En su lugar, librábamos contra él una guerra solapada, inspirada por el miedo a los castigos y los golpes. El más duro fue el período cuando volvió de África. A las dificultades de adaptación se agregaba la hostilidad que debía sentir en su propio hogar. Sus cóleras eran desproporcionadas, excesivas y agotadoras. Por nada, un bol roto, una palabra mal dicha, una mirada, golpeaba con la caña y con los puños. Recuerdo haber sentido algo que se parecía al odio. Todo lo que podía hacer era romper sus palos, pero iba a buscar otros a las colinas. Había un arcaísmo en esta manera, no se parecía a lo que conocían mis compañeros. Según el proverbio árabe, debí salir endurecido de esto: el golpeado primero es débil y luego se vuelve fuerte.
En la actualidad, con la distancia que da el tiempo, comprendo que mi padre nos transmitía la parte más difícil de la educación, la que ninguna escuela da. África no lo había transformado. Había revelado el rigor en él. Más tarde, cuando mi padre vino a vivir su jubilación al sur de Francia, aportó con él la herencia africana. La autoridad y la disciplina hasta la brutalidad.
Pero también la exactitud y el respeto, como una regla de las sociedades antiguas de Camerún y de Nigeria, en las que los niños no deben llorar ni deben quejarse. El gusto por una religión sin florituras, sin supersticiones que, supongo, había encontrado en el ejemplo del Islam. Por eso ahora comprendo lo que entonces me parecía absurdo, su obsesión por la higiene, esa manera que tenía de lavarse las manos. El asco que manifestaba por la carne de cerdo de la que, para convencernos, con la punta del cuchillo, extraía los huevos de tenia enquistados. Su manera de comer, de cocer el arroz según el método africano, agregando poco a poco agua caliente. Su gusto por las legumbres hervidas que condimentaba con una salsa de pimiento. Su preferencia por las frutas secas, los dátiles, los higos y hasta las bananas que ponía a cocer al sol en el borde de la ventana. La atención que ponía cada mañana en hacer las compras muy temprano, en compañía de los trabajadores magrebíes, a los que también volvía a encontrar en la comisaría de policía cada vez que tenía que renovar su permiso de residencia.
Baile en Babungo, país nkom
Todo esto puede parecer anecdótico. Pero esas costumbres africanas que se habían convertido en su segunda naturaleza aportaban, sin duda, una lección a la que el niño y luego el adolescente no podía ser insensible.
Veintidós años de África le habían inspirado un odio profundo al colonialismo en todas sus formas. En 1954 hicimos un viaje turístico a Marruecos, donde uno de los "tíos" era administrador de una propiedad agrícola. Mucho más que las imágenes habituales del folclore recuerdo un incidente que me marcó. Habíamos tomado un ómnibus para ir de Casablanca a Marrakech. En un momento, el chofer, un francés, se encolerizó, insultó y arrojó al borde del camino a un viejo campesino que, sin duda, no podía pagar el boleto. Mi padre estaba indignado. Su comentario se extendía a toda la ocupación francesa en ese país, que impedía a los autóctonos ejercer el mínimo trabajo, aun el de chofer de ómnibus, y que maltrataba a los pobres. En la misma época, día a día seguía por la radio los combates de los kikiuyus en Kenia por la independencia y la lucha de los zulúes contra la segregación racial en Sudáfrica.
No eran ideas abstractas ni elecciones políticas. En él hablaba la voz de África y despertaban sus antiguos sentimientos. Sin duda, había pensado en el futuro cuando viajaba con mi madre, a caballo por los senderos de Camerún. Era antes de la guerra, antes de la soledad y la amargura, cuando todo era posible, cuando el país era joven y nuevo, cuando todo podía surgir. Lejos de la sociedad corrompida y aprovechadora de la costa, había soñado con el renacer de África, liberada de su esclavitud colonial y de la fatalidad de las pandemias. Una especie de estado de gracia, a imagen de las inmensidades herbosas por donde avanzaban las manadas conducidas por los pastores, o de los pueblos de los alrededores de Banso, en la perfección inmemorial de sus paredes de adobe y sus techos de hojas.
El advenimiento de la independencia, en Camerún y en Nigeria, y después, poco a poco, en todo el continente, debió de apasionarlo. Para él, cada insurrección debía de ser una fuente de esperanza. Y la guerra que acababa de estallar en Argelia, guerra en la cual sus propios hijos corrían el riesgo de ser movilizados, no podía parecerle sino el colmo del horror. Nunca le perdonó a De Gaulle el doble juego.
