesito un conjunto de acepciones. Sin duda, el elogio de los políticos responde al verbo «elogiar» y al sentido de «aprobación». En cambio, «el reconocimiento y declaración pública de las virtudes de alguien» se parece más bien a un panegírico. Detrás del panegírico, sin embargo, se esconde la cuarta acepción del Dimitrakos: el consentimiento, el mutuo acuerdo, basado en la confianza de los medios de comunicación en el juicio favorable sobre alguien.
Más concretas resultan las definiciones sobre la humanidad de Jelmis y Delópulos. Seguramente lo que aducen en su decisión de dejar de emitir anuncios temporalmente es «la condición de ser humano, de naturaleza humana». Y tal vez haya también un poco de humanismo, en el sentido de «corriente de pensamiento que sitúa al hombre como centro de su interés…», si admitimos, tal como hacen las cadenas de televisión, los publicistas y los televidentes, que los anuncios son el centro de la vida humana.
La tercera categoría que desfiló anoche por la pantalla fue la de los ciudadanos de a pie, es decir, gente de la calle, conductores, tenderos, clientes de supermercado, todos quejándose del embargo publicitario. Uno manifestaba su cólera e indignación, otro protestaba porque se trataba de un ataque a la libertad de información, un tercero opinaba que aquello era cosa de las mafias. Escuché todo tipo de comentarios. Pero el mejor de todos fue el de una joven dependienta: «La verdad, a mí todas estas series de televisión y los informativos me aburren mortalmente. Sólo los veo para no perderme los anuncios».
Efzimoglu me llama pasadas las diez.
– Comisario, hemos acabado.
– ¿Son buenas? -le pregunto, incapaz de contener mi angustia.
– Sí. Ahora bien, que sean de utilidad o no, eso ha de decirlo usted.
La circulación es fluida, pero mi impaciencia me hace creer que estoy metido en un atasco. Cuando llego al laboratorio, echo una mirada al reloj y veo que sólo ha transcurrido un cuarto de hora.