Entró en la sacristía, se quitó el alba y dobló cuidadosamente la estola de color violeta. Se puso el abrigo, pensando en lo pesado que resultaba trabajar hasta las primeras horas de la noche, pero finalmente se impusieron la compasión y la caridad cristianas. En aquellos momentos había dieciocho pacientes, siete de ellos en fase terminal. No estaría nada mal volver a darse una vuelta por las salas. No las había visitado desde primeras horas de la tarde y eso no le parecía suficiente.
Se dispuso a salir por la capilla cuando vio a la madre superiora, la hermana María Palmer, dedicada a fregar el suelo, una tarea humilde que se había impuesto ella misma para recordar lo que consideraba como su mayor debilidad: el pecado de orgullo.
El padre Martin se detuvo al verla y sacudió la cabeza.
– Es usted demasiado dura consigo misma.
– No lo suficiente -dijo ella-. Me alegro de verle. Se ha producido un cambio desde que estuvo aquí antes. Nos han vuelto a traer a un prisionero de guerra alemán.
– ¿De veras?
Salieron de la capilla por la entrada del vestíbulo.
– Sí, un oficial de la Luftwaffe recientemente herido, pero que ya está recuperándose. Un tal coronel Kurt Steiner. Lo han colocado en el piso de arriba, como los otros que habíamos tenido.
– ¿Han puesto guardias?
– Media docena de policías militares. El responsable es un joven segundo teniente llamado Benson.
En ese momento, Jack Cárter y Dougal Munro bajaron por la escalera principal.
– ¿Está todo a su entera satisfacción, brigadier? -preguntó la hermana María Palmer.
– Perfectamente -contestó Munro-. Intentaremos causarles las menores molestias posibles.
– No es ninguna molestia -le aseguró ella-. Y, a propósito, le presento al padre Martin, nuestro sacerdote.
– Padre -saludó Munro y, volviéndose a Cárter, añadió-: Me marcho ahora, Jack. No olvide traer a un médico para que compruebe su estado.
– Quizá no le haya quedado claro que yo soy doctora, brigadier -intervino la hermana María Palmer-. Sean cuales fueren las dolencias del coronel Steiner, estoy segura de que podemos encargarnos de cuidarlas. De hecho, ahora que ustedes han terminado, me ocuparé de visitarlo para asegurarme de que ha sido bien instalado.
– Bueno, hermana, no estoy seguro de que deba hacerlo -dijo Jack Cárter.
– Capitán Cárter, permítame recordarle que este priorato, del que yo soy responsable, no sólo es una casa de Dios, sino también un lugar donde atendemos a los enfermos y a los moribundos. He visto la ficha médica del coronel Steiner y he observado que sólo han transcurrido unas semanas desde que fue gravemente herido. Por lo tanto, necesitará mi atención y, como he observado por su expediente que también es de religión católica, es posible que también necesite los cuidados espirituales del padre Martin, aquí presente.
– Tiene toda la razón, hermana -intervino Munro-. Ocúpese de que así sea, ¿quiere, Jack?
El brigadier salió y Cárter se volvió para iniciar la marcha escalera arriba. Al final había una puerta, pesadamente tachonada con acero. Un policía militar estaba sentado ante una pequeña mesa situada juntoa la puerta.
– Abra -le ordenó Cárter. El policía militarllamó a la puerta, que fue abierta un instante después, desde dentro, por otro policía. Entraron y Cárter dijo-: Utilizamos las otras habitaciones como alojamientos para los hombres.
– Ya veo -asintió la hermana María Palmer.
La puerta que daba a la primera habitación estaba abierta. Había una pequeña mesa junto a una cama estrecha; en ella estaba sentado Benson, el joven teniente. Se puso en pie de un salto.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor?
– La hermana y el padre Martin deberán tener acceso siempre que lo soliciten. Órdenes del brigadier Munro. Ahora hablaremos con el prisionero.
