Para él, a partir de ese fracaso, África ya no tuvo el mismo gusto a libertad. Bamenda, Baso, eran la época de la felicidad, en el santuario del país alto rodeado de gigantes, el monte Bambuta a 2700 metros, el Kodju a 2000 y el Oku a 3000. Había creído que nunca se iría. Había soñado con una vida perfecta en la que los chicos crecerían en esa naturaleza y se convertirían, como él, en habitantes de ese país.
Ogoja, adonde la guerra lo condenó, era un puesto avanzado de la colonia inglesa, un pueblo grande en una hondonada sofocante al borde del Aiya, rodeado por la selva, separado del Camerún por una cadena de montañas infranqueable. El hospital que tenía a su cargo existía desde hacía mucho tiempo, era un gran edificio de cemento con techo de chapa, sala de operaciones, dormitorios para los pacientes y un equipo de enfermeras y de parteras. Aunque seguía siendo un poco aventurero (quedaba a un día de auto de la costa), la aventura estaba planificada. El oficial de distrito no estaba lejos, el gran centro administrativo de la provincia de Cross River estaba en Abakaliki y se podía llegar por una ruta transitable.
La casa oficial en la que vivía estaba justo al lado del hospital. No era un hermoso edificio de madera como Forestry House en Bamenda, ni una cabaña rústica de adobe y palmeras como en Banso. Era una casa moderna, bastante fea, hecha de bloques de cemento con un techo de chapas onduladas que cada tarde la transformaba en un horno y que mi padre se apresuró a cubrir de hojas para aislarla del calor.
¿Cómo vivió esos largos años de guerra, solo en esa gran casa vacía, sin noticias de su mujer y de sus hijos?
Para él, su trabajo de médico se convirtió en una obsesión. La lánguida dulzura del Camerún ya no existía en Ogoja. Si bien seguía atendiendo en medio de la vegetación ya no lo hacía a caballo, por los sinuosos senderos de las montañas. Utilizaba su auto (ese Ford V8 que compró a su predecesor, más bien un camión que un auto, y que tanto me impresionó cuando vino a buscarnos al bajar del barco en Port Harcourt). Iba a los pueblos cercanos, unidos por las pistas de laterita, Ijama, Nyonnya, Bawop, Amachi, Baterik, Bakalung, hasta Obudu en las estribaciones de la montaña de Camerún. El contacto con los enfermos no era el mismo. Eran demasiado numerosos. En el hospital de Ogoja ya no había tiempo para hablar, para escuchar las quejas de las familias. Las mujeres y los niños ya no tenían su lugar en el patio del hospital, donde estaba prohibido encender fuego para cocinar. Los pacientes estaban en los dormitorios, acostados en verdaderas camas de metal con sábanas almidonadas y muy blancas, probablemente sufrían tanto por sus afecciones como por la angustia. Cuando entraba en las salas mi padre leía el temor en sus ojos. El médico ya no era el hombre que aportaba los alivios de los medicamentos occidentales y que sabía compartir su saber con los ancianos de la aldea. Era un extranjero cuya reputación se había extendido por todo el país, que cortaba brazos y piernas cuando había empezado la gangrena, y cuyo único remedio estaba contenido en ese instrumento a la vez aterrador e irrisorio, una jeringa de latón provista de una aguja de seis centímetros.
Banso
Entonces mi padre descubrió, después de todos esos años en los que se había sentido cercano a los africanos, su pariente, su amigo, que el médico sólo era otro actor del poderío colonial, no diferente del policía, del juez o del soldado. ¿Cómo podía ser de otra manera? El ejercicio de la medicina era también un poder sobre la gente, y la vigilancia médica era también una vigilancia política. El ejército británico lo sabía bien: a comienzos de siglo, después de años de resistencia encarnizada, había podido vencer por la fuerza de las armas y de la técnica moderna la magia de los últimos guerreros ibos, en el santuario de Aro Chuku, a menos de un día de marcha de Ogoja. No es fácil cambiar pueblos enteros cuando ese cambio se hace presionando. Mi padre, sin duda, había aprendido esta lección de la soledad y del aislamiento en que lo hundió la guerra. Esta idea debió sumergirlo en el pensamiento del fracaso, en su pesimismo. Recuerdo que al final de su vida me dijo una vez que si volviera a empezar no sería médico, sino veterinario, porque los animales eran los únicos que aceptaban su sufrimiento.
