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– ¿De veras? Resulta extraño que usted lo sepa. -Devlin sonrió amigablemente-. Y yo que la había comprado hace apenas una semana en un tenderete del rastro…

Se levantó, y Frear preguntó:

– ¿Es que no va a ofrecernos ninguna melodía esta noche?

– Oh, eso llega más tarde… -contestó Devlin dirigiéndose hacia la puerta y sonriéndole con una mueca-, mayor -añadió, antes de desaparecer.

El Flamingo era un pequeño bar y restaurante bastante destartalado. Berger se vio obligado a dejar las cosas en manos de Eggar, que hablaba el idioma con fluidez. Al principio, no consiguieron nada. Sí, Devlin había trabajado allí durante un tiempo, pero se había marchado hacía tres días. Luego, una mujer que había entrado para vender flores a los clientes escuchó la conversación e intervino. Según dijo, el irlandés trabajaba ahora en otro establecimiento, el Luces de Lisboa, sólo que ya no estaba empleado como camarero, sino como pianista, en el bar. Eggar le entregó una propina y ambos salieron.

– ¿Conoce usted el lugar? -preguntó Berger.

– Oh, sí, bastante bien. También está en el barrio antiguo. Debo advertirle que los clientes que frecuentan estos locales suelen ser bastante rudos.

– La canalla de esta vida nunca me ha causado problemas -aseguró Berger-. Y ahora, indíqueme el camino.

Los altos muros del Castelo de Sao Jorge se elevaban por encima de ellos a medida que avanzaban por entre un dédalo de calles estrechas. Al llegar a una pequeña plaza situada frente a una iglesia, Devlin salió de una callejuela y cruzó el empedrado, delante de ellos, dirigiéndose al café.

– Dios mío, si es él -murmuró Eggar-. Es exactamente como en esta foto.

– Pues claro que es él, estúpido -exclamó Berger-. ¿No es éste el Luces de Lisboa?

– No, mayor, es otro café. Uno de los más notables de Alfama. Aquí hay gitanos, toreros y criminales.

– En ese caso, es una suerte que hayamos venido armados. Cuando entremos, lleve su pistola en el bolsillo derecho y con la mano encima.

– Pero el general Schellenberg nos dio instrucciones expresas de…

– No discuta conmigo. No tengo la intención de perder ahora a este hombre. Haga lo que le digo y sígame.

Y Berger se dirigió directamente hacia el café, desde donde surgía una música de guitarra.

En el interior, el lugar era luminoso y aireado, a pesar de que estaba cayendo el atardecer. La barra del bar era de mármol y las botellas se alineaban contra un espejo antiguo situado tras ellas. En las paredes, pintadas de blanco, había anuncios de corridas de toros. El hombre que atendía el bar, bajo y feo, con un solo ojo, llevaba un delantal y una camisa manchada y estaba sentado sobre un taburete alto, leyendo un periódico. Había otros cuatro hombres jugando al póquer en otra mesa; eran gitanos morenos, de aspecto feroz. Un hombre más joven, apoyado contra la pared, rasgueaba una guitarra.

El resto del local estaba vacío, a excepción de Devlin, sentado ante una mesa, contra la pared del fondo, leyendo un pequeño libro, con una jarra de cerveza. La puerta crujió al abrirse y Berger entró, seguido de Eggar. El guitarrista dejó de tocar y las conversaciones de los jugadores se apagaron cuando Berger se quedó quieto junto a la puerta, como si la muerte los hubiera visitado. Berger pasó junto a los jugadores de cartas, seguido de cerca por Eggar, a su izquierda.

Devlin levantó la mirada, sonrió amistosamente y tomó la jarra de cerveza con la mano izquierda.

– ¿Liam Devlin? -preguntó Berger.

– ¿Y quién es usted?

– ElSturmbannführer Horst Berger, de la Gestapo.

– Dios santo, ¿y por qué han enviado al diablo? Yo me siento a gusto aquí, y no armo jaleo.

– Es usted más pequeño de lo que yo creía -le dijo Berger-, No me impresiona.

– Pues yo no dejo de estar impresionado todo el tiempo, hijo -replicó Devlin volviendo a sonreír.

