Ahora, al escribirlo, lo comprendo. Esa memoria no es sólo la mía. Es también la memoria del tiempo que precedió a mi nacimiento, cuando mi padre y mi madre caminaban juntos por las rutas del país alto, en los reinos del oeste de Camerún. La memoria de las esperanzas y de las angustias de mi padre, su soledad, su desamparo en Ogoja. La memoria de los instantes de felicidad, cuando mi padre y mi madre estaban unidos por el amor que creían eterno. Cuando se movían por la libertad de los caminos y los nombres entraron en mí como nombres de familia, Bali, Nkom, Bamenda, Banso, Nkongsamba, Revi y Kwaja. Y los nombres de los países, Mbembé, Kaka, Nsungli, Bum, Fungom. Las altas mesetas por donde avanzaban lentamente las manadas de animales con cuernos en medialuna como para colgarse de las nubes, entre Lassim y Ngonzin.
Tal vez, al final de cuentas, mi antiguo sueño no me engañaba. Si mi padre se había convertido en el africano, por la fuerza de su destino, yo puedo pensar en mi madre africana, la que me abrazó y me alimentó en el instante en que fui concebido, en el instante en que nací.
Diciembre de 2003-enero de 2004
Río Nsob, país nsungli
J.M.G. Le Clézio