Bajaron del vehículo; Schellenberg dirigía la marcha. La puerta era de roble, algo combada por la edad y reforzada con cerrojos de hierro oxidado y bandas de acero. A su lado había una campana, que colgaba del muro. Schellenberg tiró de la cadena y el tintineo arrancó ecos en todo el patio, rebotando en las paredes.
– Jesús -exclamó Devlin-. Todo lo que necesitamos ahora es un Quasimodo.
Un momento más tarde la puerta se abrió con un crujido y el Quasimodo apareció allí mismo, o alguien muy similar. Se trataba de un hombre muy viejo, con el cabello gris cayéndole hasta los hombros, un frac negro de terciopelo que había conocido mejores tiempos y un par de gastados pantalones de pana, del mismo tipo que llevaban los campesinos de la granja.
Tenía el rostro lleno de arrugas, y necesitaba un buen afeitado.
– ¿Sí,messteurs? -dijo en francés-. ¿En qué puedo servirles?
– ¿Es usted quien está al cuidado de esto? -preguntó Schellenberg.
– Sí,monsieur. Pierre Dissard.
– ¿Vive usted aquí, con su esposa?
– Cuando ella está aquí, sí,monsieur. En estos momentos está con su sobrina, en Cherburgo.
– ¿Comprende lo que dicen? -le preguntó Devlin a Asa.
– Ni una palabra. No hablo francés.
– Supongo que se pasó todo el tiempo jugando al fútbol. El general y yo, en cambio, como hombres de intelecto y estudio que somos, podemos comprender todo lo que dice el viejo chiflado. Se lo traduciré cuando sea necesario.
– Desearía inspeccionar el lugar -dijo Schellenberg.
Pasó junto a Dissard y entró en un gran vestíbulo, empedrado con losas de granito, con alguna que otra alfombra. Había una chimenea enorme en un lado, y una escalera que conducía al primer piso, lo bastante ancha como para que cupiera un regimiento.
– ¿Es usted de las SS,monsieur?
– Pensaba que eso sería evidente -contestó Schellenberg.
– Pero el lugar ya ha sido inspeccionado,monsieur. Lo vieron el otro día. Un oficial con un uniforme parecido al suyo.
– ¿Recuerda usted su nombre?
– Dijo que era un mayor. -El anciano frunció el ceño, como tratando de recordar. Añadió-¡ Tenía mal un lado de la cara.
– ¿Era Berger? -preguntó Schellenberg con calina-. ¿Fue ése el nombre?
– En efecto,monsieur -asintió con avidez el anciano-. El mayor Berger. Y hablaba muy mal el francés.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Asa.
– Nos está diciendo que alguien ha estado aquí antes que nosotros. Un mayor de las SS llamado Berger -le informó Devlin.
– ¿Le conoce usted?
– Oh, íntimamente, sobre todo la nariz, pero eso se lo explicaré más tarde.
– Entonces sabrá usted que este lugar se necesitará en un próximo futuro -dijo Schellenberg-. Le agradecería que nos acompañara para hacerle una visita.
– Elcháteau ha estado cerrado desde el cuarenta. Mi amo, el conde de Beaumont, se marchó a Inglaterra para luchar contra los boches.
– ¿De veras? -replicó Schellenberg con sequedad-. Está bien, empecemos. Será mejor subir y luego ir bajando.
El anciano miró la escalera que se extendía ante ellos. Había innumerables dormitorios, algunos de ellos con camas doseladas, los muebles envueltos en sábanas, con dos puertas conduciendo hacia alas separadas; todo tan en desuso y durante tanto tiempo que había una gruesa capa de polvo en el suelo.
– Madre de Dios, ¿y así es como viven los ricos? -preguntó Devlin bajando, después del recorrido-, ¿Ha visto lo mucho que hay que andar antes de llegar al cuarto de baño?
Schellenberg observó una puerta situada en un extremo del rellano, por encima de la entrada.
