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– Oficialmente, sí, general, pero dispone de un pequeño apartamento, para sus asuntos privados. Un pisito, como lo. llaman los ingleses. Aceptó un contrato de arrendamiento por siete años cuando yo estaba allí, de modo que aún debe seguir ocupándolo.

– ¿Y dónde está situado?

– En Stanley Mews, muy cerca de la abadía de Westminster.

– Y muy conveniente para las cámaras del Parlamento. Una buena dirección. Estoy impresionado.

– A José siempre le gustó lo mejor.

– Eso es algo que hay que pagar. -Schellenberg se levantó y se acercó a la ventana. Estaba nevando ligeramente-. ¿Es de confianza ese primo suyo? ¿Ha tenido tratos alguna vez con nuestros amigos británicos?

Rivera pareció estar asombrado.

– General Schellenberg, le aseguro que José, como yo, es un buen fascista. Combatimos juntos con el general Franco en la guerra civil y…

– Está bien. Sólo quería dejar clara esa cuestión. Y ahora escúcheme con mucha atención. Es posible que decidamos intentar un rescate del coronel Steiner. ||| -¿De la Torre de Londres, señor? -preguntó Rivera con los ojos muy abiertos.

– En mi opinión, lo trasladarán pronto a algún otro lugar seguro. Hasta es posible que ya lo hayan hecho así. Le enviará hoy mismo un mensaje a su primo pidiéndole toda la información posible.

– Desde luego, general.

– Muy bien, póngase a trabajar entonces. -Cuando Rivera llegó ante la puerta, Schellenberg añadió-: Como comprenderá, no necesito decirle que, si se filtrara una sola palabra de lo que se ha dicho aquí, usted, amigo mío, terminaría en el fondo del río Spree, y su primo en el Támesis. Le puedo asegurar que poseo un brazo extraordinariamente largo.

– Por favor, general -empezó a protestar Rivera de nuevo.

– Ahórreme toda esa cháchara sobre lo buen fascista que es usted. Limítese a pensar en lo generoso que yo puedo llegar a ser. Esa será una base mucho más saludable sobre la que cimentar nuestras relaciones.

Rivera se marchó y Schellenberg telefoneó pidiendo su coche. Poco después, se puso el abrigo y abandonó el despacho.

El almirante Wilhelm Canaris tenía cincuenta y seis años. Había sido un destacado capitán de submarino durante la Primera Guerra Mundial, dirigía el Abwehr desde 1935 y, a pesar de ser un alemán leal, siempre se había sentido incómodo con el nacionalsocialismo. Aunque se oponía a cualquier plan para asesinar a Hitler, estaba implicado desde hacía varios años en el movimiento alemán de resistencia, recorriendo un camino peligroso que finalmente le condujo a su caída y muerte.

Aquella mañana, mientras cabalgaba a lo largo de la orilla, entre los árboles del Tiergarten, los cascos de su caballo levantaban la nieve en polvo, y ese sonido le llenaba de una feroz alegría. Los dos dachshunds que le acompañaban a todas partes le seguían con una velocidad sorprendente. Vio a Schellenberg de pie junto a su Mercedes, lo saludó con un gesto de la mano y se volvió hacia él.

– Buenos días, Walter. Debería estar conmigo.

– No esta mañana -le dijo Schellenberg-. Estoy a punto de emprender uno de mis viajes.

Canaris desmontó y el conductor de Schellenberg le sostuvo las riendas del caballo. Canaris le ofreció un cigarrillo a Schellenberg y ambos se dirigieron hacia un parapeto desde el que se dominaba el lago.

– ¿Algo interesante? -preguntó Canaris.

– No, sólo cuestión de rutina -contestó Schellenberg.

– Vamos, Walter, suéltelo. Guarda usted algo en su mente.

– Está bien. Es el asunto de la operación Águila.

– Eso no tiene nada que ver conmigo -le dijo Canaris-. La idea se le ocurrió al Führer. ¡Qué tontería! ¡Matar a Churchill cuando ya tenemos perdida la guerra!

– Desearía que no dijera usted esa clase de cosas en voz alta -dijo Schellenberg con suavidad.

