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– ¿Quién es Stamos?

– El alto de la perilla que viste ayer.

– ¿Cuándo empezó Perandonakos a rajarse, te acuerdas?

– Hace un año, cuando conoció al abuelete.

Estaba seguro de que el culturista tenía un cómplice y que ese cómplice era una persona mayor. Me entran ganas de saltar de alegría, pero intento disimular desesperadamente. Se lo había dicho a Sotirópulos, era cuestión de suerte, y ahora la suerte me sonreía.

– ¿Quién es el abuelete?

– A él no le conozco. No lo he visto nunca. Lefteris le llamaba su abuelo espiritual. «Hay quien tiene padres espirituales, yo tengo un abuelo», nos decía riendo. «¡No sabéis la de cosas que ha vivido!» Nunca nos lo presentó. Cada vez que le preguntábamos cuándo lo conoceríamos, se hacía el loco. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor le gustaba tener un misterio en su vida, pero también es posible que el abuelo quisiera mantenerse en la sombra!

La segunda causa se ajusta más. Si la cosa hubiese estado en manos del culturista, seguro que les hubiera presentado al abuelo para presumir.

– ¿Y nunca os dijo qué relación mantenía con ese viejo, aparte de considerarlo su abuelo espiritual?

– Nos dijo que el viejo planeaba algo muy gordo, pero que debíamos olvidarnos del secuestro del barco. Los demás no estuvieron de acuerdo y así nuestros caminos se separaron.

– ¿Y tú seguiste a éstos, y no a Perandonakos? -le pregunto por curiosidad, pues para la investigación no tiene la menor importancia.

Se encoge de hombros.

– Al fin y al cabo, yo no contaba para nada. Nadie me pedía mi opinión. Fui con la mayoría, como todos los acojonados.

– ¿Sabes dónde vive el tal Perandonakos?

Esta vez veo que duda, se deja caer sobre la almohada y mira al techo.

– Yo te he allanado el camino y aún no me has dado ninguna garantía de que mantendrás tu palabra.

– Tienes razón, no te he dado ninguna garantía, pero mantendré mi palabra. Al fin y al cabo, si has llegado hasta aquí, ¿qué sentido tiene que ahora quieras cubrirte las espaldas? Ya sabemos su nombre, tarde o temprano lo encontraremos. Es más sencillo que nos des su dirección: tú ganas más apoyo, y yo me ahorro tiempo.

– Vive en Tris Iéfires. Baje por la avenida ancha que da a Patisía y gire a la derecha. No sé el nombre de la calle, pero en la esquina hay una escuela. La casa es de dos plantas, Lefteris vive en la planta baja. Arriba vive una tía suya, que le alquiló la casa, pero él decía que la mujer pasaba la mayor parte del año en Suecia, con su hijo.

– ¿A qué se dedica?

– Me parece que trabaja en una empresa de reparto a domicilio, pero no sé cuál.

Si no lo encontramos en casa, lo localizaremos a través de las empresas de reparto, aunque preferiría evitarlo, no sea que empiece a sospechar que vamos tras él y ahueque el ala. No tengo nada más que preguntarle y me levanto. Él también se incorpora y me mira con angustia.

– De momento te quedarás aquí hasta que presentemos la solicitud para trasladarte de prisión.

– ¿A cuál?

– Eso ya no lo sé. Tal vez a Koridalós, pero también podría ser a Jalkida.

Parece aliviado.

– ¿Me pueden traer algo parar leer, para matar el rato?

– ¿Como por ejemplo?

– Cómics, los que encuentre.

Salgo de la habitación y me voy directo al despacho de Kakudis, pero lo encuentro vacío. Pido a la enfermera jefe que le avise y vuelvo a sentarme en su despacho. Llega al cabo de diez minutos.

– ¿Qué tenemos? -me pregunta como si esperase el parte médico.

– Se quedará aquí hoy, tal vez también mañana, hasta que lo traslademos de cárcel.

No parece que la idea le entusiasme.

