Tenía que bajar a la tierra. Ver las cosas con perspectiva. Así que me fui a darme una ducha, me tomé mi tiempo, me afeité y me vestí de nuevo. Sólo eran las ocho y media y no daba la impresión de que fuera a acostarme temprano, si es que me acostaba.
No me quedaba más whisky, y necesitaba pensar, así que me preparé más té y volví a instalarme en el sillón junto al fuego. Encendí un cigarrillo y empecé a repasar de nuevo el contenido de la carpeta.
Sonó el timbre de la puerta, despertándome de mi ensoñación. Miré el reloj. Era poco antes de las nueve. El timbre volvió a sonar, con insistencia, y volví a dejar las páginas en la carpeta, la dejé sobre la mesita y me dirigí hacia la puerta. Se me ocurrió pensar que podría tratarse nuevamente de Ruth Cohén, pero no podría haber estado más equivocado porque, al abrirla, me encontré allí a un joven policía con su impermeable azul marino húmedo a causa de la lluvia.
– ¿Señor Higgins? -preguntó, mirando un trozo de papel que sostenía en la mano izquierda-. ¿El señor Jack Higgins?
A veces resulta tan extraña la certidumbre que sentimos de estar a punto de recibir malas noticias, que ni siquiera necesitamos que nos las comuniquen.
– Sí -asentí.
– Siento mucho molestarle, señor -dijo el policía entrando en el vestíbulo-, pero estoy haciendo una investigación relativa a la señorita Ruth Cohén. ¿Es usted amigo de ella, señor?
– No exactamente -contesté-. ¿Hay algún problema?
– Me temo que esa joven ha muerto, señor. Fue un accidente de circulación en la parte de atrás del Museo Británico, hace una hora. El conductor se dio a la fuga.
– ¡Dios santo! -susurré.
– Lo cierto, señor, es que encontramos su nombre y dirección en una tarjeta que llevaba en el bolso.
Fue muy difícil asumirlo. Hacía muy poco tiempo ella había estado ante aquella misma puerta. El policía apenas si tendría veintiuno o veintidós años de edad. Era lo bastante joven como para sentir preocupación por los demás, y me puso una mano en el brazo.
– ¿Se encuentra bien, señor?
– Un poco conmocionado, eso es todo -contesté. Respiré profundamente-. ¿Qué es lo que desea usted de mí?
– Parece ser que la joven dama trabajaba en la universidad de Londres. Hemos investigado en el alojamiento de estudiantes que utilizaba, pero, como es fin de semana, no había nadie por allí. Se trata de una cuestión de identificación oficial, para el juez de instrucción.
– ¿Y quisiera usted que yo la identificara?
– Si no le importa, señor. No está lejos, en el depósito de Kensington.
Respiré profundamente una vez más y me preparé para lo que me esperaba.
– Está bien. Permítame un momento para recoger la gabardina.
El depósito estaba en un edificio de aspecto deprimente, en una calle lateral, y parecía más un almacén que cualquier otra cosa. Al entrar en el vestíbulo encontramos a un portero de servicio uniformado, sentado ante una mesa. Había un hombre pequeño y moreno, que debía de tener unos cincuenta años, y que estaba de pie junto a la ventana, contemplando cómo llovía, con un cigarrillo encendido colgando de la comisura de los labios. Llevaba un sombrero de tejido flexible y una trinchera.
Se volvió a mirarme, con las manos en los bolsillos.
– El señor Higgins, ¿verdad?
– Sí -contesté.
No se dignó sacar las manos de los bolsillos. Tosió y la ceniza del cigarrillo le cayó sobre la trinchera.
– Soy el inspector jefe Fox. Un asunto de lo más infortunado, señor.
– Sí,
– Esta joven, Ruth Cohén, ¿era amiga suya?
– No -contesté-. La conocí esta misma tarde.
– Llevaba su nombre y dirección anotados en su bolso. -Y antes de que yo pudiera explicar nada, siguió diciendo-: En cualquier caso, será mejor terminar con esto de una vez. Si quiere venir por aquí…
La sala en la que me hicieron entrar estaba cubierta de azulejos blancos y tenía una brillante iluminación fluorescente. Había una hilera de mesas de operación. El cuerpo estaba en la del extremo, cubierto con una sábana blanca, de goma. Ruth Cohén tenía un aspecto muy tranquilo, con los ojos cerrados, pero la cabeza aparecía envuelta en una capucha de goma empapada de sangre.
