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– Si Devlin es todo lo astuto que yo me imagino, Jack, habrá detectado la presencia de Frear desde el principio. En un lugar como Lisboa no se puede ser agregado militar de una embajada sin que la gente sepa esas cosas.

– ¿Quiere decir que se ha marchado a Berlín siguiendo otra ruta?

– Exactamente. Girando y revolviéndose como el zorro que es, aunque eso no le sirva de nada con nosotros. -Munro sonrió-. Tenemos a Rivera y a Vargas en el bolsillo, y eso significa que siempre estaremos situados un paso por delante de ellos.

– Entonces, ¿qué ocurrirá ahora, señor?

– Ha llegado el momento de esperar, Jack. Nos limitaremos a esperar y ver cuál es su siguiente movimiento. ¿Ha organizado esa entrevista con Steiner?

– Sí, señor.

Munro se acercó a la ventana. El aguanieve se había convertido de nuevo en lluvia.

– Da la impresión de que vayamos a tener niebla ahora -espetó-. Maldito tiempo. -Emitió un suspiro y exclamó-: ¡Qué guerra, Jack, qué guerra!

4

Mientras el coche avanzaba por Tower Hill, la niebla fue desplegándose a partir del Támesis.

– ¿Cuál es ahora la situación aquí? -preguntó Munro.

– Todo el lugar está vigilado, brigadier. No se permite la entrada del público, como solía hacerse antes de la guerra. Tengo entendido que algunos días se organizan visitas para militares aliados de uniforme.

– ¿Y los alabarderos de la guardia?

– Oh, siguen funcionando, y continúan viviendo con sus familias en los alojamientos para casados. Todo esto ha sido bombardeado en más de una ocasión. Exactamente tres veces mientras Rudolf Hess estuvo aquí, ¿lo recuerda?

Fueron detenidos ante un puesto de centinela donde se les comprobaron los pases. Luego, siguieron avanzando entre los jirones de niebla, con los sonidos del tráfico amortiguado, y el angustioso ulular de la sirena de niebla de un barco, desde el Támesis, que seguía su curso río abajo, hacia el mar.

Se les volvió a comprobar la documentación antes de cruzar un puente levadizo y pasar por una gran puerta de acceso,

– No es precisamente el día más apropiado para tener el corazón lleno de alegría -comentó Munro.

No había gran cosa que ver, debido a la niebla; sólo muros de piedra gris. Llegaron finalmente a la guardia interior, completamente aislados del exterior.

– El hospital está por allí, señor -dijo Cárter,

– ¿Ha organizado las cosas como le ordené?

– Sí, señor, aunque debo admitir que con cierta mala gana.

– Es usted un hombre agradable, Jack, pero esta guerra no lo es. Vamos, bajaremos y seguiremos el camino a pie.

– Sí, señor.

Cárter se esforzó por seguirle el paso, con la pierna planteándole problemas, como siempre. La niebla era amarillenta y acre, y parecía agarrarse al fondo de la garganta, como si fuera ácido.

– Impresionante, ¿verdad? -preguntó Munro-. Es verdaderamente muy densa. ¿Cómo la llamaría Dickens? ¿Típica de Londres?

– Así lo creo, señor.

– Qué lugar más sangriento es éste, Jack. Se supone que está poblado de fantasmas. Aquella desgraciada mujer, lady Jane Grey; y Walter Raleigh rondando incesantemente los muros. Me pregunto cómo le sentará esto a Steiner.

– No creo que le ayude precisamente a dormir, señor.

Uno de los famosos cuervos negros de la Torre surgió de entre la niebla, enorme, aleteando y lanzándoles un graznido.

– ¡Apártate, criatura nauseabunda! -gritó Munro, violentamente sobresaltado-. ¿Qué le había dicho yo? Son los espíritus de los muertos.

