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– No quiso escuchar,herr general. Tuvo que hacerlo de esta manera.

– No ha sido culpa suya, Eggar -le aseguró Schellenberg poniéndole una mano en el hombro-. Me temo que el mayor Berger se ve a sí mismo como el único hombre. Le llegó la hora de aprender una lección.

– Oh, Devlin se encargó de eso -dijo Eggar-. La última vez que lo vi, el rostro del mayor no tenía muy buen aspecto.

– ¿De veras? -dijo Schellenberg sonriendo-, Y yo que estaba convencido de que ya no podía tenerlo peor.

Berger estaba desnudo hasta la cintura ante una palangana, en el pequeño cuarto de baño donde había sido alojado, examinándose el rostro ante el espejo. Alrededor del ojo izquierdo ya le había aparecido un morado, y tenía la nariz hinchada. Schellenberg entró en ese momento, cerró la puerta y se apoyó contra ella.

– De modo que ha desobedecido mis órdenes.

– Actué lo mejor que supe -dijo Berger-. No quería perderlo.

– Y él fue mejor que usted. Ya se lo advertí.

Había una expresión de cólera en el rostro de Berger, reflejado en el espejo, tocándose la mejilla.

– Ese pequeño cerdo irlandés. La próxima vez ya me encargaré de él.

– No hará nada de eso porque, a partir de ahora, yo mismo me ocuparé de este asunto -dijo Schellenberg-. A menos, desde luego, que prefiera usted que informe alReichsführer de que hemos perdido a ese hombre debido a su estupidez.

– General Schellenberg -dijo Berger volviéndose hacia él-. Debo protestar.

– Póngase firme cuando hable conmigo,Sturmbannführer -le espetó Schellenberg. Berger hizo lo que se le ordenaba, y la disciplina de hierro de las SS volvió a hacerse cargo de la situación-. Hizo usted un juramento al unirse a las SS. Juró obediencia total a su Führer y a quienes fueran nombrados para mandarle, ¿no es así?

– Jawohl, Brigadeführer.

– Excelente -asintió Schellenberg-. Empieza usted a recordar. No lo vuelva a olvidar, porque las consecuencias podrían ser desastrosas. -Se volvió hacia la puerta, la abrió y sacudió la cabeza-. Tiene un aspecto horrible, mayor. Trate de hacer algo con esa cara suya antes de bajar a cenar.

Salió y cerró la puerta. Berger se volvió a mirarse en el espejo.

– ¡Bastardo! -exclamó con suavidad.

Liam Devlin estaba sentado ante el piano del Luces de Lisboa, con un cigarrillo colgándole de la comisura de la boca y una jarra de cerveza sobre la tapa del piano. Eran las diez de la noche; sólo faltaban dos horas para Navidad y el café estaba abarrotado de gente alegre. Estaba tocando una melodía titulada Luz de luna en el camino, una de sus favoritas, y lo hacía con lentitud, de modo inolvidable. Se dio cuenta de la llegada de Schellenberg en cuanto éste entró en el local, no porque lo hubiera reconocido, sino sólo por la clase de hombre que era. Lo observó dirigirse al bar y pedir un vaso de vino. Luego apartó la mirada, consciente de que se le acercaba.

– Luz de luna en el camino -dijo Schellenberg-. Me gusta. Una de las mejores melodías de Al Bowlly -añadió, mencionando el nombre del que había sido uno de los vocalistas más populares de Inglaterra hasta su muerte.

– Resultó muerto durante elblitz de Londres, ¿lo sabía? -replicó Devlin-. Nunca quería bajar a los refugios, como hacían todos los demás, cuando sonaban las sirenas de ataque aéreo. Lo encontraron muerto en la cama, a causa de la explosión de una bomba.

– Un hecho desgraciado -dijo Schellenberg.

– Supongo que eso depende del lado en que uno se encuentre.

Devlin empezó a tocarUn día de niebla en Londres.

– Es usted un hombre de muchos talentos, señor Devlin -dijo Schellenberg.

– Pasable para tocar el piano en un bar, eso es todo -dijo Devlin-. Son los frutos de una juventud malgastada. -Extendió la mano hacia su jarra de cerveza, sin dejar de tocar con la otra-. ¿Y quién es usted, hijo?

