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– Todo debido a la mala vida -dijo Devlin.

– Su cabello… -siguió diciendo Schneider, ignorando la broma-, es oscuro y ondulado y lo lleva largo. Creo que la clave será lo que le haga en el cabello. ¿Qué papel tiene intención de representar?

– El de un sacerdote. Ex capellán del ejército, dado de baja por invalidez.

– Sí, el cabello.

Schneider le extendió una toalla sobre los hombros y tomó unas tijeras.

Cuando hubo terminado, Devlin tenía el cabello muy corto.

– ¡Santo Dios! ¿Ése soy yo?

– Esto no es más que el principio. Ahora seguiremos trabajando con él. -Schneider le lavó el pelo y luego lo frotó con un producto químico-. He trabajado con los mejores actores, incluso con Marlene Dietrich antes de que se marchara. Claro que ella tenía un cabello maravilloso. Ah, y también con Conrad Veidt. Qué actor tan maravilloso. Perseguido por estos nazis bastardos y, según me han dicho, ha terminado haciendo papeles de nazi bastardo en Hollywood.

– Algo que, extrañamente, se repite en la vida.

Devlin mantuvo los ojos cerrados y dejó que siguieran trabajando con él.

Apenas reconoció el rostro, cuyo reflejo le miraba fijamente desde el espejo. Ahora, el pelo corto era bastante gris, acentuando los pómulos y añadiéndole diez o doce años a su verdadera edad.

– Esto es condenadamente maravilloso -exclamó.

– Un toque más. -Schneider registró su caja de maquillaje, extrajo varias gafas y las examinó-. Sí, creo que éstas servirán. Con cristales naturales, desde luego. -Colocó sobre la nariz de Devlin un par de gafas con montura metálica y se las ajustó-. Sí, excelente. Me siento contento por el trabajo realizado.

– Que Dios me ampare, pero si ahora resulta que me parezco a Himmler – dijo Devlin-. ¿Durará esto? Me refiero al pelo.

– Por lo menos dos semanas, y usted dijo que sólo estaría fuera diez días como máximo. – Schneider sacó una pequeña botella de plástico-. No obstante, un toque con esto conservará el efecto, aunque no por mucho tiempo.

– No -rechazó Devlin-. Dije diez días y lo dije en serio. De todos modos, al final todo se reduce a uno solo. Pero si estoy más tiempo, estaré muerto.

– ¡Asombroso! -exclamó Schellenberg.

– Me alegro de que piense así -le dijo Devlin-. Y ahora, tomemos las fotos correctas. Quiero ponerme en marcha ya.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Que quiero partir lo antes posible. Mañana, o pasado mañana.

– ¿Está seguro? -preguntó Schellenberg mirándole seriamente.

– Ahora que su amigo de la UFA me ha proporcionado un nuevo rostro, ya no hay nada más que hacer aquí. Tenemos el escenario preparado en Chernay, a Asa y el Lysander. Eso nos deja sólo con tres incertidumbres: mi amigo del IRA, Michael Ryan, los Shaw y el priorato.

– Cierto -admitió Schellenberg-. Al margen de cuál sea k situación en el priorato, si su amigo Ryan no está disponible, se encontrará con verdaderas dificultades. Lo mismo podría decirse en el caso de los Shaw.

– Sin la colaboración de los Shaw sería una verdadera imposibilidad -dijo Devlin-, así que cuanto antes llegue allí, antes lo sabremos.

– Correcto -dijo Schellenberg con brusquedad llamando a Ilse Huber, que entró en seguida en el despacho-. Documentos para el señor Devlin del departamento de falsificaciones.

– Necesitarán fotos de mi nueva personalidad -le dijo Devlin.

– Pero, señor Devlin, lo que necesita es el documento de identidad británico. Una libreta de racionamiento para ciertos artículos alimenticios, cupones para ropa, permiso de conducir. Y para nada de eso se necesita una foto.

