– Todos los que se arrastran delante y detrás de nosotros piensan lo mismo que tú -le digo.
– Entonces, ¿por qué salen?
– ¡Porque, los domingos de verano, Atenas es un infierno y todo el mundo busca la caldera que menos queme!
Durante toda la tarde dejo el móvil desconectado y le digo a Adrianí que, si preguntan por mí, no estoy para nadie, salvo para Katerina y Fanis. Me refugio en el periódico y, cuando llega la noche, le propongo ir al cine.
– ¿Qué mosca te ha picado hoy, que quieres pasarte el día fuera de casa? -me pregunta, sorprendida.
– En primer lugar, hace un calor insoportable y en casa no se aguanta ni con aire acondicionado; en segundo lugar, me apetece inaugurar la temporada de cine al aire libre.
La tercera razón -que cuento las horas para que amanezca y poder hacer una visita a Zajos Komatás- me la reservo.
Son las nueve de la mañana y tuerzo por la calle Marazonas para tomar la avenida Drosiá-Stamata. Me he puesto en camino temprano a propósito, para evitar el calor y encontrarme en plena forma cuando vea a Komatás, porque, tal como me lo describió Zodorís, comparado con él, Kostarás es un alma de cántaro.
A las nueve de la mañana, Drosiá todavía dormita, no sé muy bien si debido a la pereza que nos embarga a todos el lunes o al calor. Tal vez se deba a que, cuando te alejas quince kilómetros del centro, Atenas se transforma en un pueblo y el ritmo aminora. Los restaurantes abren tarde, la gente se mueve lentamente, y los coches aún más lentamente: en la carretera que lleva a la playa de Maratón hay bastante tráfico, y yo empiezo a sudar.
Cuando dejo la avenida Drosiá-Stamata, empiezo a ponerme nervioso. Se supone que voy en dirección al mar, pero no me llega el olor a sal. Me detengo delante de una camioneta llena de sandías y le pregunto al hombre que las vende cómo puedo llegar a Amigdaleza.
– Vas en dirección contraria, has de dar media vuelta.
Le obedezco y retrocedo parte del camino. Encuentro la calle Anapafseos y sigo las indicaciones que me ha dado el vendedor de sandías. Cuando salgo de Stamata, a mi derecha veo la barraca. Ciertamente, parece la caseta de un guardabarrera, y también es la clamorosa antítesis de la casa vecina, situada a unos quinientos metros y pintada de color amarillo canario, con dos terrazas a los costados, mientras que la parte central es de piedra, con pequeñas celosías, para que la señorita pueda salir con su pañuelo a conversar con el pretendiente. Delante de ambas construcciones, del castillo sacado de la historia de Robin Hood y de la miserable barraca, se extiende un campo de hierba seca.
Dejo el Mirafiori al principio del camino y sigo a pie. Las malas hierbas me pinchan a través de los calcetines, y eso me recuerda que en el laboratorio hallaron restos de hierbajos enganchados a la Harley Davidson que Perandonakos utilizó en los tres primeros asesinatos. Otra prueba de que visitaba a Komatás y de que es el hombre al que busco.
La puerta está entornada. La empujo y entro. El interior me parece muy espacioso porque hay pocos muebles. En un rincón, al fondo, distingo un diván. Más allá hay una mesita plegable, típica de la miseria, con una lámpara, una cazuela y un puchero para preparar café. Sobre un estante hay dos platos y dos vasos. En la otra pared, debajo de la única ventana, veo un fregadero, y a su lado un baúl cubierto de ropa. Eso es todo, y un hombre en medio de la habitación, un viejo de edad indefinida acomodado en una destartalada silla de ruedas. En el regazo tiene un transistor, de aquellos que estuvieron de moda en la década de los sesenta. No tiene cabello, salvo cuatro pelos descuidados en las sienes. En la penumbra no consigo distinguir si lleva barba; tiene los ojos turbios y apenas puedo distinguir el blanco del iris.
– ¿Eres Zajos Komatás? -le pregunto.
– ¿Y tú quién eres?
