– ¿Qué?
– Tienes que volar a Berlín en el transporte más inmediato que encuentres, con prioridad uno. Habitualmente, eso suele estar reservado para Goering. Tienes que presentarte al general Walter Schellenberg, en el cuartel general del SD en Berlín.
– Eh, un momento -dijo Asa-. Yo sólo vuelo en el frente ruso. Ese fue el acuerdo.
– Si yo estuviera en tu pellejo, no discutiría. Esta orden procede del propio Himmler. -Adler levantó su copa-. Buena suerte, amigo mío.
– Que Dios me ayude, pero creo que voy a necesitarla -dijo Asa Vaughan.
Devlin se despertó hacia las tres de la madrugada, escuchando el sonido de la artillería antiaérea en la distancia. Se levantó, avanzó a oscuras por la sala y miró a través de una rendija por entre las cortinas. Observó los fogonazos en el lejano horizonte, más allá de la ciudad. Por detrás de él, Ilse encendió la luz en la cocina.
– Yo tampoco podía dormir. Prepararé café.
Ella se había puesto un batín para protegerse del frío. Llevaba el cabello en dos trenzas que la hacían parecer curiosamente vulnerable. Él regresó a su habitación, tomó el abrigo y se lo puso sobre el pijama. Luego se sentó ante la mesa, fumando un cigarrillo.
– Dos días y todavía no hemos encontrado un lugar adecuado para que aterrice un avión -dijo-. Creo que el general se está poniendo impaciente.
– Le gusta tener las cosas hechas para ayer -dijo Ase-. Al menos, hemos encontrado ya una base adecuada en la costa francesa, y el piloto parece prometedor.
– Ya lo puede asegurar -dijo Devlin-. Un yanqui en las SS, aunque no tuvo mucha alternativa, a juzgar por lo que dice su expediente. Ya estoy impaciente por conocerle.
– Mi esposo fue de las SS, ¿Jo sabía usted? Un sargento mayor en un regimiento depanzers.
– Lo siento -dijo Devlin.
– A veces pensará usted que todos somos unos seres perversos, señor Devlin, pero debe comprender cómo empezaron las cosas. Después de la Primera Guerra Mundial, Alemania estaba de rodillas, arruinada.
– ¿Y entonces llegó el Führer?; -Pareció ofrecer mucho. Nuevamente orgullo, prosperidad. Luego fue cuando empezaron tantas cosas malas, sobre todo lo de los judíos. – Ilse vaciló, antes de añadir-: Una de mis tatarabuelas fue judía. Mi esposo tuvo que conseguir un permiso especial para casarse conmigo. Eso es algo que está ahí, en mi expediente, y a veces me despierto por la noche y me pregunto qué me ocurriría si alguien decidiera hacer algo respecto a eso.
– Tranquilícese ahora, muchacha -dijo Devlin tomándole las manos-. A las tres de la madrugada todos tenemos esa sensación de que las cosas tienen mal aspecto. -Había lágrimas en los ojos de Ilse-. Vamos, la haré reír. Tendré que disfrazarme para llevar a cabo esta pequeña operación en la que me he metido. ¿Adivina de qué me disfrazaré?
Ella ya había empezado a sonreír ligeramente.
– No, dígamelo.
– De sacerdote.
– ¿Usted, un sacerdote? -preguntó ella abriendo mucho los ojos y echándose a reír después-. Oh, no, señor Devlin.
– Eh, un momento, espere a que se lo explique. La sorprenderá saber los grandes conocimientos religiosos que poseo. Oh, sí. -Y asintió con un gesto muy solemne-. Fui monaguillo hasta que, después de que los británicos ahorcaran a mi padre, mi madre y yo fuimos a vivir con un viejo tío que era sacerdote en Belfast. Él me envió a una escuela jesuita. Allí le meten a uno la religión en la cabeza a machamartillo. -Encendió otro cigarrillo-. Oh, le aseguro que puedo representar el papel de sacerdote tan bien como cualquiera de ellos, ya me entiende.
– Bueno, esperemos que no tenga que celebrar misa o escuchar confesiones -dijo ella riendo-. Tómese otro café.
– Santo Dios, buena mujer, acaba de darme una idea con eso. ¿Dónde está su maletín? ¿Dónde está el expediente que estuvimos mirando antes? ¿El del general?
