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– Es algo que nunca ha podido comprender, coronel -dijo Cárter-. Usted no es nazi, eso lo sabemos. Arruinó su carrera tratando de ayudar a una mujer judía en Varsovia y, sin embargo, la última noche que estuvo en Norfolk intentó apoderarse de Churchill.

– Soy un militar, capitán. La función había empezado, y esto es un juego, ¿no está de acuerdo conmigo?

– Y al final el juego se burló de usted, ¿no es así? -dijo Munro con perspicacia.

– Algo así.

– ¿No ha tenido esto nada que ver con el hecho de que su padre, el general Karl Steiner, haya sido detenido en el cuartel general de la Gestapo, en Prinz Albrechtstrasse, en Berlín, por complicidad en una conjura contra el Führer? -preguntó Cárter.

La expresión de Steiner se ensombreció.

– Capitán Cárter, elReichsführer Himmler es notable por muchas cosas, pero no precisamente por la caridad y la compasión.

– Y fue Himmler quien estuvo detrás de todo este asunto -dijo Munro-. Presionó a Max Radl para que actuara a espaldas del almirante Canaris. Ni siquiera el Führer tenía la menor idea de lo que se estaba tramando. Y sigue sin saberlo.

– Nada me sorprendería -dijo Steiner levantándose y dirigiéndose hacia la pared. Una vez allí, se volvió hacia sus visitantes-. Y ahora, caballeros, ¿a qué viene todo esto?

– Quieren que regrese -le dijo Munro.

Steiner le miró fijamente, incrédulo.

– Está bromeando. ¿Por qué razón iban a molestarse?

– Lo único que sé es que Himmler quiere que salga usted de aquí.

Steiner volvió a sentarse en la silla.

– Pero eso es una tontería…, con el debido respeto a mis compatriotas. Los prisioneros alemanes de guerra no se han destacado por haber escapado de Inglaterra, ni siquiera desde la Primera Guerra Mundial.

– Ha habido uno -le dijo Cárter-. Un piloto de la Luftwaffe, pero incluso él tuvo que hacerlo desde Canadá, a través de Estados Unidos, antes de que los estadounidenses entraran en guerra.

– Pasa por alto lo más importante -dijo Munro-. Aquí no estamos hablando de un prisionero que se limita a escapar. Aquí estamos hablando de una especie de complot, si así lo quiere. Una operación montada meticulosamente, dirigida por el general Walter Schellenberg, del SD. ¿Le conoce usted?

– Sólo de oídas -contestó Steiner automáticamente.

– Claro que se necesitaría al hombre adecuado para llevar a cabo la operación, y ahí es donde entra en liza Liam Devlin -añadió Cárter.

– ¿Devlin? -repitió Steiner sacudiendo la cabeza-. Tonterías, Devlin es uno de los hombres más notables que haya conocido jamás, pero ni siquiera él podría sacarme de este lugar.

– Sí, desde luego, aunque no sería de este sitio, porque vamos a trasladarle a una casa de seguridad en Wapping, en el priorato de St. Mary. Más adelante se le informará de los detalles.

– No, no me lo careo. Esto es un truco, una trampa -dijo Steiner.

– Buen Dios, ¿qué beneficio cree usted que conseguiríamos nosotros? •-preguntó Munro-. En la embajada española hay un hombre llamado José Vargas, agregado comercial. A veces trabaja para ustedes, por dinero. Opera a través de un primo suyo que trabaja a su vez en la embajada española en Berlín, y utiliza la valija diplomática.

– Pero resulta que también trabaja para nosotros por la misma razón, por dinero -añadió Cárter-. Y los dos han estado en contacto, indicándonos así el interés de los suyos por sacarle de aquí, y solicitando más información en cuanto a su paradero.

– Incluso nosotros mismos le hemos dicho lo que necesita saber -dijo Munro-. También le hemos comunicado cuál será su nuevo domicilio, en el priorato.

– Ahora lo comprendo -dijo Steiner-. Permiten ustedes que el plan se desarrolle para que Devlin venga a Londres. Necesitará ayuda, claro. Tendrá que utilizar a otros agentes y, en el momento apropiado, ustedes los detendrán a todos.

– Sí, eso es una forma de concebirlo -asintió Munro-. Aunque también existe otra posibilidad, claro.

– ¿Y cuál sería ésa?