Salieron al pasillo, que terminaba en una pared desnuda. Al lado había una puerta junto a la que estaba sentado otro policía militar.
– Que Dios nos ayude -comentó el padre Martin-, están ustedes vigilando muy bien al prisionero.
Benson abrió la puerta, que estaba cerrada con llave, y Steiner, que se hallaba de pie ante la ventana, se volvió a saludarles. Ofrecía un aspecto impresionante con su uniforme azulgrisáceo de la Luftwaffe, la Cruz de Caballero con hojas de roble colgada en el cuello, y las otras medallas ofreciendo un espectáculo magnífico.
– Le presento a la madre superiora -dijo Cárter-, la hermana María Palmer. No tuvieron oportunidad de hablar antes. Y el padre Martin.
– Mañana le haré bajar a la enfermería para someterle a un reconocimiento a fondo, coronel -dijo la hermana María Palmer.
– ¿Le parece bien, señor? -preguntó Benson a Cárter.
– Por el amor de Dios -dijo ella-, acompáñelo usted mismo, teniente, rodeado de todos sus hombres. Pero, si no está en la enfermería a las diez, tendremos unas palabras.
– No hay problema -asintió Cárter-. Ocúpese de ello, Benson. ¿Alguna otra cosa, hermana?
– No, eso será suficiente por esta noche.
– Si no les importa, quisiera hablar un momento con el coronel, en privado -dijo el padre Martin.
Cárter asintió haciendo un gesto y se volvió hacia Steiner.
– Le vigilaré de vez en cuando -le dijo.
– Estoy seguro de que así lo hará.
Salieron todos, a excepción del padre Martin, quien cerró la puerta y se sentó en la cama.
– Hijo mío, ha debido de pasarlo usted muy mal. Eso es algo que se le nota en la cara. ¿Cuándo fue la última vez que acudió a misa?
– Hace tanto tiempo de eso que ni lo recuerdo. La guerra, padre, tiende a interponerse en todo.
– ¿Y tampoco se ha confesado? ¿También ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que pudo aliviar la carga de sus pecados?
– Me temo que sí -contestó Steiner sonriendo, con un sentimiento de simpatía hacia aquel hombre-. Sé que tiene usted buenas intenciones, padre.
– Por el amor del cielo, hijo, yo no estoy preocupado por usted y yo. Lo único que me interesa es usted y Dios. -El padre Martin se levantó-. Rezaré por usted, hijo mío, y le visitaré a diario. En cuanto sienta usted la necesidad de confesión y de misa, le ruego que me lo comunique y me ocuparé de que pueda unirse a nosotros, en la capilla.
– Me temo que el teniente Benson también insistiría en venir -dijo Steiner.
– Bueno, eso también le haría algo de bien a su alma inmortal, ¿no le parece? -replicó el anciano sacerdote con una sonrisa, saliendo de la habitación.
Asa Vaughan estaba sentado ante la mesa del comedor, en el apartamento de Use Huber, con Devlin sentado frente a él.
– ¿Cree realmente que este asunto puede funcionar? -preguntó el estadounidense.
– Cualquier cosa puede funcionar mientras el motor siga en marcha, ¿no es cierto?
Asa se levantó y caminó inquieto por el comedor…
– ¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí? ¿Lo comprende usted? Parece como si todo se me hubiera echado encima, como si hubiese sucedido de pronto. Por lo visto, yo no tuve nada que decir al respecto. Y parece ser que ahora tampoco puedo hacer nada.
– Pues claro que puede hacer algo -dijo Devlin-. Siga adelante con el asunto, vuele con el avión hasta Inglaterra, aterrice y entréguese.
– ¿Y de qué serviría eso? Jamás me creerían, Devlin. -Hubo una expresión horrorizada en su rostro cuando añadió-: Ahora que lo pienso en serio, me doy cuenta de que nunca me creerán.
– En tal caso, será mejor que confíe en que Adolf Hitler gane la guerra -dijo Devlin.