Выбрать главу

– Antes de irme, os diré una cosa, por vuestro bien. Si sabéis algo y no abrís la boca, vuestro silencio tendrá consecuencias. Estamos hablando de cuatro asesinatos, no es cosa de broma.

Una de esas bestias pardas se vuelve hacia las demás riéndose:

– Un madero como todos. Cuando las ofertas no cuelan, empieza con las amenazas.

– Sólo os advertía. Si resulta que le conocéis y me lo ocultáis, aún os caerán más años de condena.

– Nos has preguntado y te hemos dicho que no, ¿qué más quieres? -interviene el más joven, perdiendo los nervios.

No estoy de suerte, me digo, aunque, ahora que lo pienso, no me hacía ilusiones. Hace tiempo que esperaba un milagro, pero parece que mi espera no acabará todavía.

– ¿Has sacado algo en limpio? -me pregunta Stazakos cuando salgo.

– No. Aseguran que no lo conocen.

– Aunque lo conociesen, no te lo dirían -me dice, casi con alegría-. A éstos, para que hablen, hay que tratarlos de otra manera.

No me apetece continuar con la conversación y me dirijo al ascensor.

– El chófer te llevará de vuelta a Atenas. Yo me quedo.

Al menos, me libraré de su compañía. Algo es algo.

Capítulo 46

Me tomo un respiro en los ordenadores de la policía. Voy a buscar directamente a Rozanis, un treintañero que comenzó como pirata informático, después estudió en Inglaterra y ahora es nuestro crac de la informática.

Lo encuentro sentado delante de una pantalla dividida en dos. En la izquierda está sólo el rostro del criminal. El resto -calle, Vespa y cuerpo de culturista- ha desaparecido. En la parte derecha van apareciendo caras, una detrás de otra, que desaparecen al cabo de un momento. Todas se me antojan idénticas a la del asesino, pero no lo podría jurar porque, como ya sabemos, soy un desmemoriado.

– ¿Adónde ha ido a parar el cuerpo de nuestro hombre? -le pregunto.

– Me lo reservo, para no liarme -me contesta sin apartar los ojos del monitor-. Si encuentro el rostro que le corresponde, entonces le pegaré el cuerpo, para ver si coincide. Será la segunda verificación.

– ¿Has hallado algo?

– De momento unos doscientos, y ahí está el problema. A uno le coincide el perfil del rostro, a otro los ojos, pero no doy con una identificación completa. Sólo he podido pegarle el cuerpo a tres individuos, para la segunda verificación, y las he descartado.

– ¿Cuándo esperas obtener algún resultado?

Se encoge de hombros.

– No sé qué decirle, comisario. Quizá en cinco minutos, pero también puede que agote la base de datos sin encontrar nada.

Dejo que continúe con ese trabajo tan poco gratificante y regreso a Jefatura, para informar en primer lugar a Guikas. Stazakos ya le había puesto al corriente de mi fracaso con los combatientes ortodoxos griegos de Bosnia.

– Si quieres que te diga la verdad, no me he desanimado, porque no albergaba demasiadas esperanzas -me dice-. La idea era un poco descabellada y lo sabíamos.

– Lo era, pero de la base de datos tampoco hemos sacado nada en limpio.

– Es como para subirse por las paredes, sí. Esperemos que salga algo de la colaboración ciudadana, cuando la gente vea la fotografía en la televisión o en los periódicos.

Eso me recuerda que todavía no he puesto en marcha la centralita telefónica que conteste a las llamadas de los ciudadanos y que anote los datos que nos vayan llegando. Bajo a mi despacho y ordeno a Vlasópulos y Dermitzakis que se presenten.

– Entendido. ¡Nos vamos a volver locos! -comenta Dermitzakis.

– ¿Por qué? ¿Te parece que ahora estamos en nuestros cabales?

