– Que Dios se apiade de nosotros, general -dijo Devlin, sin dejar de reír-, pero algunas personas son capaces de creer cualquier cosa.
Berger entrechocó los talones ante la mesa de Himmler.
– He traído el plano delcháteau de Belle Ile, Reichsführer.
– Excelente -dijo Himmler-. Déjeme ver.
Berger desenrolló el plano y elReichsführer lo examinó.
– Bien, muy bien -dijo al cabo de un momento, levantando la mirada-. Estará usted a cargo de todo, Berger. ¿Cuántos hombres sugeriría para la guardia de honor?
– Veinticinco. Treinta como mucho,Reichsführer.
– ¿Ha visitado ya el lugar? -preguntó Himmler.
– Volé a Cherburgo anteayer y luego me dirigí al castillo. Es realmente espléndido. Los propietarios son unos aristócratas franceses que huyeron a Inglaterra. Por el momento sólo han quedado allí un encargado y su esposa. Les he informado de que nos haremos cargo del lugar en un próximo futuro, aunque, naturalmente, no le he dicho la razón.
– Excelente. No hay ninguna necesidad de acercarse por allí durante las dos próximas semanas. En otras palabras, espere todo lo posible antes de que sus hombres se hagan cargo del control. Ya sabe cómo son los de esa denominada Resistencia francesa. Una pandilla de terroristas dedicados a poner bombas y asesinar. -Enrolló el plano y se lo devolvió a Berger-, Después de todo, Berger, la seguridad del Führer se encontrará en esta conferencia bajo nuestra más directa responsabilidad. Y esa responsabilidad es sagrada.
– Desde luego,Reichsführer.
Berger volvió a entrechocar los talones y salió. Himmler tomó la pluma y empezó a escribir de nuevo.
El Mercedes avanzó por la Kurfúrstendamm al tiempo que empezaba a nevar otra vez. Por todas partes se observaban las pruebas de los estragos causados por las bombas, y la perspectiva de la avenida era algo menos que agradable, con la prohibición de encender luces y la llegada de la oscuridad, -Fíjese en todo esto -dijo Schellenberg-. Había sido una gran ciudad… Arte, música, teatro, y los clubs, señor Devlin. El Paraíso y el Nilo Azul. Siempre abarrotados con los travestidos más hermosamente vestidos que se hayan visto jamás.
– Mis gustos nunca han ido por ese lado -dijo Devlin.
– Y tampoco los míos -dijo Schellenberg riendo-. Siempre pienso que se están perdiendo algo muy bueno. Bien, vayamos a comer. Conozco un pequeño restaurante en una calle secundaria, no lejos de aquí, donde cocinan razonablemente bien. Con productos del mercado negro, claro, pero me conocen, y eso siempre ayuda.
El lugar era bastante hogareño y apenas si había una docena de mesas. Estaba dirigido por un hombre y su esposa que, evidentemente, conocían bien a Schellenberg. El hombre se disculpó porque no tenía bocadillos de carne asada, pero pudo ofrecer caldo de cordero, con carne, patatas y col, así como una botella de Hock.
El reservado en el que se sentaron era bastante privado y una vez que hubieron terminado de comer, Schellenberg preguntó:
– ¿Cree usted realmente que esa operación es posible?
– Cualquier cosa es posible. Recuerdo un caso que se produjo durante la revolución irlandesa, en mil novecientos veinte. Los ingleses habían capturado a un tipo llamado Michael Fitzgerald, un importante líder del IRA. Lo encerraron en la prisión de Limerick. Un hombre llamado Jack O'Malley, que sirvió con el ejército británico en Flandes, con el rango de capitán, sacó su viejo uniforme, camufló a media docena de sus hombres como soldados y se presentó en la prisión de Limerick con una orden falsa para trasladar a Fitzgerald al castillo de Dublín.
– ¿Y funcionó?
– Como si fuera un hechizo. -Devlin sirvió lo que quedaba de la botella, repartiéndolo en los dos vasos-. Aquí, sin embargo, tenemos un problema, y es bastante importante.
– ¿De qué se trata?
– De Vargas.
