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– Vives anclado en el pasado, Komatás -le digo-. Viviste cincuenta años en un manicomio y no te diste cuenta de que el mundo cambiaba. Estamos en la era de la Unión Europea y de la democracia. En lo que tú crees, ya no cree nadie.

La tos se transforma en una risa que le ahoga. Abre la boca para tomar aire y vuelvo a contarle los dientes.

– ¿Qué clase de democracia? -me pregunta-. ¿Presidencialista?

– Presidencialista, sí. ¿No te enteraste de que se celebró un referéndum?

– Sí, lo sé. Entonces estaba en el sanatorio, allí tenía televisión. Grecia es una república presidencial gobernada como si fuese un reino por tres familias reales: la de los Karamanlís, la de los Papandreu y la de los Mitsotakis. Ellas eligen cada vez al sucesor.

– No hay monarquías paralelas, hay partidos políticos y elecciones. No estamos en la época del dictador Metaxás ni en Kalávrita, con los alemanes.

La risa sucede a la tos y viceversa.

– Dime una cosa, ¿qué era Kostas Simitis? -me pregunta.

– ¿Qué era? Primer ministro.

– Te equivocas. Era el regente. Cuando el sucesor legal, el hijo mayor de Papandreu, creció, le entregó el poder. Y para que no pienses que odio a los unos y simpatizo con los otros, en nuestra derecha apática, Evert no era el líder de Nea Demokratía, sino el regente. Cuando el sucesor legal se hizo mayor, también le entregó el poder.

Calla y sigue tosiendo. En un momento determinado, deja de toser y empieza a respirar a intervalos cortos.

– ¡Ésta es vuestra democracia! -me dice con desprecio-. Tres familias reales, en medio de una serie de regentes, y un pueblo que vota al sucesor que le mandan. Si acabases con la publicidad, ni ellos podrían hacerse autopropaganda. ¿Qué hizo Metaxás en 1936? Disolvió el Parlamento y les cortó las alas. Ahora me puedes detener y llevarme a comisaría. Al fin y al cabo, a mi edad y en mi estado, no me encarcelarán. Como mucho, me enviarán otra vez a algún manicomio. Y te diré una cosa: con los locos me lo pasaba mejor.

Estoy a punto de tirar su silla de ruedas por el suelo y sacarlo a la calle a empujones, pero en el último instante me detengo. Lleva razón. Lo encerrarán en cualquier manicomio o en una clínica. En ambos casos, morirá en medio de cuidados y atenciones, mientras que yo prefiero imaginármelo suplicando que le traigan un poco de pan de la panadería, luchando por prepararse algo de comer… Y muriendo lenta, atormentadamente, en medio del hambre y la miseria. Tampoco quiero dar a mis superiores la satisfacción de salir en la tele y vanagloriarse de haber detenido al cerebro de los asesinatos. Ni a Guikas ni al ministro. No les serviré a Komatás en bandeja, como a Perandonakos.

Me doy media vuelta y me dirijo hacia la puerta sin decir nada.

– ¿Adónde vas? -grita.

No le contesto; salgo y cierro la puerta.

Que Komatás viva la vida que le queda en peores condiciones que Kostarás, y que Guikas y el ministro nunca sepan la verdad. Ésta es mi venganza, y estoy contento. Una pequeña venganza, sí, pero he llegado a la conclusión de que soy un pequeño-burgués cuya vida transcurre entre pequeñas alegrías y pequeñas venganzas.

Petros Márkaris

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