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El coche pone rumbo a Aspropirgos y se adentra en una amplia vía que, según rezan los letreros, es la avenida Demokratías. Un poco más adelante volvemos a girar a la derecha.

– Estamos en la calle Filis -me explica Stazakos-. En cualquier otro país, a partir de aquí no deberías saber adónde vamos, porque el lugar donde los retenemos es secreto.

– Si quieres me puedes vendar los ojos.

Se lo digo con ironía, pero él se lo toma en serio.

– De hecho, debería ser así.

– Escucha, Stazakos -le digo lo más tranquilo que puedo-, no se trata de que te asciendan a secretario del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, de modo que todas estas tonterías sobran.

Se ofende y no vuelve a dirigirme la palabra; por suerte para mí, porque así me deja en paz.

Seguimos subiendo por Filis hasta llegar a un paraje desierto, con calles que no tienen ni nombres. El coche gira y se detiene un poco más allá, delante de un edificio de nueva construcción de dos plantas, aislado en medio de la nada. La puerta está cerrada y al lado de la entrada hay un sistema de seguridad codificado. Stazakos saca su tarjeta y marca unos dígitos. La puerta se abre lentamente y penetramos en un gran vestíbulo. En el interior hay una garita con dos jóvenes agentes de paisano.

– Es el comisario Jaritos, viene por lo del interrogatorio -dice escuetamente Stazakos.

Parece que les han avisado previamente, porque uno de los jóvenes se levanta y me dice:

– Adelante, señor comisario.

Entramos en el ascensor, pero, en lugar de subir, bajamos y salimos al subterráneo, donde se encuentra el calabozo. El joven agente informa a un guardia vestido de uniforme:

– Comisario Jaritos, para el interrogatorio.

El agente abre la reja de entrada y me conduce a una sala situada al lado de unas celdas. La sala, de paredes desnudas color gris oscuro, parece una cisterna. No hay ventanas, y la cisterna se ilumina gracias a un fluorescente colgado del techo. En medio hay una mesa de despacho, también despejada. En torno a la mesa han dispuesto cinco sillas de madera. Huele a cerrado y a moho, como en una bodega.

No me da tiempo de completar mi inspección del lugar, porque entra el agente con cinco jóvenes que, a primera vista, no parecen guardar relación los unos con los otros. En especial por sus edades tan dispares: van de los veintipocos a los treinta y cinco. También se distinguen por su aspecto: los dos primeros parecen unos animales y se asemejan al asesino del accionista mayoritario. El tercero, que físicamente parece el mayor, es alto, delgado, lleva perilla y tiene pinta de ingeniero o de abogado. Al cuarto le calculo unos veinticinco años, y es de mediana estatura, puro nervio y huesos, con una mirada turbia, asesina. El quinto parece el más joven de todos y es apocado y flacucho. El tercero es el cerebro del grupo, y el cuarto el asesino, concluyo, pese a que a menudo las apariencias engañan. Los cinco van esposados.

– Quítales las esposas -le digo al agente.

El hombre, desconcertado, no sabe qué responderme.

– Tenemos unas normas muy estrictas, comisario -me responde perplejo.

– Quítales las esposas, yo me hago responsable.

Mi mano no llega tan lejos, de modo que el agente sale a pedir instrucciones. Aprovecho la espera para examinarlos con detenimiento. Estos cinco, más el terrorista muerto durante la liberación del barco, mantenían como rehenes a trescientas personas, entre ellas a mi hija y a mi futuro yerno. Ahora que los tengo delante, no me causan ninguna impresión. Me pregunto si es debido al tiempo transcurrido desde el secuestro, a que Katerina se haya recuperado, o simplemente al hecho de que cada detención no es sino una desmitificación que transforma al otrora criminal en un ser insignificante. De los cinco, el de la mirada asesina es el único que me observa con insistencia y hostilidad. El «intelectual» va a su aire y me examina para ver de qué pie cojeo. Los dos bestias pardas hablan entre ellos en voz baja, mientras que el más joven mantiene la vista fija en el suelo.

La puerta vuelve a abrirse y el agente me hace un gesto para que salga, pues me espera Stazakos.

– ¿Qué me dice el agente, que les quitemos las esposas?

– Sí, los quiero relajados.

– ¿Relajados? ¿A unos tíos que pasaron por Bosnia y que mantenían trescientos pasajeros como rehenes, tú los quieres relajados?

Intento no perder los nervios, porque nos pelearíamos y sería peor.

– Escucha, Lukas, ardo en deseos de obtener cierta información que, aunque la conozcan, no es probable que quieran proporcionármela. Mi única esperanza es tratarlos con tacto, a ver si muerden el anzuelo.

– Estos tíos son unas bestias indomables. Se te echarán encima.

– No lo harán. Pero si así fuese, bastará con que grite para que intervengáis.

Se encoge de hombros.

– No sé qué decirte. No estoy de acuerdo, pero como Guikas te ha dado luz verde…

Le hace una seña al agente, y, por si las moscas, también entra en la sala. El agente les quita a todos las esposas.

– Estaremos fuera -me dice Stazakos con un gesto, instantes antes de salir.

Espero que cierre la puerta y después me vuelvo hacia los cinco.

– Soy el comisario Jaritos. -No recibo ninguna respuesta, mientras los cinco se frotan lentamente las muñecas-. He venido en busca de una información que no tiene relación alguna con el caso por el que os han traído aquí. Si me ayudáis… -me interrumpo, por si dicen algo, pero es inútil. Esperan a ver adónde quiero ir a parar, para decidir si hablarán conmigo y qué me pedirán a cambio-. Buscamos a un hombre joven, más o menos de vuestra edad, que probablemente se mueve en vuestro círculo de gente, y quiero que me digáis si lo conocéis.

Me saco del bolsillo una foto y se la doy al «intelectual», que le echa un vistazo y se vuelve hacia mí:

– ¿Por qué le buscáis?

– Ha matado cuatro personas y, si no lo paramos, seguirá matando.

El «intelectual» mira la fotografía en silencio y la pasa a los demás. Todos la miran casi de manera inexpresiva, pero intercambian algunas miradas significativas para mí.

– Si me ayudáis, os prometo que el fiscal lo tendrá en cuenta -les digo.

– ¡Primero que nos ayuden! -reclama el más joven.

– ¡Seguro que os ayudarán! En este país se juzga a todo el mundo, nadie escapa de la cárcel. La cuestión es cuándo saldréis de ella.

Se observan, intercambian miradas de complicidad, pero no abren la boca. Decido aumentar un poco más mi oferta.

– También puedo hablar en vuestro favor para que os saquen de aquí y os trasladen a una prisión normal.

No hay respuesta. Los interpelo a uno tras otro, por si alguno cambia de opinión, pero recibo tres «no» consecutivos. El único que no se limita a una escueta respuesta es el de la mirada asesina.

– ¡Guapa tu hija, comisario! -me dice con una sonrisa desafiante-. Me gustaba mucho. Incluso ahora sueño con ella.

Pretende provocarme, pero con un recurso demasiado sobado.

– Te van a caer tantos años de prisión que llegarás a soñar con las gatas de tu vecino -le replico sin inmutarme.

El otro trata de continuar con su juego, pero uno de los brutos le corta.

– ¡Cierra el pico, imbécil! No es momento de hacerse el listillo.

– Viene en plan generoso para que piquemos y nos dice que nos ayudará -se queja el asesino.

– ¡Basta de una puta vez! -le corta esta vez el «intelectual».