Murió el año en que apareció el sida. Ya había percibido el olvido táctico en el que las grandes potencias coloniales dejaban al continente al que habían explotado. Los tiranos que se habían instalado con la ayuda de Francia y Gran Bretaña, Bokassa, Idi Amin Dada, a quienes los gobernantes occidentales proveyeron de armas y subsidios durante años, antes de condenarlos. Las puertas abiertas a la emigración, esas cohortes de hombres jóvenes que dejaban Ghana, Benín o Nigeria en las década de 1960, para servir de mano de obra y poblar los guetos de los suburbios, luego esas mismas puertas que se cerraron cuando la crisis económica volvió a las naciones industriales temerosas y xenófobas. Y sobre todo el abandono de África a sus viejos demonios, paludismo, disentería y hambruna. En la actualidad la nueva peste del sida, que amenaza de muerte a un tercio de la población de África, y como siempre, las naciones occidentales, detentadoras de los remedios, que fingen no ver y no saber.
Al parecer, Camerún había escapado a esas maldiciones. El alto país del Oeste, al separarse de Nigeria, había hecho una elección razonable que lo ponía a cubierto de la corrupción y de las guerras tribales. Pero esa modernidad no aportaba los beneficios que habían sido anticipados. A los ojos de mi padre, lo que desaparecía era el encanto de los pueblos, la vida lenta, despreocupada, al ritmo de los trabajos agrícolas. La reemplazaba el incentivo de la ganancia, la venalidad y una cierta violencia. Aun lejos de Banso mi padre no podía ignorarlo. Debía de sentir el paso del tiempo como la ola que se retira abandonando la playa del recuerdo.
En 1968, mientras mi padre y mi madre veían crecer bajo sus ventanas, en Niza, las montañas de basura que dejaba la huelga general, y mientras en México yo oía el zumbido de los helicópteros del ejército que se llevaban los cuerpos de los estudiantes que habían matado en Tlatelolco, Nigeria entraba en la fase terminal de una matanza terrible, uno de los grandes genocidios del siglo, que se conoció con el nombre de guerra de Biafra. Por el dominio de los pozos de petróleo en la desembocadura del río Calabar, ibos y yorubas se exterminaban bajo la mirada indiferente del mundo occidental. Peor aún, las grandes compañías petroleras, sobre todo la anglo-holandesa Shell-British Petroleum, parte interesada en esta guerra, presionaron a sus gobiernos para que se aseguraran los pozos de petróleo y los oleoductos. Los Estados que representaban se enfrentaban por procuración, Francia del lado de los insurgentes de Biafra, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Estados Unidos del lado del gobierno federal mayoritariamente yoruba. La guerra civil se convirtió en un problema mundial, en una guerra entre civilizaciones. Se hablaba de cristianos contra musulmanes o de nacionalistas contra capitalistas. Los países desarrollados encontraron una salida inesperada para sus manufacturas: vendían a los dos campos armas livianas y pesadas, carros de asalto, aviones y hasta mercenarios alemanes, franceses, chadianos, que integraban la 4a brigada de Biafra al servicio de los rebeldes de Ojukwu. Pero a fines del verano de 1968, cercado, diezmado por las tropas federales al mando del general Benjamín Adekunle, llamado por su crueldad el "Escorpión negro", el ejército de Biafra capituló. Sólo resistió un puñado de combatientes, la mayoría de los cuales eran niños, que blandían machetes y palos tallados en forma de fusil contra los Mig y los bombarderos soviéticos. Con la caída de Aba (no lejos del antiguo santuario de los guerreros magos de Aro Chuku), Biafra entró en una larga agonía. Con la complicidad de Gran Bretaña y Estados Unidos, el general Adekunle bloqueó el territorio de Biafra e impidió cualquier ayuda y aprovisionamiento. Ante el avance del ejército federal, presa de una locura vengativa, la población civil huyó hacia lo que quedaba del territorio de Biafra, invadió las sabanas y el bosque e intentó sobrevivir con las reservas. Hombres, mujeres, niños cayeron en una trampa mortal. A partir de septiembre ya no hubo operaciones militares, sino millones de personas separadas del resto del mundo, sin víveres, sin medicamentos. Cuando, por fin, las organizaciones internacionales pudieron entrar en la zona insurgente, descubrieron la amplitud del horror. A lo largo de los caminos, al borde de los ríos, a la entrada de los pueblos, centenares de miles de niños se estaban muriendo de hambre y de deshidratación. Era un cementerio vasto como un país. Por todas partes, en las llanuras herbosas iguales a aquellas donde yo, en otra época, iba a hacerles la guerra a los termes, niños sin padres erraban sin destino con sus cuerpos transformados en esqueletos. Mucho tiempo después me sentí atormentado por el poema de Chinua Achebe, Navidad en Biafra, que empieza con estas palabras: