Asa se dirigió a ellos por la radio.
– Aquí el Stork esperado desde Gatow.
– Control de Chernay -dijo una voz-. Concedido permiso para aterrizar. Viento del sudeste, fuerza tres a cuatro y refrescando.
– Parece que éste se lo toma en serio -comentó Asa por encima del hombro-. Bien, allá vamos.
Hizo un aterrizaje perfecto y dirigió el aparato hacia los hangares, donde había esperando media docena de hombres, con monos de la Luftwaffe. Cuando Schellenberg y Devlin descendieron, un sargento apareció por la puerta de la cabaña de la que sobresalía una antena de radio, y corrió hacia ellos.
Vio en seguida el uniforme de Schellenberg y se cuadró entrechocando los talones… -General.
– ¿Cómo se llama?
– Leber, general. Sargento de vuelo.
– ¿Y está al mando de aquí?
– Sí, general.
– Lea esto -le ordenó Schellenberg mostrándole la directiva del Führer-. Ahora, usted y sus hombres están bajo mi mando. Es una cuestión de la máxima importancia para el Reich.
Leber volvió a entrechocar los talones y devolvió la hoja de papel, ha sus órdenes, general.
– ElHauptsturmfübrer Vaughan tendrá que realizar un vuelo peligroso y altamente secreto a través del canal de la Mancha. El avión que empleará para ello no es un modelo habitual. Lo verá con sus propios ojos cuando lo entreguen.
– ¿Y nuestras obligaciones, general?
– Le informaré unas tarde. ¿Funciona bien su equipo receptor de radio?
– Oh, sí, general. Es lo mejor que tiene la Luftwaffe. A veces, los aviones que regresan cruzando el canal se pierden. Tenemos que ser capaces de hablar con ellos en caso necesario.
– Bien -asintió Schellenberg-. ¿Conoce usted por casualidad un lugar llamadocháteau de Belle Ile? Según el mapa se encuentra situado a poco menos de cincuenta kilómetros de aquí, en la dirección de Carentan.
– Me temo que no lo conozco, general.
– No importa. Ya nos las arreglaremos. Y ahora, encuéntrenos unKubelioagen.
– Desde luego, general. ¿Me permite preguntar si pasarán aquí la noche?
Schellenberg se volvió a contemplar el lugar tan desolado en que se encontraban.
– Preferiría no tener que hacerlo, sargento, pero nunca se sabe. Vuelva a repostar el Stork y déjelo preparado para el vuelo de regreso.
– Jesús -dijo Devlin cuando Leber les condujo hasta un vehículo de campaña aparcado junto a la caseta de radio-. ¿Qué les parece este lugar? Menudo puesto piojoso. Me pregunto cómo habrán podido montarlo.
– Esto es mejor que Rusia -le dijo Asa Vaughan.
Asa condujo, con Devlin sentado a su lado y Schellenberg detrás, llevando un mapa extendido sobre las rodillas.
– Aquí está. La carretera situada al sur de Cherburgo se dirige hacia Carentan. Está por ahí, en alguna parte de la costa.
– ¿No habría tenido más sentido aterrizar en la base de la Luftwaffe, en Cherburgo? -quiso saber Asa.
– ¿Como hará el Führer cuando llegue? -replicó Schellenberg sacudiendo la cabeza con un gesto negativo-. Prefiero no asomar demasiado la cabeza por el momento. No necesitamos pasar por Cherburgo.
Al sur hay una verdadera red de carreteras comarcales que atraviesan la zona hasta la costa. Cuarenta y cinco kilómetros, cincuenta como mucho.
– De todos modos, ¿cuál es el propósito de este pequeño viaje? -le preguntó Devlin.
– Ese lugar, Belle Ile, me intriga. Me gustaría ver lo que tenemos allí, ya que estamos en las cercanías. Luego se encogió de hombros, y Devlin preguntó:
– Me estaba preguntando…, ¿sabe elReichsführer que estamos aquí?
– Está enterado de nuestro vuelo a Chernay, o lo estará pronto. Le gusta recibir informes con regularidad.
– Ah, sí general, eso es una cosa, pero ese otro lugar, Belle Ile, podría ser otra.
– Ya lo puede asegurar, señor Devlin.
– Santa madre de Dios, qué zorro es usted -dijo Devlin-. Siento lástima del cazador cuando esté usted por los alrededores.