– Ya nos hemos ocupado de eso. Le hemos dicho que debemos disponer de información convincente acerca de a dónde tienen intención de trasladar a Steiner.
– ¿Está usted convencido de que lo trasladarán?
– Estoy seguro. No seguirán teniéndolo en la Torre. Es demasiado absurdo.
– ¿Y cree que Vargas conseguirá la información correcta? -Devlin sacudió la cabeza con expresión dubitativa-. Tiene que ser muy bueno.
– Siempre lo ha sido en el pasado, según ha podido saber el Abwehr. Se trata de un diplomático español, señor Devlin, un hombre situado en una posición privilegiada. No es un agente ordinario. Y he ordenado investigar a fondo a ese primo suyo, ese tal Rivera.
– Está bien, acepto eso. Digamos que Rivera está perfectamente limpio, pero ¿quién ha comprobado a Vargas? Nadie. Rivera no es más que un conducto a través del cual van y vienen los mensajes, pero ¿y si Vargas es otra cosa?
– ¿Quiere decir que puede tratarse de una trampa de la inteligencia británica para atraernos?
– Bueno, miremos las cosas tal como ellos podrían considerarlas. Sea quien fuere el que lleve a cabo la operación, necesita contar con amigos en Londres, alguna clase de organización. Si yo estuviera al mando del lado británico, soltaría un poco de cuerda, dejaría que las cosas empezaran y luego detendría a todo aquel que se pusiera a mi alcance. Desde ese punto de vista, sería todo un golpe.
– ¿Me está diciendo que se lo ha pensado mejor, que ahora no quiere ir?
– No, no es eso. Lo que le estoy diciendo es que, si lo hago, tengo que partir de la suposición de que allí me están esperando. Ese Vargas nos ha vendido. Una vez que pienso así, las cosas son completamente diferentes.
– ¿Está hablando en serio? -preguntó Schellenberg.
– Yo aparecería como un perfecto idiota si organizáramos las cosas sobre la base de que Vargas está de nuestro lado y, al llegar allí, resultara que no lo está. Táctica, general, eso es lo que necesitamos en este caso. Es como en el ajedrez. Uno tiene que pensar por lo menos con tres jugadas de antelación.
– Señor Devlin, es usted un hombre muy notable -le dijo Schellenberg.
– Fui un genio en mis buenos tiempos -asintió Devlin con aires de solemnidad.
Schellenberg se encargó de pagar la cuenta y salieron. Seguía nevando ligeramente cuando se dirigieron hacia el Mercedes.
– Ahora le llevaré al apartamento de Ilse y volveremos a reunimos por la mañana. -En ese momento empezaron a sonar las sirenas de alarma. Schellenberg llamó a su conductor -. Hans, a esta dirección. -Luego, se volvió hacia Devlin-. Pensándolo mejor, creo que sería preferible regresar al restaurante y permanecer tranquilamente sentados en el sótano, en compañía de las demás personas sensatas. Es un lugar bastante cómodo. Ya he estado antes allí.
– ¿Por qué no? -replicó Devlin y regresó con él-. ¿Quién sabe? Quizá puedan encontrarnos allí una botella de algo.
Por detrás de ellos, el fuego de las baterías antiaéreas retumbaba como una tormenta desde las afueras de la ciudad.
5
Mientras se acercaban al despacho de Schellenberg, en la Prinz Albrechtstrasse, el aire de la mañana olía a humo.
– Parece ser que anoche alcanzaron su objetivo -dijo.
– Ya lo puede asegurar -asintió Devlin.
Se abrió la puerta del despacho y apareció Ilse Huber, dándoles los buenos días.
– Menos mal que ha aparecido, general. Empezaba a sentirme un poco preocupada.
– El señor Devlin y yo nos pasamos la noche en el sótano de ese restaurante que hay en Marienstrasse.
– Rivera viene hacia aquí-dijo ella.
– Estupendo, hágale pasar en cuanto llegue.
Ella salió del despacho, y diez minutos más tarde hizo entrar a Rivera. El español se quedó allí de pie, moviendo el sombrero, mirando con nerviosismo a Devlin.
– Puede hablar con entera libertad -le dijo Schellenberg.