– Soy el comisario Jaritos. Hemos hablado por teléfono.
Callo y espero su reacción.
Se ríe entrecortadamente.
– Sí, tú eres el que creía que me dedicaba a matar afeminados. Mira por dónde, hoy nos conocemos personalmente -me dice. Después gesticula hacia atrás con la mano-. Allí hay una silla, cógela y siéntate.
Coloco la silla delante de él.
– ¿Por qué lo hiciste? -le pregunto sin rodeos. Un discurso introductorio no tiene ningún sentido-. ¿Por qué incitaste a Perandonakos a asesinar a cuatro personas? ¿Por qué querías acabar con la publicidad?
Tal vez me ve, pero su mirada es borrosa y se pierde en la oscuridad.
– Este mundo va por mal camino -contesta con el mismo tono tranquilo-. Eres policía, deberías saberlo.
– No, no lo sé. ¿Qué va por mal camino?
Se ríe. Me fijo en su boca: le cuento tres dientes abajo y dos arriba.
– El mundo es como un reloj con las agujas moviéndose entre cinco minutos antes y cinco después de las doce, del centro derecha al centro izquierda. El resto del reloj se lo hemos dejado a los moros, a los emigrantes y a los negros.
– Supongamos que así fuese, ¿eso cambiaría las cosas para que Perandonakos fuese por ahí asesinando gente? ¿Y lo hiciese con una Luger de Kalávrita? Porque el revólver lo conservabas desde entonces, ¿no es cierto? De Kalávrita.
Se va por las ramas:
– ¡Qué buena época aquella! -dice con nostalgia-. En aquel entonces sabíamos lo que queríamos y por dónde íbamos. Nosotros y los demás.
Comienzo a pensar que, tras tantos años en el manicomio, se le ha contagiado la demencia. Parece que me haya leído el pensamiento y se ríe.
– Veo que sabes que viví cincuenta años en el sanatorio mental de Leros…
– Lo sé.
– Y te parece que, al final, yo también me volví loco, ¿no es eso? Pues te equivocas. Entre locos aprendí a pensar. Si aplicásemos el método de Kalávrita a toda esa gentuza, a los inmigrantes albaneses y a los moros, ¿sabes cuánta gente nos aplaudiría y nos felicitaría?
– Pero tú no has incitado a matar inmigrantes, sino a personas vinculadas al mundo de la publicidad.
Sacude la cabeza con fatalismo.
– Escucha y aprende de mí lo que no te enseñaron en la policía. Hoy en día nada se vende sin la publicidad, nada, ni una aguja de coser ni unas medias. La publicidad es la accionista mayoritaria de nuestras vidas. Acaba con la publicidad y las empresas quebrarán, las cadenas de televisión se hundirán, la gente se quedará en la calle, y entonces todos comenzarán a reclamar un salvador que restablezca la ley y el orden, que quiere decir riqueza para una minoría y pan para muchos. Ése era mi plan, pero me lo echaron por tierra aquellos idiotas que, en lugar de seguirme, se largaron a secuestrar un barco, a capturar rehenes y cometer estupideces. Sólo Lefteris creyó en mí. Al resto, en una semana los desarticulasteis. La verdad es que otros más fuertes y mejor organizados tampoco han resistido mucho más: los irlandeses, los vascos… Todos se declaran respetuosos con la ley y gente de orden, lo que significa, en cierta forma, que tratan de arrimarse al centro derecha o al centro izquierda. Lo mismo les acabará pasando a los moros, sólo es cuestión de tiempo. Matar al azar no conduce a nada. Al final la gente se lo toma como una catástrofe inevitable, como si chocasen dos trenes o se precipitase un avión. Hay que asesinar con un plan y con un método. Si no hubiese tenido sólo a Lefteris, sino más gente, ¡me gustaría ver qué habría pasado! Habría provocado un desorden tal que la gente normal y corriente habría pedido un nuevo salvador del país, como lo fue Metaxás.
Un ataque de tos le obliga a interrumpirse. Jadea como una locomotora tan vieja como él.