Devlin levantó la mano cuando apenas había terminado de hablar. Hizo tres disparos tan seguidos que casi podrían haberse escuchado como uno solo. Un agujero apareció entre los ojos de cada uno de los tres blancos. Luego, bajó la Walther e Use Huber exclamó:
– ¡Dios mío!
Schellenberg le entregó su pistola a Schwarz.
– Un talento notable, señor Devlin.
– Más bien una notable maldición. Y ahora, ¿qué viene a continuación?
– ElReichsführer ha expresado su deseo de verle.
– La última vez que nos vimos no le caí muy bien -gruñó Devlin-. Ese hombre sólo sabe trabajar en el castigo de los demás. Está bien, pasemos por eso cuanto antes.
El Mercedes giró, saliendo de la Wilhelmplatz, entró en la Vosstrasse y se dirigió hacia la cancillería del Reich.
– ¿Qué es todo esto? -preguntó Devlin.
– Las cosas han cambiado un poco desde que Goering afirmó que si una sola bomba caía sobre Berlín, se le podría llamar Maier.
– ¿Quiere decir que se equivocó?
– Me temo que sí. El Führer se ha hecho construir un bunker por debajo de la cancillería. Es su cuartel general subterráneo. Hay treinta metros de hormigón, de modo que la RAF puede arrojar todas las bombas que quiera.
– ¿Quiere eso decir que es aquí donde tiene intención de ofrecer su última resistencia? -preguntó Devlin-. ¿Quizá mientras se escucha la música de Wagner por los altavoces?
– Sí, pero bueno, no nos gusta pensar en eso -dijo Schellenberg-. Las personas importantes disponen aquí de alojamientos secundarios, lo que, evidentemente, incluye alReichsführer.
– ¿Y qué va a pasar ahora? ¿Esperan que la RAF arrase la ciudad esta noche o qué?
– No, no es nada tan excitante. Al Führer le gusta tener reuniones con su estado mayor en la sala de mapas. Después, ofrece cenas.
– ¿Ahí abajo? -preguntó Devlin, estremeciéndose-. Preferiría comer un bocadillo de carne asada.
El Mercedes se introdujo por la rampa para coches y un centinela de las SS se le aproximó. A pesar del uniforme de Schellenberg, el centinela comprobó a conciencia sus identidades, antes de permitirles el paso. Devlin siguió a Schellenberg a lo largo de un pasillo interminable, con paredes de cemento y débilmente iluminado. Los ventiladores eléctricos del sistema de ventilación producían un suave zumbido, y de vez en cuando se percibía una ligera ráfaga de aire frío. Había guardias de las SS aquí y allá, pero no se veía a muchas personas. Mientras seguían avanzando por el pasillo, se abrió de pronto una puerta y un joven cabo salió. Devlin distinguió por detrás una sala atestada de equipos de radio y una serie de operadores.
– No cometa el error de pensar que no hay nadie aquí -dijo Schellenberg-. Hay salas como ésa por todas partes. Hay un par de cientos de personas en lugares como esa sala de radio.
Un poco más adelante se abrió otra puerta y, ante el asombro de Devlin, Hitler salió por ella, seguido de un hombre de anchos hombros y fornido, que llevaba un uniforme indescriptible. Al aproximarse, Schellenberg apartó a Devlin a un lado y se puso firme. El Führer hablaba con el otro hombre en voz baja, y los ignoró por completo. Pasó junto a ellos y descendió la escalera situada en el extremo del pasillo.
– El hombre que iba con él era Bormann -dijo Schellenberg-. ElReichsleiter Martin Bormann, jefe de la cancillería del partido nazi. Un hombre muy poderoso.
– ¿Y ése era el Führer? -preguntó Devlin-. Y pensar que he estado casi a punto de tocarle la chaqueta…
– A veces, amigo mío, me pregunto cómo se las ha arreglado para durar tanto como ha durado -dijo Schellenberg con una sonrisa.
– Ah, bueno, eso tiene que ser gracias a mi buena suerte, general.