– ¿A dónde conduce?
– Se lo mostraré,monsieur. Es otro camino para llegar al comedor.
Se encontraron en una galería larga y oscura por encima de una enorme sala. El techo tenía vigas de roble arqueadas. Por debajo se veía una gran chimenea, de aspecto medieval, y delante de ella una enorme mesa de roble rodeada por sillas de respaldo alto. Había estandartes de batalla colgando sobre la chimenea.
– ¿Qué son esas banderas? -preguntó Schellenberg cuando ya bajaban la escalera.
– Recuerdos de guerra,monsieur. Los De Beaumont siempre han servido bien a Francia. Mire ahí, en el centro, ese estandarte en escarlata y oro. Un antepasado del conde lo llevó en Waterloo.
– ¿De veras? -preguntó Devlin-. Pues yo siempre pensé que esa batalla la habían perdido.
Schellenberg contempló el salón y luego abrió la marcha, pasando por entre las hojas abiertas de altas puertas de roble, para regresar al vestíbulo de entrada.
– Ya he visto suficiente. ¿Qué le dijo el mayor Berger?
– Que volvería,monsieur -contestó el anciano encogiéndose de hombros-. Dentro de una semana, o quizá dos.
Schellenberg le puso una mano en el hombro.
– Nadie debe saber que hemos estado aquí, amigo mío, y especialmente no debe saberlo el mayor Berger.
– ¿Monsieur? -preguntó Dissard, con aspecto desconcertado.
– Se trata de una cuestión del máximo secreto y de una considerable importancia -le dijo Schellenberg.
– Comprendo,monsieur.
– Si llegara a saberse el hecho de que hemos estado aquí, la fuente de esa información sería evidente -dijo al tiempo que le daba unas suaves palmaditas en la espalda, con la mano enguantada-. Y eso sería muy malo para usted.
El anciano estaba realmente asustado.
– Monsieur…, por favor. Ni una palabra. Se lo juro.
Salieron al patio, subieron al vehículo y se alejaron.
– Walter -dijo Devlin al cabo de un rato-, cuando quiere, puede ser un frío y sangriento bastardo.
– Sólo cuando es necesario -dijo Schellenberg y, volviéndose a mirar a Asa, le preguntó-: ¿Podemos regresar a Berlín esta noche?
La luz ya se estaba desvaneciendo, y unas nubes oscuras avanzaban hacia el mar, llevando la lluvia consigo.
– Es posible -contestó Asa-, si tenemos suerte. Pero puede que tengamos que pasar la noche en Chernay y despegar a primera hora de la mañana.
– ¡Qué perspectiva! -exclamó Devlin subiéndose el cuello del abrigo y encendiendo un cigarrillo-. En fin, qué le vamos a hacer, esto es el encanto de la guerra.
A la tarde siguiente, Devlin fue llevado a los estudios cinematográficos UFA, para su cita con el maquillador jefe. Karl Schneider tenía poco menos de cincuenta años, era un hombre alto, de hombros anchos, que más parecía un estibador de los muelles que cualquier otra cosa.
Examinó una fotografía tamaño pasaporte que Devlin se había tomado.
– ¿Y dice que esto es lo que tienen los del otro lado? -preguntó.
– Algo muy parecido.
– No es gran cosa cuando se trata de un policía buscando un rostro entre la multitud. ¿Cuándo partirá usted?
En ese momento, Devlin tomó la decisión por sí mismo, por Schellenberg y por todos los demás.
– Digamos que dentro de dos o tres días.
– ¿Y durante cuánto tiempo estará fuera?
– Diez días como máximo. ¿Puede hacer algo?
– Oh, sí -asintió Schneider-. Uno puede cambiar la configuración del rostro poniéndose almohadillas de mejilla en la boca y toda una serie de cosas, pero no creo que en su caso sea necesario. No soporta usted mucho peso, amigo mío, no hay mucha carne en sus huesos.