– Sí, desde luego, eso es fácil de comprender -intervino Cárter.
– Entonces -dijo Steiner volviéndose hacia él-, también se dará cuenta de que hacer lo que sugiere el brigadier sería una traición con respecto a todo aquello que mi padre defendió y por lo que, en ultimo término, dio la vida.
– Muy bien -dijo Munro levantándose-. Estamos perdiendo nuestro tiempo. Será usted transferido al priorato de St. Mary a principios de año, coronel. Su amigo Devlin no tiene la menor esperanza de sacarlo de allí, claro, pero nos encantará que lo intente. -Se volvió a Cárter y añadió -: Pongámonos en marcha, Jack.
– ¿Me permite una cosa más, brigadier? -le interrumpió Steiner.
– ¿Sí?
– Mi uniforme. Le recuerdo que, según la Convención de Ginebra, tengo derecho a llevarlo puesto. Munro miró a Cárter, quien dijo: -Ha sido reparado, coronel, y limpiado. Me ocuparé de que lo reciba usted hoy mismo, con todas sus medallas, naturalmente.
– Entonces, ya está todo dicho -dijo Munro saliendo de la celda.
Cárter se sacó del bolsillo el paquete de cigarrillos y una caja de cerillas y los dejó sobre la mesita.
– Ha mencionado usted a un sacerdote. Me ocuparé de que le visite uno, si así lo desea.
– Se lo haré saber en tal caso.
– ¿Quiere un suministro de cigarrillos?
– Será mejor que no. Ése tenía un gusto horrible -contestó Steiner consiguiendo esbozar una sonrisa.
Cárter se encaminó hacia la puerta y, una vez allí, vaciló y se volvió.
– Si le ayuda en algo saberlo, coronel, parece ser que su padre murió de un ataque al corazón. Aunque no conozco las circunstancias…
– Oh, me las imagino muy bien, pero gracias de todos modos -le interrumpió Steiner.
Permaneció allí de pie, con las manos metidas en los bolsillos del batín, muy tranquilo. Cárter, sin saber qué otra cosa podía añadir, salió al pasillo y siguió a Munro.
Algo más tarde, cuando su coche avanzaba en la niebla a lo largo de Tower Hill, Munro dijo:
– No lo aprueba usted, ¿verdad, Jack?
– No, realmente no, señor. Y, en mi opinión, ha sido una crueldad innecesaria.
– Sí. Bueno, como ya le dije antes, ésta no es una guerra agradable. Al menos, ahora sabemos a qué atenernos con respecto a nuestro amigo Steiner.
– Supongo que sí, señor.
– En cuanto a Devlin…, si es lo bastante loco como para intentarlo, habrá que dejar que venga cuando quiera. Teniendo a Vargas para informarnos de cada uno de sus movimientos, no podemos equivocarnos.
Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.
Devlin no llegó a Berlín hasta el día de Año Nuevo. Había tardado dos días en conseguir un billete en el expreso a París desde Madrid. Una vez allí, la prioridad conseguida gracias a Schellenberg le permitió encontrar billete en el expreso a Berlín, pero bombarderos B17 de la 8.a Fuerza Aérea de Estados Unidos, que operaban desde Inglaterra, habían causado daños muy graves en las vías de distribución del tráfico ferroviario de Frankfurt. Eso exigió desviar la ruta de la mayor parte de los trenes procedentes de Francia y Holanda.
El tiempo era malo en Berlín. Hacía la clase de tiempo que no parecía decidirse en un sentido u otro, con la lluvia transformándose en aguanieve, y viceversa. Devlin, que todavía llevaba un traje más apto para Lisboa, se las había arreglado para conseguir una gabardina en París, pero se sentía helado y su estado era bastante miserable cuando avanzó con dificultades entre la multitud que atestaba la estación central de Berlín.
Desde la barrera donde se encontraba, junto a la policía de seguridad, Use Huber le reconoció en seguida por la fotografía de su expediente. Ya había hablado con el sargento al mando de la policía, de modo que en cuanto apareció Devlin, con una bolsa en la mano y los papeles preparados, ella intervino de inmediato.
– ¿Herr Devlin? Por aquí, por favor -dijo tendiéndole la mano-. Soy Use Huber, la secretaria del general Schellenberg. Tiene usted un aspecto terrible.
– Pues lo mismo me siento yo.
– Nos está esperando un coche -dijo ella.
El coche era un Mercedes con un gallardete de las SS bien visible.
– Supongo que eso hará que la gente se aparte del camino con rapidez, ¿no es así? -preguntó Devlin.
– Ayuda, desde luego -admitió ella-. Al general Schellenberg se le ocurrió pensar que podría haberse visto usted sorprendido por el tiempo que hace.
– Ya lo puede asegurar.
– He tomado medidas para llevarle inmediatamente a una tienda de segunda mano. Allí le conseguiremos todo lo que necesite. También tendrá que alojarse en algún lugar. Tengo un apartamento situado no muy lejos del cuartel general. Hay dos dormitorios. Si le parece, puede disponer de uno de ellos mientras esté aquí.
– Creo que la pregunta sería más bien: ¿qué le parece a usted? -replicó él.
– Señor Devlin -contestó ella con un encogimiento de hombros-, mi esposo murió en el frente ruso. No tengo hijos. Mis padres murieron durante una incursión de la RAF sobre Hamburgo. La vida podría ser difícil si no fuera por una sola cosa. Trabajar para el general Schellenberg suele ocuparme dieciséis horas diarias, de modo que estoy poco tiempo en casa.
Ella le sonrió y Devlin la miró con expresión bondadosa.
– En tal caso, está hecho. Es Use, ¿verdad? Vayamos a ver lo de las ropas. Me siento como si se me hubieran congelado algunas de mis partes más intimas.
Cuarenta minutos más tarde, cuando salieron de la tienda de ropa de segunda mano a la que ella le había llevado, él llevaba un traje de tweed, botas de cordones, un pesado abrigo que le llegaba casi a la altura de los tobillos, guantes y un sombrero flexible.
– Ahora ya está equipado para soportar el invierno en Berlín -dijo ella.
– ¿A dónde vamos ahora?¿A su apartamento?
– No, ya iremos allí más tarde. El general Schellenberg quiere verle lo antes posible. Está en la Prinz Alhrechtstrasse.
Devlin escuchó el sonido de disparos a medida que bajaban la escalera.
– ¿Qué es todo eso? -preguntó.
– Es la galería de tiro que hay en el sótano -contestó Use-. Al general le gusta practicar.
– ¿Es bueno?
– El mejor -contestó ella casi impresionada-. Nunca había visto a nadie disparar mejor que él.
– ¿De veras? -preguntó Devlin, quien no pareció quedar muy convencido.
Pero tuvo la oportunidad de cambiar de opinión un momento más tarde, cuando abrieron la puerta y entraron. Schellenberg estaba disparando contra una serie de soldados rusos de cartón, observado por un sargento mayor de las SS que, evidentemente, estaba al mando de la galería de tiro. Disparó con rapidez contra tres blancos, alcanzando a dos de ellos en el centro del corazón. Se detuvo para recargar el arma y se dio cuenta de su presencia.
– Ah, señor Devlin, ¿de modo que por fin ha llegado?
– Ha sido un infierno de viaje, general.
– Y, por lo que veo, Ilse ya se ha ocupado de su guardarropa.
– ¿Cómo lo ha deducido? -preguntó Devlin-, Sólo ha podido ser por el olor de las bolas de naftalina.
Schellenberg se echó a reír y recargó la Mauser.
– Schwarz -le dijo al sargento mayor-. Tráigale algo al señor Devlin. Tengo entendido que es un excelente tirador.
Schwarz introdujo un cargador en la culata de una Walther PPK y se la entregó al irlandés.
– ¿Y bien? – preguntó Schellenberg.
– Su turno, general.
Nuevos blancos saltaron al fondo de la galería y Schellenberg disparó seis veces con mucha rapidez, volviendo a hacer dos agujeros en la zona del corazón de tres blancos separados.
– Vaya, eso sí que es toda una proeza.