La pequeña sala del hospital estaba pintada de un verde oscuro. Había una cama estrecha, una mesita y un armario ropero, así como un cuarto de baño adjunto. Kurt Steiner, vestido con pijama y un batín de paño, estaba sentado junto a la ventana, leyendo. La ventana estaba cubierta por rejas, aunque era posible pasar la mano a través de ellas y abrir el marco. Prefería sentarse allí porque, con buen tiempo, podía ver la guardia interior y la Torre Blanca. Eso le permitía formarse una ilusión de espacio, y el espacio significaba libertad. Se escuchó el crujido de los cerrojos procedente de la sólida puerta. Ésta se abrió y un policía militar entró en la celda.

– Tiene usted visita, coronel.

Munro entró, seguido por Cárter.

– Puede usted dejarnos a solas, cabo -le dijo al policía militar.

– A sus órdenes.

El hombre salió, cerrando la puerta. Munro iba vestido de uniforme, más por motivos de efecto que por cualquier otra cosa. Se quitó el abrigo británico y Steiner observó las insignias y distinciones de un oficial de estado mayor.

– ¿Oberstleutnant Kurt Steiner?

Steiner se levantó de la silla.

– ¿Brigadier?

– Munro, y éste es mi ayudante, el capitán Jack Cárter.

– Caballeros, ya les informé hace algún tiempo de mi nombre, rango y número de serie -dijo Steiner-. No tengo nada más que añadir, excepto que me sorprende que nadie intentara apretarme ka tuercas desde entonces. Me disculpo por el hecho de que sólo haya una silla, de modo que no puedo invitarles a que se sienten.

Su inglés era perfecto y a Munro le asombró sentir una cierta simpatía por él.

– Nos sentaremos en la cama, si nos lo permite. Jack, ofrézcale un cigarrillo al coronel.

– No, gracias -dijo Steiner-. Una bala en el pecho fue una buena justificación para dejarlo.

– Su inglés es realmente excelente -dijo Munro, una vez que se hubieron sentado.

– Brigadier -dijo Steiner sonriendo-, sin duda alguna sabrá usted que mi madre era estadounidense y que viví en Londres durante muchos años, de joven, cuando mi padre fue agregado militar en la embajada alemana. Fui educado en St. Paul's.

Tenía veintisiete años de edad, y se encontraba en buena forma, a excepción de unas mejillas ligeramente hundidas, debido, sin duda, a la hospitalización. Era un hombre bastante tranquilo, con una ligera sonrisa en los labios, y un aire de confianza en sí mismo que Munro ya había observado antes en muchos militares aerotransportados.

– No se le ha sometido a ningún otro interrogatorio, no sólo debido al estado en que se ha encontrado durante tanto tiempo -dijo Munro-, sino también porque sabemos todo lo que hay que saber con respecto a la operación Águila.

– ¿De veras? -replicó Steiner con sequedad.

– Sí. Una tarea propia para el departamento de operaciones especiales, coronel. Nuestro trabajo consiste en saber las cosas. Estoy seguro de que le sorprenderá saber que el hombre al que intentaron asesinar aquella noche en Meltham House no era el señor Churchill.

Steiner le miró con incredulidad.

– ¿Qué está intentando decirme ahora? ¿Qué disparate es este?

– No es ningún disparate -intervino Jack Cárter-. Se trataba de un hombre llamado George Howard Foster, conocido en el ambiente del music hall como el Gran Foster. Un ilusionista de cierto renombre.

Steiner se echó a reír inconteniblemente.

– ¡Pero eso es maravilloso! Y tan sangrientamente irónico. ¿No lo comprenden? Si hubiéramos tenido éxito y hubiésemos logrado llevarlo de regreso con nosotros… Dios santo, un artista de music hall. Me habría encantado ver la cara que ponía ese bastardo de Himmler. -Aparentemente preocupado por haber ido demasiado lejos, suspiró profundamente y se controló-. ¿Y qué?

– Su amigo, Liam Devlin, resultó herido, pero sobrevivió -dijo Cárter-. Logró llegar a un hospital holandés, y después escapó a Lisboa. Por lo que sabemos, su segundo en el mando, Neumann, todavía sobrevive y está hospitalizado.

– Lo mismo que quien lo organizó todo, el coronel Max Radl -añadió Munro-, Sufrió un ataque al corazón.

– De modo que no quedamos muchos -comentó Steiner en voz baja.