También había violencia. En Banso, en Bamenda, en las montañas de Camerún, mi padre vivía en el encanto de la dulzura y del humor de los africanos. [2]
En Ogoja, todo era diferente. El país estaba perturbado por las guerras tribales, las venganzas, los ajustes de cuentas entre las aldeas. Las rutas y los caminos no eran seguros, había que salir armado. Los ibos de Calabar fueron los que resistieron con más encarnizamiento la penetración de los europeos. Se dice que son cristianos y ése será uno de los argumentos utilizados por Francia para sostener su lucha contra sus vecinos yorubas, que son musulmanes. En verdad, el animismo y el fetichismo eran corrientes en la época. En Camerún también se practicaba la brujería pero, según mi padre, esta tenía un carácter más abierto, más positivo. En el este de Nigeria la brujería era secreta y se la practicaba por medio de venenos, amuletos ocultos, signos destinados a provocar desdicha. Mi padre escuchó por primera vez, de boca de los residentes europeos, y transmitidas por los autóctonos a su servicio, historias de hechizos, magia y crímenes rituales. La leyenda de Aro Chuku y de su piedra para sacrificios humanos continuaba actuando sobre los espíritus. Las historias que se contaban creaban un clima de desconfianza y tensión. En tal pueblo, se decía, no lejos de Obudu, los habitantes tenían la costumbre de poner una cuerda que atravesaba la ruta cuando un viajero solo se aventuraba por allí en bicicleta. Apenas se caía mataban al desdichado, lo llevaban detrás de una pared y despiezaban el cuerpo para comerlo. En otro, el oficial de distrito, durante una gira, hizo que agarraran de la tabla de un carnicero una carne pretendidamente de cerdo, pero que se decía era carne humana. En Obudu, donde cazaban a los gorilas de las montañas de alrededor, en el mercado vendían sus manos cortadas como souvenirs pero si se observaba más de cerca podía verse que también se vendían manos de niños.
Mi padre nos repetía estos relatos aterradores en los que, sin duda, creía a medias. Nunca comprobó por sí mismo esas pruebas de canibalismo. Pero sí debía desplazarse a menudo para hacer la autopsia a víctimas de asesinato. Esa violencia se convirtió en una obsesión para él. Lo escuchaba contar que el cuerpo que debía examinar a menudo estaba en tal estado de descomposición que, para evitar la explosión de gases, tenía que atar el escalpelo a la punta de un palo antes de cortar la piel.
Para él la enfermedad, cuando ya había dejado de existir el encanto de África, tenía un carácter ofensivo. Ese oficio que había ejercido con entusiasmo, poco a poco le resultó agobiante, en el calor, la humedad del río y la soledad en la otra punta del mundo. La proximidad del sufrimiento lo fatigaba: todos esos cuerpos ardiendo de fiebre, el vientre distendido de los cancerosos, las piernas roídas por las úlceras, deformadas por la elefantiasis, esos rostros carcomidos por la lepra o la sífilis, las mujeres desgarradas por los partos, los niños envejecidos por las carencias con la piel gris como un pergamino, los cabellos color herrumbre y los ojos agrandados por la proximidad de la muerte. Mucho tiempo después me hablaba de esas cosas terribles que debió afrontar, cada día, como si fuera la misma secuencia que recomenzaba: una mujer vieja a la que la uremia había vuelto demente y debían atarla a su cama, un hombre al que quitó una tenia tan larga que debió enroscarla en un palo, una joven a la que debió amputar por la gangrena, otra que le llevaron moribunda por la viruela con la cara hinchada y cubierta de heridas. La proximidad física con ese país, ese sentimiento que sólo lo procura el contacto con la humanidad en toda su realidad sufriente, el olor del miedo, el sudor, la sangre, el dolor, la esperanza, la pequeña llama de luz que a veces se enciende en la mirada de un enfermo, cuando la fiebre se aleja, o ese segundo infinito en el que el médico ve cómo se apaga la vida en la pupila de un agonizante, todo esto que lo había invadido, electrizado al comienzo, cuando navegaba por los ríos de Guyana, cuando caminaba por los senderos de montaña en la zona alta de Camerún, se vio cuestionado en Ogoja, a causa del desesperante desgaste de los días, por un pesimismo no expresado, cuando comprobó la imposibilidad de llegar hasta el final de su trabajo.
[2] La reputación de dulzura de la gente de Banso difícilmente podía generalizarse al resto del Camerún occidental. En un estudio dedicado al pueblo wiya de la provincia de Bamenda, el doctor Jeffries relata las atrocidades en la guerra que los enfrentaba desde siempre con los fulanis de Kishong: cuando estos capturaban a un wiya, le cortaban las orejas y los dos brazos a la altura de los codos, cosían las palmas y así fabricaban una especie de collar que pasaban alrededor del cuello del desdichado antes de mandarlo a su pueblo. Los ejércitos de ocupación francés y británico intentaron en vano oponerse a esas exacciones que en la actualidad resurgen en algunos países de África occidental, como Liberia.