Considera superfluo darme su opinión y se apresura a organizar la centralita telefónica. Me dirijo a Vlasópulos:

– Envía instrucciones a las comisarías de distrito para que se den una vuelta por los antros frecuentados por miembros de organizaciones de extrema derecha o sociedades secretas estilo Alba Dorada, así como de punkis, heavies o como se llame toda esa caterva de marginales. Tiempo atrás, los dividíamos en patriotas y comunistas, y hacíamos limpieza; ahora tienen cuarenta nombres distintos, igual que los países que han surgido como setas después del 89.

Acabo de organizar la distribución de las fotos y la centralita cuando aparece Sotirópulos. Está más tranquilo, más optimista.

– Te veo bien. Parece que conservas tu puesto de trabajo -le digo, sin asomo de ironía.

– La foto que nos habéis enviado ha levantado los ánimos de todo el mundo. Ahora que sabéis qué cara tiene, lo atraparéis. No hay vuelta de hoja, ¡con tantos medios a vuestra disposición!

– Por desgracia, no sabemos cuánto nos costará hacerlo salir de su guarida.

– Sea como sea, me parece improbable que vuelva a matar. Lo más lógico es que desaparezca: ¡toda Grecia lo conoce!

– ¿Qué Grecia lo conoce, amigo mío? En primer lugar, aún no sabemos cómo se llama; en segundo, podría perfectamente afeitarse la perilla y cortarse el pelo, y en tercer lugar, siempre actúa sin quitarse el casco.

– Está bien, tienes razón, pero ya no es lo mismo.

De repente una sospecha me ronda la cabeza.

– Espero que vuestros jefes no se envalentonen y empiecen a poner otra vez anuncios. ¡No echemos las campanas al vuelo antes de hora!

– ¡No, no! -me asegura enseguida-. Simplemente han suprimido de la programación todas las emisiones que contenían publicidad y en su lugar han puesto películas antiguas, documentales y unas cuantas series que habían interrumpido porque no funcionaban. -Tras una breve pausa continúa-: Pero gracias a la fotografía ya se ha producido algo positivo. Aún no se han anunciado despidos. Nos mantenemos a la espera.

Sotirópulos se va y yo llamo a Dermitzakis, que se ocupa de los teléfonos.

– ¿Alguna llamada?

– ¿Bromea, comisario? Estamos desbordados. En una hora hemos recibido unas cien llamadas, y la fotografía acaba de aparecer en antena. Uno acusaba al del quiosco, otro al hijo de su vecina. Cuando les he preguntado desde cuándo le conocían, me han contestado que desde pequeños, pero qué importancia tenía eso, ¿eh?, decían, nunca se sabe, la gente puede cambiar.

Sé que es un trabajo de esclavo y lo lamento por él. Has de contestar a miles de idiotas y llamadas que nada aportan, con la esperanza de que en algún momento te toque la lotería, cosa que sucede de higos a brevas. Además, ahora, con la televisión, las noticias y los realities, los imbéciles se han multiplicado por cien, porque todo el mundo sueña con su momento de gloria en la pantalla.

Me paso tres horas en el despacho, hablando con dos cretenses, Pozakis y Dermitzakis, mientras Guikas me llama cada cinco minutos; pero no hay novedades, nada se mueve, salvo el ministro, que aparece en todas partes -en los periódicos, en la radio, en la tele- para declarar que con la fotografía han cambiado las tornas y que estamos ya muy cerca del culpable.

– Dígale que no llame al mal tiempo -le comento a Guikas, que va transmitiéndome sus declaraciones-. Recuérdele que cierto ministro afirmó en su momento que estábamos cerca de los terroristas del movimiento 17 de Noviembre y que luego nos costó quince años desarticular la organización.

Al final, yo mismo me harto, así que decido emprender la retirada y volver a casa.

Me encuentro a Adrianí delante del televisor.

– Pero ¿qué les pasa a todos? No hacen más que echar películas aburridas, series sin orden ni concierto y comedias para echarse a llorar -se enfada-. Si han decidido estar de luto por la publicidad, mejor que pongan música clásica; al menos así sabremos dónde nos encontramos.

– La música clásica no se toca sólo en los funerales oficiales, mujer.