Ella desapareció en su dormitorio y regresó al cabo de un instante con el expediente.
– Aquí lo tiene.
Devlin lo hojeó con rapidez, y luego asintió satisfecho.
– Lo que me imaginaba. Aquí está, en el expediente. Los Steiner son una antigua familia católica.
– ¿A dónde quiere ir a parar?
– Esto es el priorato de St. Mary, la clase de lugar que los sacerdotes visitan con frecuencia para escuchar confesiones. Las Hermanitas de la Piedad son santas comparadas con el resto de nosotros, pero necesitan la confesión antes de acudir a misa, y para realizar esas dos funciones se necesita un sacerdote. Además, habrá algunos pacientes que serán católicos.
– Quiere decir, ¿incluyendo a Steiner?
– No pueden negarle un sacerdote teniéndole en un lugar como ése. -Sonrió con una mueca maliciosa-. Es una idea.
– ¿Ha pensado alguna cosa más con respecto a su aspecto? -preguntó Use.
– Ah, eso podemos dejarlo para dentro de unos pocos días. Luego, veré a uno de esos de la industria cinematográfica que mencionó el general. Me pondré en sus manos.
– Esperemos que podamos encontrar algo en los archivos de la operación León Marino -dijo ella, asintiendo-. El problema consiste en que hay mucho material que revisar. -Se levantó-. En cualquier caso, creo que ahora voy a acostarme.
En el exterior sonó la sirena de alarma aérea. Devlin sonrió secamente.
– No, no va a poder acostarse. Será mejor que se vista, como una buena chica, y bajaremos y pasaremos otra alegre noche en los sótanos. La veré dentro de cinco minutos.
– ¿Un sacerdote? -preguntó Schellenberg-. Sí, eso me gusta.
– A mí también -dijo Devlin-. Es algo así como llevar un uniforme, ¿comprende? Es como un soldado, un cartero, un jefe de estación; lo que se recuerda es el aspecto de las cosas, no la cara, lo que, en este caso, significa el uniforme. Los sacerdotes son así, amables y anónimos.
Se hallaban de pie ante una mesa plegable de mapas que Schellenberg había ordenado instalar, con los planos del priorato de St. Mary extendidos ante ellos.
– Después de haber estudiado esto durante irnos días, ¿cuál es su opinión? -preguntó Schellenberg.
– Lo más interesante de todo es este plano -dijo Devlin tabaleando en la mesa con el dedo-. Corresponde a los cambios arquitectónicos que se introdujeron en mil novecientos diez, cuando el priorato fue nuevamente consagrado a la Iglesia católica y cuando las hermanitas se hicieron cargo del edificio.
– ¿A dónde quiere ir a parar?
– En el subsuelo, Londres es un laberinto, un mundo subterráneo de cloacas. En cierta ocasión leí que por debajo de la ciudad hay más de ciento cincuenta kilómetros de riachuelos, como el Fleet, que nace en Hampstead y desemboca en el Támesis a la altura de Blackfriars, todo subterráneo.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Setecientos u ochocientos años de cloacas, ríos subterráneos, túneles, y nadie sabe dónde están la mitad de ellos hasta que excavan o introducen cambios, como hicieron en el priorato. Observe el plano del arquitecto. Indica una inundación regular de la cripta, por debajo de la capilla. Pudieron enfrentarse con el problema porque descubrieron una corriente que corría a través de un túnel del siglo dieciocho, y que pasaba justo por el lado. ¿Lo ve? Está indicado aquí, en el plano, y se señala que esa corriente da al Támesis.
– Muy interesante -asintió Schellenberg.
– Construyeron una reja en la pared de la cripta, para permitir que el agua fuera a dar a ese túnel. Aquí, en el plano, hay una nota que lo indica.
– ¿Quiere decir que es un camino de salida?
– De momento, es una posibilidad. Habrá que comprobarlo -dijo Devlin dejando caer el lápiz que sostenía en la mano-. Lo importante es saber lo que sucede dentro de ese lugar, general. Pero, por lo que sabemos, podría ser tremendamente fácil. Un puñado de guardias, una falta de disciplina…
– Por otro lado, podrían estar esperándole.