– Sólo le pido que la situación no se eternice. Por un lado, ya sabe usted que en los hospitales necesitamos siempre camas, y, por otro, no es agradable que los enfermos y sus familiares vean a un policía apostado en la puerta de una habitación. Se desatan las habladurías.

– Ya se lo he dicho, como mucho un par de días. -Me saco del bolsillo unas dracmas y se los dejo sobre el escritorio-. Y envíe a alguien al quiosco a comprarle unos cómics, para matar el rato.

Desde el móvil hago dos llamadas. La primera a Kula, para que le diga a Guikas que me espere, que tengo noticias importantes que comunicarle. Después a Vlasópulos. Le doy los datos del domicilio de Perandonakos y le digo que movilice a la policía de la zona para que localicen la casa.

Capítulo 48

A Guikas le brillan los ojos, tiene la cara resplandeciente y vuelve a sonreír. Hacía tiempo que no lo veía tan contento. En los últimos meses, las cosas le han ido de mal en peor. Primero el secuestro de El Greco, después la intervención de los buzos de la Armada, su tensa relación con el ministro y, por si eso no bastara, el terremoto en el sector de la publicidad. Con la identificación del asesino, queda restituido su prestigio delante del ministro, de los publicistas y del presidente de la patronal. Sus acciones vuelven a subir enteros y sus posibilidades de seguir siendo director general de la policía recuperan el nivel que les corresponde por naturaleza.

¡El ministro no cabrá en sí de gozo cuando sepa la buena noticia! Hasta el momento su poltrona corría peligro, ahora necesitará dos, para dar cabida a su satisfacción. Guikas quería informarle al instante, pero le he parado los pies, primero hemos de organizar nuestro plan de ataque.

– ¿Quieres decir que podemos ir ahora mismo y detenerlo? -me pregunta, desbordante de alegría.

– Podemos, pero no lo aconsejo.

– ¿Por qué?

– Porque tiene un cómplice. En un momento concreto de la investigación lo tuve prácticamente claro, pero la declaración de Stavrodimos ha desvanecido cualquier duda: se trata del famoso «abuelete» del que Perandonakos les hablaba a veces.

– Sí, pero su relación era ideológica. Él mismo lo decía, y lo corrobora el tal… ¿cómo dices que se llama?

– Stavrodimos.

– Ése.

– No es sólo su abuelo espiritual, también es el cerebro de los asesinatos. Él le dio la Luger, él llamaba a las televisiones y a las empresas de publicidad. Yo mismo hablé con él. ¿Recuerda que le dije que hablaba como un anciano desdentado y que me extrañó que llamase a los maricas «afeminados»? Era el viejo.

– Estoy de acuerdo, pero, entretanto, ¿quién nos asegura que Perandonakos no se prepara para perpetrar otro asesinato?

– Lo tendremos bajo vigilancia las veinticuatro horas. Aunque lo lógico sería que no intentara nada mientras dure la cuarentena publicitaria.

No parece muy convencido. Por un lado, quiere acabar cuanto antes con toda esta historia; por otro, desea atrapar también al cómplice para dar carpetazo al caso de una vez por todas.

– De acuerdo, lo intentaremos durante un par de días y después ya veremos -me dice finalmente-. Con la condición de que colabores con Stavridis; el especialista en seguimientos es él. No quiero aficionados.

– Estoy de acuerdo.

Llama a Stavridis por teléfono para ponerle al corriente y después me lo pasa para que hablemos.

– ¿Dónde hay que hacer la vigilancia, Kostas? -me pregunta Stavridis.

– En la calle Elefzerudakis, en Tris Iéfires.

No tardamos más de dos horas en localizar la casa donde vive Perandonakos.

– Perfecto, enviaré a uno de los míos para que se dé una vuelta y dentro de un par de horas lo organizamos todo en tu despacho.

Yo también decido ir a dar una vueltecita, pero no cojo el Mirafiori, para evitar que el asesino me reconozca. Lo arreglo para ir con el hombre de Stavridis.