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No, ninguna Virgen con el Niño podrá igualar

El cuadro de la ternura de una madre

Hacia ese hijo que muy pronto deberá olvidar.

Vi esas imágenes terribles en todos los periódicos y los semanarios. Por primera vez, el país en el que había pasado la parte más memorable de mi infancia se mostraba al resto del mundo, pero era porque se moría. Mi padre vio esas imágenes, ¿cómo hubiera podido aceptarlas? A los setenta años, sólo se puede mirar y callar. Sin duda, verter lágrimas.

El mismo año de la destrucción del país donde había nacido, le retiraron a mi padre la nacionalidad británica debido a la independencia de la isla Mauricio. A partir de ese momento dejó de pensar en irse. Había armado el proyecto de volver a África, no a Camerún, sino a Durban, en Sudáfrica, para estar más cerca de sus hermanos y hermanas que se habían quedado en la isla Mauricio natal. Después pensó en instalarse en las Bahamas, comprar un terreno en Eleuthera y construir una especie de campamento. Había soñado con los mapas. Buscaba otro lugar, no los que había conocido y donde había sufrido, sino un mundo nuevo, donde pudiera volver a empezar, como en una isla. Después de la masacre de Biafra ya no soñó. Entró en una especie de mutismo empecinado que lo acompañaría hasta su muerte. Hasta olvidó que había sido médico, que había llevado una vida aventurera y heroica. Cuando, como consecuencia de una mala gripe, lo hospitalizaron brevemente para una transfusión sanguínea, logré con dificultad que le dieran el resultado de sus análisis. "¿Por qué los quiere? -preguntó la enfermera- ¿Es médico?" Le dije: "Yo no, pero él sí". La enfermera le llevó los documentos. "¿Por qué no dijo que era médico?" Mi padre contestó: "Porque no me lo preguntó". De cierta manera me pareció que no era por resignación sino por su deseo de identificación con todos los que había curado, a los que, al final de su vida, empezaba a parecerse.

A esa África quiero volver sin cesar, a mi memoria de niño. A la fuente de mis sentimientos y de mis determinaciones. El mundo cambia, es verdad, y el que está de pie allá en medio de la llanura de hierbas altas, en el soplo cálido que trae los olores de la sabana, el ruido agudo de la selva, que siente en sus labios la humedad del cielo y de las nubes, está tan lejos de mí que ninguna historia, ningún viaje me permitirá llegar a él.

Sin embargo, a veces, camino por las calles de una ciudad, al azar, y de golpe, al pasar ante la puerta de un edificio en construcción, respiro el olor frío del cemento que acaba de ser colado, y estoy en la cabaña de paso de Abakaliki, entro en el cubo umbrío de mi cuarto y veo detrás de la puerta el gran lagarto azul que nuestra gata ha estrangulado y que me trae en signo de bienvenida. O bien, en el momento que menos lo espero, me invade el perfume de la tierra mojada de nuestro jardín en Ogoja, cuando el monzón se arrastraba por el techo de la casa y dibujaba los arroyos color sangre en la tierra resquebrajada. Hasta escucho, por encima de la vibración de los autos embotellados en una avenida, la música suave e hiriente del río Aiya.

Escucho la voz de los chicos que gritan, me llaman, están delante del cerco, a la entrada del jardín, han traídos sus piedritas y sus vértebras de cordero para jugar, para llevarme a cazar culebras. A la tarde, después de la lección de cálculo con mi madre, me sentaba en el cemento de la veranda, frente al horno del cielo blanco, para hacer dioses de arcilla y cocerlos al sol. Me acuerdo de cada uno de ellos, de sus nombres, de sus brazos levantados y de sus máscaras. Alasi, el dios del trueno, Ngu, Eke-Ifite la diosa madre, Agwu el malicioso. Pero eran aun más numerosos porque cada día inventaba un nombre nuevo, eran mis chis, mis espíritus que me protegían e iban a interceder por mí ante Dios.

Bamenda

Miraba la fiebre que subía en el cielo del crepúsculo, los relámpagos que corrían en silencio entre los jirones grises de las nubes aureoladas de fuego. Cuando la noche sea profunda, escucharé el paso del trueno, cada vez más cerca, la onda que hace vacilar mi hamaca y sopla la llama de mi lámpara. Escucharé la voz de mi madre que cuenta los segundos que nos separan del impacto del rayo y que calcula la distancia a razón de trescientos treinta y tres metros por segundo. Y finalmente el viento de la lluvia, muy frío, que avanza con toda su potencia por la cima de los árboles, escucho cada rama que gime y se quiebra, el aire de la habitación se llena del polvo que levanta el agua al golpear contra la tierra.

Todo está tan lejos y tan cerca. Una simple pared fina como un espejo separa el mundo de hoy del mundo de ayer. No hablo de la nostalgia. Esa pena desamparada nunca me causó placer. Hablo de sustancia, de sensaciones, de la parte más lógica de mi vida.

Algo me fue dado, algo me fue quitado. Lo que está definitivamente ausente de mi infancia: haber tenido un padre, haber crecido al lado de él en la dulzura del hogar familiar. Sin nostalgia y sin extraordinaria ilusión sé que esto me faltó. Cuando un hombre, día tras día, mira cambiar la luz en el rostro de la mujer que ama, cuando espía cada resplandor furtivo de su hijo. Todo esto, que jamás ningún retrato ni ninguna foto podrá captar.

Pero me acuerdo de todo lo que recibí cuando llegué por primera vez a África: una libertad tan intensa que me quemaba, me embriagaba y la gozaba hasta el dolor.

No quiero hablar de exotismo; los niños son absolutamente ajenos a este vicio. No porque vean a través de los seres y de las cosas, sino porque, justamente, sólo ven eso: un árbol, un hueco en la tierra, una colonia de hormigas constructoras, una banda de chicos turbulentos en busca de un juego, un viejo de ojos nublados que tiende una mano descarnada, una calle en un pueblo africano un día de mercado, eran todas las calles de todos los pueblos, todos los chicos, todos los árboles y todas las hormigas. Ese tesoro está siempre vivo en el fondo de mí y no puede ser extirpado. Mucho más que de simples recuerdos, está hecho de certezas.

Si no hubiera tenido este conocimiento carnal de África, si no hubiera recibido esa herencia de mi vida antes de mi nacimiento, ¿en qué me hubiera convertido?

Hoy existo, viajo, a mi vez he formado una familia y me he arraigado en otros lugares. Sin embargo, a cada instante, como una sustancia etérea que circula entre las paredes de lo real, me siento traspasado por el tiempo de otra época, en Ogoja. Por bocanadas me sumerge y me aturde. No sólo esta memoria de niño, extraordinariamente precisa para todas las sensaciones, los olores, los gustos, las impresiones del relieve o del vacío y el sentimiento de la duración.