– Se me ordenó que preparara un estudio de viabilidad al respecto -dijo Canaris, ignorando la observación-. Sabía que el Führer se olvidaría del tema en cuestión de días, como así fue. Pero Himmler no lo olvidó. Deseaba hacerme la vida lo más incómoda posible, como siempre. Actuó a mis espaldas, sobornó a Max Radl, uno de mis ayudantes de mayor confianza. Y todo el asunto terminó en una verdadera catástrofe, como ya sabía que sucedería.

– Claro que Steiner estuvo a punto de conseguirlo -dijo Schellenberg.

– ¿Conseguir, qué? Vamos, Walter. No niego la audacia y valentía de Steiner, pero el hombre contra el que se disponían a actuar no era Churchill. Habría sido algo impresionante si hubiesen conseguido traerlo. Habría sido una verdadera gozada ver la expresión en el rostro de Himmler.

– Y ahora nos hemos enterado de que Steiner no murió -dijo Schellenberg-. Sabemos que lo tienen en la Torre de Londres.

– Ah, ¿de modo que Rivera también le ha pasado alReichsführer el mensaje de su primo? -Canaris sonrió cínicamente-. Con la intención de doblar la recompensa, como siempre.

– ¿Qué cree usted que harán los británicos?

– ¿Con Steiner? Lo encerrarán bajo siete llaves hasta el final de la guerra, como han hecho con Hess, sólo que, en su caso, tendrán la boca cerrada. No sentaría bien que se supiera, del mismo modo que al Führer no le sentaría bien enterarse de los hechos.

– ¿Lo cree usted posible?

– ¿Quiere decir por mi boca? -replicó Canaris echándose a reír-. ¿De modo que se trata de eso? No, Walter. Yo ya tengo suficientes problemas en estos últimos tiempos como para buscarme más. Puede asegurarle alReichsführer que permaneceré tranquilo, si él hace lo mismo.

Empezaron a caminar de regreso hacia el Mercedes.

– Supongo que podrá confiarse en él -dijo Schellenberg-. Me refiero a ese Vargas. ¿Podemos creerle?

«-Soy el primero en admitir que nuestras operaciones en Inglaterra han ido de mal en peor -dijo Canaris, tomándose muy en serio el tema-. Al servicio secreto británico se le ocurrió una idea genial cuando dejaron de matar a nuestros operativos y se limitaron a atraparlos y convertirlos en agentes dobles.

– ¿Y Vargas?

– Nunca se puede estar seguro, pero no lo creo. Su posición en la embajada española, el hecho de que sólo haya trabajado ocasionalmente, sin estar integrado en ninguna red, sin contactos con ningún otro agente en Inglaterra…, ¿comprende? -Habían llegado junto al coche. Canaris sonrió-. ¿Alguna otra cosa?

Schellenberg no pudo evitar el decirlo. Aquel hombre le gustaba.

– Como sabrá muy bien, se ha producido otro atentado contra la vida del Führer en Rastenburg. Por lo visto, las bombas que transportaba el joven oficial implicado explotaron prematuramente.

– Muy descuidado por su parte. ¿A dónde quiere ir a parar, Walter?

– Lleve cuidado, por el amor de Dios. Corren unos tiempos peligrosos.

– Walter, yo nunca he estado de acuerdo con la idea de asesinar al Führer. -El almirante volvió a montar sobre la silla y tomó las riendas-. Por muy deseable que esa posibilidad pueda parecer a algunas personas, ¿y quiere que le diga por qué, Walter?

– Estoy seguro de que me lo va a decir. W-Gracias a la estupidez del Führer, Stalingrado nos costó más de trescientos mil muertos y noventa y un mil prisioneros, incluyendo a veinticuatro generales. La mayor derrota que hemos sufrido jamás. Una metedura de pata tras otra, gracias al Führer. -Se echó a reír con dureza-. ¿No se da cuenta de la verdad, amigo mío? En realidad, que él siga vivo no hace sino acortar la guerra para nosotros,

Y tras decir esto lanzó el caballo al galope, seguido por losdachshunds, que ladraban a su espalda, y se perdió entre los árboles.

De regreso en su despacho, Schellenberg se cambió en el cuarto de baño, poniéndose un ligero traje de franela gris, mientras hablaba con Ilse Huber a través de la puerta abierta, informándola de todo el asunto.