– Debopedirle que venga con nosotros.

– Resulta que aún me queda la mitad del libro por leer.El tribunal de medianoche y en irlandés. ¿Me creería si le dijera que lo encontré en un tenderete del rastro hace apenas una semana?

Y ¡Ahora! -exclamó Berger.

Devlin se limitó a tomar un trago de cerveza.

– Me recuerda usted un fresco medieval que vi una vez en una iglesia en Donegal. La gente corría, aterrorizada, ante un hombre con la cabeza cubierta por una capucha. Todo aquel a quien tocaba el hombre contraía la muerte negra, ¿comprende?

Y ¡Eggar! -ordenó Berger.

Devlin disparó a través de la parte superior de la mesa, desportillando la pared, junto a la puerta. Eggar trató de sacar la pistola del bolsillo. La Walther que Devlin había tenido sobre las rodillas apareció sobre la mesa y volvió a disparar, atravesándole la mano derecha a Eggar. El agregado de policía lanzó un grito y cayó contra la pared. Se le cayó la pistola al suelo y uno de los gitanos se apresuró a recogerla.

Berger se metió la mano en el interior de la chaqueta, dirigiéndola hacia la Mauser que llevaba en la pistolera del hombro. Devlin le arrojó la cerveza a la cara y levantó la mesa hacia él. El borde le golpeó al alemán en sus partes y éste se inclinó hacia delante. Devlin le apretó el cañón de la Walther contra la nuca, introdujo la mano en la chaqueta de Berger y extrajo la Mauser, que arrojó hacia la barra del bar.

– Un regalo para ti, Barbosa. -El hombre le dirigió una mueca al tiempo que se hacía cargo de la Mauser. Los gitanos se levantaron, dos de ellos con navajas en las manos-. Habéis tenido mucha suerte al no haber elegido la clase de sitio donde ni siquiera se ocupan de recoger los restos -dijo Devlin-. Un lote realmente malo, estos tipos. Hasta el hombre de la capucha no cuenta mucho con ellos. Ese que está ahí, Barbosa, se encontraba con el de la capucha muchas tardes, en las plazas de toros de España. Allí fue donde le metieron el cuerno en el ojo.

La expresión del rostro de Berger le pareció más que suficiente. Devlin se guardó el libro en el bolsillo, rodeó al alemán, sosteniendo la Walther contra su pierna, y se inclinó para ver la mano de Eggar.

– Un par de nudillos desaparecidos. Vas a necesitar un médico.

Se guardó la Walther y se volvió dispuesto a marcharse,

Berger perdió el control de hierro con el que se había contenido hasta entonces. Corrió hacia él, con las manos extendidas. Devlin se balanceó y lanzó el pie derecho, alcanzando a Berger por debajo de la rótula. Cuando el alemán se dobló sobre sí mismo, levantó una rodilla hacia su rostro, arrojándolo hacia atrás, contra la barra. Berger se incorporó a duras penas, sosteniéndose sobre el mostrador de mármol, mientras los gitanos se echaban a reír.

– ¡Jesús! -exclamó Devlin sacudiendo la cabeza-. Hijo, yo diría que los dos tendríais que encontrar una clase de trabajo diferente.

Dio media vuelta y se marchó.

Cuando Schellenberg entró en la pequeña enfermería, Eggar estaba sentado ante una mesa, mientras el médico de la embajada le vendaba la mano derecha.

– ¿Cómo está? -preguntó Schellenberg.

– Sobrevivirá -contestó el médico terminando el vendaje y cortando la tira de esparadrapo-. Es posible que en el futuro sienta la mano un poco rígida. Ha sufrido algún daño en los nudillos.

– ¿Me permite un momento? -El médico asintió con un gesto y salió. Schellenberg encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la mesa-. Supongo que encontraron ustedes a Devlin, ¿verdad?

– ¿No ha sido informado elherr general? -preguntó Eggar.

– No he hablado todavía con Berger. Todo lo que sabía es que habían regresado ustedes en un taxi y en peores condiciones de las que estaban al marcharse. Y ahora, cuénteme con exactitud lo ocurrido.

Y así lo hizo Eggar, cuya cólera aumentaba a medida que se intensificaba el dolor.