Hoy sucede lo mismo que un sábado cualquiera, pero cuando ya se dispone a salir de casa, Katerina, que regresa de la calle, entra en la cocina cargada con dos bolsas del supermercado. No suele hacer la compra por propia voluntad, de modo que su aparición, sumada a las dos bolsas repletas, es un hecho insólito.
– Mamá, ¿me prestas tu cocina? -pregunta a su madre.
Adrianí se vuelve y me mira.
– ¿Para qué la necesitas? -quiere saber.
– Para cocinar.
– ¿Para cocinar? ¿Tú?
– Sí. Tengo que comunicaros una serie de decisiones que he tomado con respecto a mi futuro y quiero preparar también la comida que las acompañará.
– ¿Y dónde has aprendido a cocinar?
– En la cocina de Fanis.
Adrianí la mira con ojos como platos, en medio de la cocina, sin saber qué decir. Para ser sincero, yo tampoco doy crédito a mis oídos.
– ¡Mira por dónde! ¡Llevo años pidiéndote por favor que me dejes enseñarte a cocinar y tú vas y aprendes a mis espaldas, en la cocina de Fanis!
– Sí, porque tú me mareas. En cambio, en la cocina de Fanis, unos platos se me han quemado, otros los he tenido que tirar, he destrozado algún recetario de cocina, pero al final he aprendido algo. -Adrianí la mira atónita-. De modo que, por favor, déjame preparar la comida, que todavía tengo poca práctica y tal vez me falte tiempo.
– ¿Qué vas a cocinar? -le pregunto.
– Judías en aceite… y sutzukákia.
Tomo a Adrianí del brazo y me la llevo a la sala de estar, mientras Katerina cierra la puerta de la cocina a nuestras espaldas.
Adrianí se deja caer sobre el sofá con la mirada perdida.
– ¿Tú te crees? Yo venga a rogarle que me dejara enseñarle algunos platos y ella ha aprendido a cocinar a escondidas, porque dice que la mareo.
¿Me atreveré a decirle que Katerina está en lo cierto, que a menudo no hace más que marear a la gente? Aún recuerdo el calvario por el que pasé las dos veces que me puse enfermo, pero prefiero no abrir la boca. No soportaría dos tragedias seguidas, una profesional, anoche, y otra familiar, esta mañana. Le propongo que salgamos a tomar un café. La propuesta tiene dos objetivos. El primero, tranquilizarla; el segundo, impedir que abra la puerta de la cocina cada cinco minutos, muerta de curiosidad, porque eso sacaría de quicio a mi hija.
Vamos a una cafetería situada en la placita de la iglesia de San Lázaro. Yo pido para mí un café griego con azúcar, que me tomo en silencio, y Adrianí un helado de melocotón y fresa, que se toma pensativa.
– Esta historia de la cocina puede tener su lado bueno -me dice cuando se acaba el helado.
Todas las personas disponemos de mecanismos de autodefensa. Adrianí tiene, además, un mecanismo de autoconsuelo. Siempre encuentra el modo de consolarse a sí misma, una virtud que me ha salvado infinidad de veces en nuestra vida en común.
– ¿A qué te refieres? -la incito.
– Tal vez haya decidido casarse con Fanis, finalmente, y ha estado practicando en la cocina según los gustos de él.
– Bien pensado -le digo para zanjar el tema y llevarla de nuevo a casa, llena de sueños y esperanzas, algo que le sienta de maravilla, porque cuando Fanis llega, vuelve a estar de buenas.
– ¿Le has enseñado tú a cocinar? -le pregunto a Fanis durante un instante en que nos quedamos a solas.
– No, ha aprendido solita. Yo sólo he hecho de conejillo de Indias. De todos modos, sed indulgentes con ella, hace tres días que está muerta de angustia.
Una angustia absurda, porque los platos que ha cocinado, si no perfectos, al menos le han quedado la mar de dignos. Tal vez se le haya ido la mano con el aceite de las judías, por miedo a que le quedasen demasiado secas, y el comino de la carne de las sutzukákia estaba demasiado triturado.