Muchas de las carreteras comarcales eran tan estrechas que dos vehículos no habrían podido pasar juntos, pero al cabo de media hora se cruzaron con la carretera principal que iba hacia el sur, desde Cherburgo a Carentan. Fue aquí donde Schellenberg tuvo problemas con el mapa; posteriormente, tuvieron un golpe de suerte y vieron un cartel al lado de la carretera, en las afueras del pueblo de St. Aubin, en el que se indicaba el 12.° Destacamento Paracaidista. Por detrás de los árboles se observaban una serie de edificios bajos.
– Probemos por aquí -dijo Schellenberg, y Asa salió de la carretera.
Los hombres que encontraron en el patio de la granja eran todos paracaidistas, tipos duros y jóvenes, que habían envejecido antes de tiempo, con el cabello muy corto. La mayoría de ellos llevaban uniformes de camuflaje y botas de salto. Unos cuantos estaban sentados en bancos, contra la pared, limpiando sus armas. Un par trabajaba arreglando el motor de un transporte blindado de tropas. Levantaron la mirada con curiosidad al ver llegar elKubelwagen, y se irguieron y levantaron en cuanto vieron el uniforme de Schellenberg.
– Está bien -dijo él-, continúen con lo que estaban haciendo.
Un joven capitán salió de la granja. Tenía la Cruz de Hierro de primera y de segunda clase, los distintivos de haber participado en Creta y con el Afrika Korps. También tenía una cinta de Guerra de Invierno. Un joven fornido, de aspecto duro.
– ¿Está usted al mando de esto? -preguntó Schellenberg.
– Sí, general. Capitán Erich Kramer. ¿En qué puedo ayudarle?
– Andamos buscando un lugar llamadocháteau de Belle Ile -le dijo Schellenberg-. ¿Lo conoce?
– Muy bien. Está situado a unos quince kilómetros de aquí, hacia el este, junto a la costa. Permítame mostrárselo en mi mapa de campaña.
Le siguieron y entraron en la granja. El salón había sido acondicionado como un puesto de mando, con radio y mapas a gran escala sujetos a la pared. La carretera que conducía a Belle Ile estaba perfectamente indicada.
– Excelente -dijo Schellenberg-. Dígame algo:
¿con qué propósito se halla estacionada aquí su unidad?
– En misión de seguridad, general. Patrullamos la zona y tratamos de mantener a raya a la Resistencia francesa.
– ¿Les plantean muchos problemas?
– En realidad, no -contestó Kramer echándose a reír-. En esta unidad sólo me quedan treinta y cinco hombres. Tuvimos suerte de poder salir de Stalin- grado a tiempo. Esto es una especie de cura de descanso para nosotros.
Salieron al exterior y, al regresar al coche, Devlin dijo:
– Creta y el Afrika Korps, por lo que veo, además de Stalingrado. ¿Conoció usted a Steiner?
Hasta los hombres que estaban limpiando las armas levantaron las cabezas al oír mencionar el nombre.
– ¿El coronel Kurt Steiner? -preguntó Kramer-. ¿Quién no lo conoce en nuestras unidades? Es una leyenda en el regimiento paracaidista.
– ¿Quiere decir que lo conoce personalmente?
– Lo he visto en varias ocasiones. ¿Y usted, lo conoce?
– Desde luego que sí.; -Hemos oído rumores de que ha muerto -dijo Kramer.
– Ah, no deben ustedes creer todo lo que se diga por ahí -le dijo Devlin.
– Capitán -se despidió Schellenberg devolviéndole el saludo cuando Asa condujo el coche, alejándose.
– Santo Dios -dijo Devlin-, a veces me pregunto por qué Steiner no se abre paso de regreso a través del canal, caminando sobre las aguas.
Belle Ile era realmente espectacular, un castillo coronando una colina junto al mar, con un vasto estuario extendiéndose delante, y la orilla cubierta de arena allí donde se había retirado la marea. Asa dirigió el vehículo hacia la única carretera que serpenteaba hasta el castillo. Había un estrecho puente que salvaba un foso, aunque más bien parecía una garganta. Dos grandes puertas permanecían abiertas en una entrada en forma de arco; desembocaron en un patio interno empedrado. Asa frenó a los pies de unos amplios escalones que conducían a la entrada principal, con muros y torres elevándose por encima de ellos.