– ¿Identifica usted formalmente a la fallecida como Ruth Cohén, señor? -preguntó el policía.
– Sí, es ella -asentí y el policía volvió a cubrirla con la sábana.
Al volverme, vi a Fox sentado en el extremo de una mesa situada en un rincón, encendiendo otro cigarrillo.
– Como ya le dije, encontramos su nombre en el bobo de esa mujer.
Y fue entonces, como si alguien hubiera apretado un conmutador en mi cabeza, cuando volví de pronto a la realidad. Alcanzada por un vehículo cuyo conductor se había dado a la fuga; un delito muy grave, pero ¿por qué había merecido la atención de todo un inspector jefe? ¿Y no había algo extraño en aquel Fox, con su rostro saturnino, y sus ojos oscuros y vigilantes? Éste no era un policía ordinario. Me olía a miembro de la rama especial.
Hace ya mucho tiempo descubrí que siempre es conveniente mantenerse fiel a la verdad, en la medida de lo posible.
– Me dijo que había llegado de Boston y que trabajaba en la universidad de Londres, dedicada a hacer investigaciones para escribir un libro -dije.
– ¿Sobre qué tema, señor?
Una pregunta que confirmó instantáneamente mis sospechas.
– Algo relacionado con la Segunda Guerra Mundial, inspector. Resulta que yo también había escrito algo sobre el tema.
– Comprendo. ¿Iba ella buscando ayuda, consejo, alguna cosa así?
Y fue entonces cuando mentí por completo.
– En modo alguno. No era de las personas que
pudieran necesitarla, puesto que, por lo que tengo entendido, estaba doctorada. Lo cierto, inspector, es que yo escribí un libro que tuvo bastante éxito, y cuya trama se desarrollaba durante la Segunda Guerra Mundial. Ella sólo quería conocerme. Me dijo que volaba mañana mismo de regreso a Estados Unidos.
El contenido del bolso y del maletín estaba sobre la mesa, junto al inspector, donde era evidente la presencia del billete de la Pan Am. Él lo tomó y asintió:
– Sí, eso es lo que parece. -¿Puedo marcharme ya? -Sí, desde luego. El policía le acompañará a su casa. -Salimos al vestíbulo y nos detuvimos ante la puerta. El inspector tosió, al tiempo que encendía otro cigarrillo-. Maldita lluvia. Supongo que el conductor de ese coche patinó. Pero, aunque hubiera sido un accidente, no debería haberse escapado. De todos modos, eso es algo que ya no podemos evitar, ¿no le parece?
– Buenas noches, inspector -le dije, bajando los escalones y subiendo al coche de la policía.
Había dejado la luz encendida en el vestíbulo. Al entrar, me dirigí directamente a la cocina, sin quitarme siquiera el impermeable, puse a calentar agua y luego regresé al salón. Me serví una copa de Bushmills y me volví hacia el fuego de la chimenea. Fue entonces cuando me di cuenta de que la carpeta que había dejado sobre la mesita de café había desaparecido. Durante un momento de desesperación, pensé que había cometido un error, que la habría dejado en alguna otra parte, pero aquello no era más que una tontería, claro.
Dejé la copa de whisky sobre la mesita y encendí un cigarrillo, pensando en lo ocurrido. El misterioso Fox -ahora estaba más convencido que nunca de que pertenecía a la rama especial-, aquella mujer joven tumbada sobre la mesa, en el depósito de cadáveres. Recordé entonces la inquietud que había experimentado cuando me contó cómo había devuelto la carpeta original a la Oficina de Registros. Me la imaginé caminando por la acerca y cruzando luego la calle situada por detrás del Museo Británico, bajo la lluvia, y entonces se produjo la aparición repentina del coche. Una noche húmeda y un coche que patina, tal como había dicho Fox. Podría haberse tratado de un accidente, pero yo sabía que no era muy probable, y mucho menos después de haber devuelto aquella carpeta. Lo que planteaba el problema de la continuación de mi propia existencia.