– ¡Qué manos, hija mía! -le dice Adrianí-. ¡Tanto las judías como las albóndigas, todo riquísimo! Ya llevan razón los que dicen que los autodidactas son los que más progresan en esta vida -concluye, añadiendo una de sus sentencias.
– Con el comino te has pasado un poco -comenta Fanis, que confirma mi impresión.
– ¡Fanis se prestó a hacer de catador, se lo agradeceré toda la vida! -dice Katerina, entusiasmada frente a tantos elogios.
– ¿Cómo has resistido una prueba tan dura, chico? -le pregunto-. Tu gesta equivale a un traslado a un hospital de pueblo.
– ¡No exageremos! Al fin y al cabo, aprende rápido. Sólo una vez llegué a desesperarme, y le dije: «Cariño, ¿por qué no vas a casa de tu madre y que ella te enseñe, así nadie correrá peligro?».
– Fue cuando carbonicé tres chuletas seguidas -explica entre risas Katerina.
– De todos modos, Adrianí, se lo prometo: no pienso pedir su mano oficialmente hasta que no sepa preparar tomates rellenos.
– Pero, Fanis, por Dios, ¿quieres que se case a los cuarenta? ¿Y los hijos para cuándo?
– No has podido resistirte a hacer tu bromita, ¿verdad? -replica Katerina, y en ese instante suena el teléfono.
Me levanto para cogerlo y rezo para que no sea ni Guikas ni Stazakos, ni tampoco ninguno de mis ayudantes, y me estropeen la fiesta. Dios ha hecho caso de mis ruegos, se trata de Zisis.
– Anoche vi en la tele que lo habéis detenido.
– Sí, lo han detenido -le respondo del modo más indiferente que puedo.
– ¿Aún te interesan los colaboracionistas?
¿Me interesan? Por un lado quisiera olvidar lo más rápido posible este caso, por otro me muero de curiosidad por saber quién se esconde detrás de todo esto. Tal vez en mi fuero interno albergue el deseo de servirles en bandeja también al instigador de los asesinatos, igual que les serví a Perandonakos. Pero también pudiera ser que no quiera demostrar nada, que sólo me pique la curiosidad, que es lo más probable.
– Sí, aún me interesan.
– Entonces, pásate por casa a eso de las siete. Te presentaré a un amigo mío.
Ahora que no sentía preocupación alguna y disfrutaba de una comida familiar, no puedo quitarme de la cabeza la inminente cita y empiezo a estar ausente por momentos. También ayuda el hecho de que Katerina revele sus planes de futuro, que yo ya conozco, de modo que no necesito concentrarme al cien por cien en lo que dice. En cualquier caso, los planes de mi hija reciben el aplauso unánime de todos y sólo he de sumarme a la felicitación general.
Cuando, pasadas las seis, salgo en dirección a Nea Filadelfia, Atenas parece una caldera. Las calles están vacías, los atenienses duermen la siesta, preparándose para su salida del sábado por la noche. Llego a la calle Ekavis en aproximadamente
media hora y me encuentro a Zisis y a su conocido sentados en la terraza.
– Te presento a mi amigo Zodorís -me dice.
Zisis es un saco de huesos alargado, su cara parece una uva pasa y le falta la mitad de los dientes. No sé si su amigo Zodorís tiene la misma edad; en cualquier caso, parece más joven. Es de mediana estatura y tiene las mejillas sonrosadas. Zisis lleva unos pantalones cortos raídos, una camiseta imperio y chancletas. En cambio, Zodorís lleva camisa blanca, pantalones con la raya en medio y mocasines. El día y la noche.
– Hace treinta años, éste y yo éramos inseparables.
– Aunque no nos parezcamos en nada -añade Zodorís, que se ha percatado de que les he observado atentamente.
– Él siempre ha sido un poco señorito. De no haber sido por Marx, ahora sería un dandi.
– No le haga caso, comisario. Yo me casé y fundé una familia. En cambio, Lambros se convirtió en un solterón y ha envejecido mal, ésa es la diferencia.
Zisis se va a prepararme un café y me quedo a solas con Zodorís.
– Lambros me ha dicho que le interesa saber cosas de los miembros de los escuadrones de seguridad.