Schellenberg llamó a una puerta, la abrió y entró. Una mujer joven, una auxiliar de las SS en uniforme, estaba sentada ante una máquina de escribir, en un rincón de la estancia. El resto del espacio estaba ocupado por archivadores y la mesa de despacho detrás de la cual estaba sentado Himmler, revisando un expediente. Levantó la mirada y se quitó los quevedos.
– Bien, general, ¿de modo que ha llegado?
– Que Dios les bendiga a todos -dijo Devlin con tono alegre.
Himmler esbozó una mueca y le dijo a la mujer:
– Déjenos. Vuelva dentro de quince minutos. – La mujer salió y él siguió diciendo-: Le esperaba en Berlín bastante antes,herr Devlin.
– Su sistema ferroviario parece haber tenido problemas con la RAF -le dijo Devlin encendiendo un cigarrillo, sobre todo porque sabía lo mucho que eso le disgustaba a Himmler.
ElReichsführer se sintió fastidiado, pero no dijo nada. Se volvió hacia Schellenberg y comentó:
– Hasta el momento, general, parece haber malgastado usted una gran cantidad de tiempo. ¿Por qué no regresó con ustedherr Devlin directamente desde Lisboa?
– Ah, el general hizo un trabajo estupendo -intervino Devlin-. Era yo quien tenía planes para Navidad, ¿comprende? No, el general fue muy razonable. Mucho más de lo que podría decir con respecto a ese otro tipo, Berger. Él y yo no pudimos congeniar.
– Eso es lo que tengo entendido -dijo Himmler-. Pero eso apenas importa, ya que elSturmbannführer tiene otras obligaciones de las que ocuparse. -Se reclinó en la silla antes de preguntar-: ¿De modo que, en su opinión, este asunto puede llevarse adelante? ¿Cree que puede sacar a Steiner de donde está?
– Eso depende del plan -contestó Devlin-, pero todo es posible.
– Sería un golpe de mano muy notable para todos nosotros -asintió Himmler.
– Es posible que lo sea -dijo Devlin-, pero lo que a mí me preocupa es el regreso. La última vez casi no lo consigo.
– En aquella ocasión se le pagó muy bien, y debo recordarle que esta vez también se le pagará bien.
– Y eso es un hecho -dijo Devlin-. Como dijo mi anciana madre, el dinero será mi muerte.
Himmler parecía sentirse extremadamente molesto.
– ¿Es que no puede tomarse nada en serio, irlandés?
– La última vez que tuve el placer de ver a su señoría ya le di una respuesta a eso. Es a causa de la lluvia.
– Oh, sáquelo de aquí -exclamó Himmler-. Y continúe con el asunto, general. No hace falta decirle que espero un informe regular sobre sus progresos.
– Reichsführer -saludó Schellenberg haciendo salir a Devlin.
Ya en el pasillo, el irlandés sonreía con una amplia mueca.
– He disfrutado con eso.
Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó en el momento en que Berger aparecía tras doblar una esquina, con un mapa enrollado bajo el brazo.
Iba vestido de uniforme, con las cruces de Hierro de primera y segunda clase. Se puso rígido al verlos, y Devlin dijo alegremente:
– Muy apuesto, hijo, pero a mí me da la impresión de que alguien se ha dedicado a estropearle su buen aspecto.
El rostro de Berger estaba muy pálido y aunque la hinchazón ya había disminuido, era evidente que su nariz estaba rota. Ignoró a Devlin y saludó formalmente a Schellenberg.
– General.
Pasó a su lado y llamó a la puerta del despacho de Himmler.
– Debe de sentirse muy bien ahí dentro -observó Devlin.
– Sí -asintió Schellenberg-. Interesante.
– Bien, ¿y ahora a dónde? ¿A su despacho?
– No, eso lo dejaremos para mañana. Le llevaré a comer y después le dejaré en el apartamento de Ilse. Pasará una buena noche de sueño y mañana empezaremos a trabajar.
Al llegar a la boca del túnel sintieron una bocanada de aire fresco y Devlin respiró profundamente.
– Gracias a Dios -exclamó echándose a reír.
– ¿De qué se ríe ahora? -preguntó Schellenberg.
En la pared había un cartel con la imagen muy idealizada de un soldado de las SS, debajo de la cual se leía la frase: «Al final está la victoria».