– No exactamente, sólo de uno en concreto, del que armó al animal que detuvimos ayer con una Luger de la época de la Ocupación. A ése busco yo.
Zisis me trae el café y se sienta en su butaca. No abre la boca, deja que Zodorís lleve la voz cantante.
– La verdad, ya no quedan muchos. La mayoría han muerto, igual que ha ocurrido con la gente de nuestro bando.
– Si alguien sabe cuántos quedan, ése es Zodorís. Hace años que los persigue para denunciarlos -comenta Zisis.
– El tipo al que busco debe de ser una bestia indómita, para no rendirse ni a sus años.
– Conozco a dos que encajan con el perfil del que busca. Naturalmente, no le aseguro que sea uno de ellos, pero sí puedo decirle quiénes son. Uno es el famoso Kostarás.
– Kostarás no es -le interrumpo-. Ya lo he comprobado. Vive
en un geriátrico, en Nikea. No se ha arrepentido de nada, pero es inofensivo.
Miro a Zisis de reojo. Kostarás fue la causa de que nos conociésemos. Zisis contempla las macetas del patio, indiferente, como si ese nombre no le dijese nada. Estoy convencido de que se acuerda de él. Kostarás no es de los que uno olvida fácilmente. Sin embargo, no abre la boca, seguramente para no desviar la conversación. O tal vez porque recordar los sufrimientos pasados, como hacíamos alguna vez tiempo atrás, no va con su manera de ser.
– Entonces pasemos a la segunda posibilidad, que es la peor -dice Zodorís. Tras unos segundos me pregunta, ya tuteándome-: ¿Te dice algo el nombre de Zajos Komatás?
– No.
– A nadie le dice nada. Sin embargo, es uno de los asesinos más sanguinarios que jamás ha conocido Grecia. Dejémonos de historias, en aquella época todos cometimos crímenes. Pero él mataba por placer.
Se detiene y espera alguna reacción, pero Zisis sigue mudo, porque, para él, lo que dice su amigo va a misa, y yo callo por ignorancia.
– En la academia de policía, ¿os hablaron alguna vez de la matanza de Kalávrita? -me pregunta Zodorís.
– Nos explicaron que los resistentes del ELAS habían hecho prisioneros a algunos soldados alemanes y que las fuerzas alemanas, en represalia, asesinaron a los habitantes de Kalávrita y destruyeron la localidad.
– Nada de «algunos soldados alemanes». Capturaron a ochenta y uno, para ser exactos. Los alemanes enviaron emisarios para que los partisanos liberasen a los soldados, bajo la amenaza de terribles represalias. Los del ELAS no cedieron. Entonces los alemanes enviaron a la célebre unidad Ebersberger. La componían unos ochocientos hombres, comandados por Hans Ebersberger. Sin embargo, con ellos iban trescientos hombres de los escuadrones de seguridad con uniforme alemán. Otros mil quinientos habían rodeado la zona para que nadie escapase. Los alemanes dirigían el plan de ataque y lo supervisaban, los escuadrones eran los ejecutores. Komatás era uno de aquellos trescientos, y se despachó a gusto. Uno de los intérpretes alemanes contó después que los alemanes le gritaban: «¡Zajos, los niños y las mujeres no!», pero que él hacía oídos sordos. Sólo pensaba en matar y matar y matar. Los pocos supervivientes tiemblan aún al recordar a Zajos: un monstruo sediento de sangre que pasó por sus tierras sembrando la muerte, un dragón que echaba fuego. Y no sólo incendiaron la antigua Kalávrita, sino también los pueblos vecinos: Melisia, Brajní, Mega Spíleo y tres o cuatro más.
Mientras escucho a Zodorís, tengo la certeza de que Zajos Komatás es el hombre al que busco. Aplicó el modelo de la matanza de Kalávrita a los asesinatos recientes. Allí los alemanes fueron los inductores y los nuestros los verdugos; ahora él era el inductor y había utilizado a Perandonakos para que asesinara. Y si los otros cinco miembros del grupo no hubiesen secuestrado El Greco, no hubiera contado con uno, sino con cinco brazos ejecutores.
