Los chicos del pueblo nunca estaban con nosotros cuando íbamos a destruir los termiteros. Sin duda, esa rabia por demoler los hubiera asombrado ya que vivían en un mundo donde los termes eran una evidencia, en el que representaban un papel en las leyendas. El dios Termes había creado los ríos al comienzo del mundo y era el que guardaba el agua para los habitantes de la tierra. ¿Por qué destruir su casa? Para ellos no hubiera tenido sentido alguno la gratuidad de esa violencia: fuera de los juegos, moverse significaba ganar dinero, recibir una golosina, cazar algo vendible o comestible. Los mayores vigilaban a los más chicos que nunca estaban solos, librados a sí mismos. Los juegos, las discusiones y los trabajos menudos se alternaban sin un empleo preciso del tiempo: mientras paseaban recogían ramas y bosta seca para el fuego, iban a buscar agua y charlaban dUrante horas delante de los pozos, jugaban a la payana en el suelo o se quedaban sentados delante de la cabaña de mi padre, mirando el vacío, esperando por una tontería. Si hurtaban algo sólo podían ser cosas útiles, un trozo de torta, fósforos, un viejo plato oxidado. Cada tanto el garden boy se enojaba, y los echaba a pedradas, pero al instante siguiente ya habían vuelto.
Nosotros éramos salvajes como jóvenes colonos, seguros de nuestra libertad, nuestra impunidad, sin responsabilidades y sin mayores. Escapábamos cuando mi padre estaba ausente, cuando mi madre dormía, y la llanura leonada nos atrapaba. Corríamos a toda velocidad, descalzos, lejos de la casa, a través de las altas hierbas que nos cegaban, saltando por encima de las rocas, por la tierra seca y resquebrajada por el calor, hasta las ciudades de las termitas. El corazón nos latía, la violencia desbordaba nuestro aliento, agarrábamos piedras, palos y golpeábamos, golpeábamos, hacíamos derrumbar paredes de esas catedrales, por nada, simplemente por la felicidad de ver subir las nubes de polvo, escuchar desmoronarse las torres, para que el palo resonara sobre las paredes endurecidas y quedaran al aire las galerías rojas como venas donde hormigueaba una vida pálida, color nácar. Pero tal vez al escribirlo hago demasiado literario, demasiado simbólico el furor que dominaba nuestros brazos cuando golpeábamos los termiteros. Sólo éramos dos niños que habían atravesado el encierro de cinco años de guerra, educados en un entorno de mujeres, en una mezcla de temor y astucia, donde el único destello era la voz de mi abuela maldiciendo a los "boches". Esos días en los que corríamos entre las altas hierbas en Ogoja eran nuestra primera libertad. La sabana, la tormenta que se formaba cada tarde, la quemadura del sol en la cabeza, y esa expresión demasiado fuerte, casi caricaturesca de la naturaleza animal, era lo que llenaba nuestros pequeños pechos y nos lanzaba contra la muralla de los termes, esos negros castillos que se levantaban hacia el cielo. Creo que desde ese entonces no volví a sentir semejante entusiasmo. Semejante necesidad de calcular y de dominar. Era un momento de nuestras vidas, sólo un momento, sin ninguna explicación, sin pesar, sin futuro y casi sin memoria.
He pensado que habría sucedido de otra manera si nos hubiéramos quedado en Ogoja, si nos hubiéramos vuelto semejantes a los africanos. Habría aprendido a percibir, a sentir. Como los chicos del pueblo habría aprendido a hablar con los seres vivos, a ver lo que había de divino en los termes. Hasta creo que después de un tiempo los habría olvidado.
Había un apuro, una urgencia. Habíamos llegado de la otra punta del mundo (porque Niza era la otra punta del mundo). Habíamos ido desde un departamento en el sexto piso de un edificio burgués, rodeado por un jardín en el que los chicos no tenían derecho a jugar, a vivir en África ecuatorial, a orillas de un río barroso, rodeados por la selva. No sabíamos que íbamos a volver a irnos. Tal vez habíamos pensado, como todos los niños, que íbamos a morir allí. Del otro lado del mar, el mundo se había inmovilizado en el silencio. Una abuela con sus cuentos, un abuelo con el acento cantarino de la isla Mauricio, los compañeros de juego, de clase, todo se había congelado como los juguetes que se guardan en una valija, como los miedos que a veces se dejan en el fondo de los placares. La llanura herbosa había cancelado todo con el aliento caliente de la tarde. La llanura herbosa tenía el poder de hacer latir nuestros corazones, de hacer nacer el furor y dejarnos cada crepúsculo doloridos, muertos de cansancio en el borde de nuestras hamacas.
Las hormigas eran la contracara de ese furor. Lo contrario de la llanura herbosa, de la violencia destructora. ¿Había hormigas antes de Ogoja? No me acuerdo. O bien esas "hormigas de Argentina", un polvo negro que invadía cada noche la cocina de mi abuela, y unía con caminos minúsculos las jardineras con rosales en equilibrio sobre la canaleta y el montón de basura que quemaba en la caldera.
En Ogoja, las hormigas eran insectos monstruosos de la variedad exsectoide, que cavaban sus nidos a diez metros de profundidad debajo del césped del jardín, donde debían de vivir cientos de miles de individuos. De manera contraria a los termes, suaves e indefensos, incapaces en su ceguera de causar el menor mal, salvo roer la madera agusanada de las casas y los troncos de los árboles caídos, las hormigas eran rojas, feroces, tenían ojos y mandíbulas y eran capaces de segregar veneno y atacar a quien se encontrara en su camino. Ellas eran las verdaderas dueñas de Ogoja.
Conservo el recuerdo agudo de mi primer encuentro con las hormigas, en los días siguientes a mi llegada. Estaba en el jardín, no lejos de la casa. No había notado el cráter que señalaba la entrada del hormiguero. De pronto, sin que me hubiera dado cuenta, estaba rodeado por miles de insectos. ¿De dónde venían? Debí haber entrado en la zona vacía que rodeaba el orificio de sus galerías. Me acuerdo más del miedo que sentí que de las hormigas. Me quedé inmóvil, incapaz de huir, incapaz de pensar, en el suelo, que de pronto era movedizo y formaba una alfombra de caparazones, patas y antenas que giraba alrededor de mí y me ceñía con su torbellino; vi a las hormigas que empezaban a subir por mis zapatos y se hundían en el tejido de esos famosos calcetines de lana impuestos por mi padre. En el mismo momento sentí el ardor de las primeras picaduras, en los tobillos y en las piernas. Una espantosa impresión, la obsesión de ser comido vivo. Duró unos segundos, unos minutos, un tiempo tan largo como una pesadilla. No lo recuerdo, pero debí gritar, tal vez aullar, porque, un instante después, me socorrió mi madre que me llevó en brazos y, alrededor de mí, frente a la terraza de la casa, estaban mi hermano y los chicos del pueblo que me miraban en silencio ¿o se reían? ¿Dijeron: Small boy him cry! Mi madre me quitó los calcetines dándolos vuelta con delicadeza, como quien quita una piel muerta; como si hubiera sido azotado por ramas espinosas vi mis piernas cubiertas de puntos oscuros en los que brillaba una gota de sangre: eran las cabezas de las hormigas pegadas a la piel, porque sus cuerpos habían sido arrancados en el momento en que mi madre me quitaba los calcetines. Sus mandíbulas estaban hundidas profundamente y hubo que sacarlas con una aguja mojada en alcohol.