– Me llamo Schellenberg, Walter Schellenberg. ¿Es posible que haya oído hablar de mí?

– Desde luego que sí -asintió Devlin con una mueca-. He vivido lo bastante en Berlín como para haber escuchado su nombre. Ahora es general, ¿verdad? ¿Y nada menos que del SD? ¿Tiene usted algo que ver con los dos idiotas que me buscaron las cosquillas esta tarde?

– Eso es algo que lamento mucho, señor Devlin. El hombre contra el que disparó es el agregado de policía de la embajada. El otro, el mayor Berger, es de la Gestapo. Sólo está conmigo siguiendo órdenes expresas delReichsführer.

– i Santo Dios ¿Ya volvemos otra vez con el viejo Himmler? La última vez que le vi no me dio exactamente su aprobación.

– Pues el caso es que ahora le necesita.

– ¿Para qué?

– Para que vaya usted a Inglaterra en nuestro nombre, señor Devlin. A Londres, para ser más exactos.

– No, gracias. Ya he trabajado para la inteligencia alemana dos veces en esta guerra. La primera vez en Irlanda, donde casi me vuelan la cabeza.

Y se dio un golpecito con el dedo en la cicatriz de bala que tenía en un lado de la frente.

– Y la segunda vez en Norfolk, donde recibió una bala en el hombro derecho y sólo pudo escapar por un pelo, dejando a Kurt Steiner atrás.

– Ah, ¿de modo que también sabe eso?

– ¿Lo de la operación Águila? Oh, sí.

– Ese coronel era un buen hombre. No es que fuese muy nazi…

– ¿Ha sabido lo que fue de él?

– Desde luego… Trajeron a Max Radl al hospital donde yo estaba en Holanda, después de que sufriera su ataque al corazón. Recibió un informe de fuentes de inteligencia en Inglaterra, comunicando que Steiner había resultado muerto en un lugar llamado Meltham House, cuando trataba de apoderarse de Churchill.

– En esa información hay dos datos erróneos -le dijo Schellenberg-. Dos cosas que Radl no sabía. La persona que estaba allí aquel fin de semana no era Churchill, que en esos momentos se dirigía a participar en la conferencia de Teherán. Era su doble. Un actor de music hall.

– ¡Jesús, María y José! -exclamó Devlin dejando de tocar el piano.

– Y, lo que es más importante, Kurt Steiner no murió. Está con vida, se encuentra bien y ahora lo tienen en la Torre de Londres, y ésa es la razón por la que quiero que regrese usted a Inglaterra y haga ese trabajo para mí. Porque se me ha confiado la tarea de conseguir que regrese sano y salvo al Reich, y sólo dispongo para ello de poco más de tres semanas.

Frear había entrado en el café un par de minutos antes y reconocido a Schellenberg al instante. Se retiró hacia una mesa apartada, desde donde llamó al camarero, pidió una cerveza y observó a los dos hombres, que salieron al jardín de la parte trasera. Se sentaron ante una mesa y contemplaron las luces de los barcos en el Tajo.

– General, han perdido ustedes la guerra -dijo Devlin-. ¿Por qué siguen intentándolo?

– Oh, todos tenemos que hacer lo mejor que podamos hasta que esta maldita guerra haya terminado. Como no dejo de decir, resulta difícil saltar del tiovivo una vez que éste se ha puesto en marcha. Esto no es más que un juego en el que participamos.

– Como el viejo cabrón de pelo blanco sentado en la mesa del fondo que nos está vigilando ahora -comentó Devlin.

Schellenberg se volvió a mirar con naturalidad.

– ¿Y quién puede ser?

– Pretende estar metido en el negocio del oporto. Se llama Frear. Mis amigos me han dicho que es el agregado militar de la embajada británica.

– Da lo mismo -siguió diciendo Schellenberg con calma-. ¿Está usted interesado?

– ¿Y por qué iba a estarlo?

– Por dinero. Recibió veinte mil libras por su trabajo en la operación Águila, pagadas en una cuenta en Ginebra.

– Y yo me encuentro empantanado aquí, sin dos peniques en el bolsillo.