– Zajos fue la causa de que me fuese a las montañas, con la resistencia -la voz de Zodorís interrumpe mis pensamientos-. Mi familia era de Melisia. Mataron a mi padre y a mi hermano. Yo me libré porque me hallaba en Egio por casualidad. Cuando regresé al pueblo, encontré sus cadáveres en uno de los montones de ejecutados. A mi madre nunca la hallé, seguramente murió carbonizada entre las llamas. Me quedé solo en este mundo, no sabía adónde ir y huí a las montañas.
– ¿Sabes dónde vive Zajos Komatás?
– No tan deprisa, comisario, aún nos queda camino por recorrer. En su mayoría, los escuadrones que participaron en la matanza fueron diezmados posteriormente por la resistencia en Meligalás. Pero Zajos era listo, se apartó del resto y se esfumó. Al final de la guerra se libró a los ingleses. Por aquel entonces, los ingleses reclutaban para la policía a miembros, cuidadosamente elegidos, del recién creado ejército griego y de los antiguos escuadrones. Les interesaba, pues los tenían a su merced y hacían con ellos lo que querían. Pero a Zajos no se atrevieron a enrolarle. Cargaba con demasiados crímenes a sus espaldas, ya desde los años treinta, durante la dictadura de Metaxás, y estaba fichado. Al final, llegaron a un pacto: fue declarado loco y le encerraron en el manicomio de Leros, donde tenía su propia habitación y todas las comodidades que quisiera, a cambio de no volver a poner un pie fuera del sanatorio. En caso contrario, lo perdería todo. Hace unos años, cuando, por presiones de la Unión Europea, se cerró el manicomio, algunos enfermos mentales que estaban más o menos curados no quisieron irse, no tenían dónde ir. Y el psiquiátrico pasó a ser una especie de residencia de ancianos para aquellos que no tenían familiares ni nadie que les acogiera. Zajos, sin embargo, prefirió largarse, temía ser descubierto, e intentó borrar de nuevo su rastro.
– ¿Sabes dónde vive ahora? -vuelvo a preguntarle.
– Lo sé. A él particularmente nunca le he perdido de vista. Vive en una barraca en las afueras de Stamata. Al salir de Stamata en dirección a Amigdaleza, la verás a tu derecha. Es una caseta que parece la de un guardabarrera. Vive allí.
Se produce un silencio. Nadie dice nada. Al cabo de un rato, Zisis se vuelve hacia mí por primera vez y me mira.
– ¿Qué piensas hacer?
– Ir a buscarle.
Zodorís me mira y veo la duda reflejada en sus ojos.
– ¡Quién iba a decirme que, después de cuarenta años, enviaría a la policía a casa de Zajos! -reflexiona en voz alta-. Después de cuarenta años… -vuelve a decir, como si necesitase repetirlo cien veces para creérselo.
Después la cabeza se le inclina hacia delante, como si estuviese cansado y le venciera la modorra. Ahora ya no me parece ni regordete ni sonrosado, sólo una bola de sebo. Zisis nunca será así, me digo a mí mismo. Está en los huesos.
Capítulo 50
Dejo que pase el domingo, no quiero ir a ver a Komatás el día en que la mayoría de gente come pescado y pinchos en las tabernas y en los merenderos al aire libre, con la policía a medio gas porque es festivo.
Decido obsequiarme a mí mismo con un absentismo dominical absoluto. Desconecto el móvil y, utilizando casi la violencia policial, obligo a mi mujer a subir al Mirafiori, porque siempre se niega y prefiere el taxi o el autobús, por temor a que el coche nos deje tirados y tenga que empujar. Pongo rumbo a la playa sin un destino concreto. Cuando llego al Delta del Fáliros, me desvío mecánicamente hacia el Pireo y acabamos en el puerto de Microlimani. La mayoría de tabernas no son auténticas o son una horterada para extranjeros, pero hoy no voy en plan sibarita. Pido para mí salmonetes a la brasa y Adrianí, que se ha decantado por la lubina, encuentra un pretexto para refunfuñar porque está un poco seca y porque Grecia se ha llenado de listillos que te atracan en cuanto te despistas, vayas al mercado o a los turísticos restaurantes de pescado de Microlimani.
La vuelta es un martirio; una cola de coches atestados de gente que se ha hartado de pescado, como nosotros, serpentea en dirección a Sintagma. Adrianí se abanica con uno de los suplementos dominicales mientras comprueba, desesperada, que el domingo es el día menos indicado para comer fuera.