– Sencillamente, que las cosas sigan su curso. Que le permita escapar a Alemania…

– ¿Donde trabajaría para usted? -preguntó Steiner sacudiendo la cabeza-. Lo siento, brigadier. Cárter tenía razón, no soy un nazi, pero sigo siendo un militar…, un soldado alemán. Me sería muy difícil aceptar la palabra traidor.

– ¿Diría usted acaso que su padre y otros como él fueron traidores porque intentaron eliminar al Führer? -preguntó Munro.

– En cierto modo, eso es diferente. Se trataría de alemanes intentando resolver sus propios problemas.

– Un punto de vista muy limpio -admitió Munro. Se volvió y preguntó -: ¿Jack?

Cárter se levantó y llamó a la puerta. Ésta se abrió y apareció el policía militar. Munro se levantó.

– Si quiere usted seguirme, coronel, hay algo que me gustaría enseñarle.

Por lo que se refería a Adolf Hitler, los traidores no debían contar con la posibilidad de una muerte honorable. Ningún oficial encontrado culpable de haberse conjurado contra él debía morir ante un pelotón de fusilamiento. El castigo estaba tipificado que sería la muerte por horca, para lo que, habitualmente, se empleaba un garfio de colgar carne y un hilo de cuerda de piano. Era frecuente que las víctimas tardaran en morir, a veces de forma muy desagradable. El Führer había ordenado que todas aquellas ejecuciones fueran filmadas. Algunas eran tan impresionantes que, según se decía, hasta el propio Himmler había tenido que salir de la sala de proyección, con náuseas.

La ejecución que se estaba proyectando ahora en el gran almacén situado al final del pasillo, era una filmación parpadeante y bastante granulosa. El joven sargento de inteligencia, anónimo en la oscuridad, situado detrás del proyector, utilizaba como pantalla la misma pared pintada de blanco. Steiner estaba sentado en una silla, solo. Munro y Cárter se hallaban situados detrás de él.

El general Karl Steiner, sostenido por dos hombres de las SS, ya había muerto a causa de un ataque al corazón, el único buen detalle de todo el procedimiento- De todos modos, lo colgaron del garfio y se apartaron del cuerpo. La cámara permaneció enfocada fijamente sobre la patética figura, que se balanceaba ligeramente de un lado a otro, hasta que la pantalla quedó en blanco.

El sargento encendió las luces. Kurt Steiner se levantó de la silla, se volvió y se dirigió hacia la puerta sin decir una sola palabra. La abrió, pasó ante el policía militar y caminó por el pasillo, dirigiéndose a su celda. Munro y Cárter le siguieron. Cuando entraron en la habitación, encontraron a Steiner de pie ante la ventana, apretando con las manos los barrotes y mirando hacia el exterior. Se volvió hacia ellos. Tenía el rostro muy pálido.

– ¿Saben, caballeros? Creo que ha llegado el momento de empezar a fumar de nuevo.

Jack Cárter sacó con nerviosismo un cigarrillo del paquete de Players, le ofreció uno y se lo encendió.

– Siento mucho que lo haya tenido que ver -dijo Munro-, pero era importante que supiera usted que Himmler había quebrantado su promesa.

– Vamos, brigadier -dijo Steiner con sequedad-. Usted no siente nada. Lo único que quería era demostrar su punto de vista, y lo ha conseguido. Nunca creí que mi padre tuviera una posibilidad de supervivencia, hiciera yo lo que hiciese. En cuanto a Himmler, mantener sus promesas no es algo que le preocupe en especial.

– ¿Y qué piensa usted ahora? -preguntó Munro.

– Ah, ¿de modo que llegamos por fin al propósito del ejercicio? ¿Estaré dispuesto ahora, lleno de rabia, a ofrecer mis servicios a los aliados? ¿Permitiré que mefaciliten la huida a Alemania, donde asesinaría a Hitler a la primera oportunidad que se me presentara? -Sacudió la cabeza con tristeza-. No, brigadier. Pasaré unas cuantas malas noches a causa de lo que acabo de ver. Incluso es posible que pida ver a un sacerdote, pero la cuestión esencial sigue siendo la misma. La participación de mi padre en un complot contra la vida de Hitler fue como alemán. No lo estaba haciendo para favorecer la causa de los aliados. Lo estaba haciendo por Alemania.