– Es una pena -le dijo Devlin-. Si uno tuviera que ser controlado por alguien, el hecho de poder compararlo con una foto es algo que deja tan satisfecho a cualquiera que uno puede seguir su camino antes de enterarse de lo que ha pasado.

– ¿Ha decidido ya algo acerca de su nombre y circunstancias? -preguntó Schellenberg.

– Como le he dicho a menudo, la mejor mentira es aquella que se ajusta todo lo posible a la verdad -dijo Devlin-. No tiene sentido tratar de parecer completamente inglés. Ni siquiera el gran Devlin lograría salir bien parado con eso. Así que seré oriundo del Ulster. -Se volvió hacia Ilse-. ¿Toma nota de esto?

– De cada palabra -asintió ella.

– Conlon. Es un apellido que siempre me ha gustado. Mi primera novia era una Conlon. Y mi viejo tío, el sacerdote de Belfast con quien viví siendo un muchacho. Su nombre era Henry, aunque todo el mundo le llamaba Harry.

– Entonces, ¿padre Harry Conlon? -preguntó ella.

– Sí, pero algo más que eso, mayor Harry Conlon, capellán del ejército, dado de baja en el servicio después de haber sido herido.

– ¿Dónde? -preguntó Schellenberg.

– En la cabeza -contestó Devlin llevándose un dedo a la cicatriz de bala-. Oh, ya veo a qué se refiere. ¿Quiere decir geográficamente?

– ¿Qué le parece la invasión aliada de Sicilia de este mismo año? -sugirió Schellenberg.

– Excelente. Me alcanzaron durante un ataque aéreo en el primer día. De ese modo, no necesitaré de mucha información sobre el lugar, si es que alguien me lo pregunta.

– En los archivos de documentación militar he visto algo relacionado con un capellán del ejército británico -dijo Use-. Lo recuerdo porque me pareció bastante insólito. ¿Puedo ir a comprobarlo, general? Sólo tardaré unos pocos minutos.

Schellenberg asintió con un gesto y ella salió.

– Haré los preparativos necesarios para su vuelo a Irlanda -dijo Schellenberg-. Ya he hecho algunas comprobaciones con la Luftwaffe. Ellos sugieren que despegue de la base de Laville, que está en las afueras de Brest.

– Estamos hablando de algodéjá vu -dijo Devlin-. Fue de allí de donde partí la vez anterior. ¿No habrán sugerido por casualidad utilizar un bombardero Dornier, el bueno y viejo «Lápiz Volador», como lo llaman?

– Exactamente.

– Ah, bueno, creo que la última vez funcionó.

– Yo tenía razón -dijo Use entrando en ese momento-. Miren lo que he encontrado.

El documento de identidad estaba a nombre de un tal mayor George Harvey, capellán del ejército, y había una fotografía. Había sido emitido por el departamento de Guerra, y en él se autorizaba acceso sin restricciones a las bases y hospitales militares.

– Es asombrosa lo poderosa que puede llegar a ser la necesidad de consuelo espiritual -comentó Schellenberg-. ¿De dónde ha salido esto?

– Documentos requisados a un prisionero de guerra, general. Estoy segura de que los de falsificaciones no tendrán el menor problema para copiarlo y eso le permitirá al señor Devlin tener la foto que deseaba.

– Brillante -admitió Devlin-. Es usted una maravilla de mujer.

– Tendrá que pasar también por el departamento de ropas -dijo ella-. ¿Querrá un uniforme?

– Es una idea. Quiero decir que podría ser útil. Además, un traje oscuro, alzacuello, sombrero oscuro, gabardina, y también me pueden conseguir una Cruz Militar. Si voy a ser un sacerdote, también puedo serlo valiente. Eso siempre impresiona. Y querré también un comprobante de viaje desde Belfast a Londres, del tipo que utilizan los militares, por si acaso se me ocurre representar el papel de mayor durante el viaje.

– Pondré en marcha todo eso.

– ¿Qué más? «preguntó Schellenberg una vez que Use hubo salido de nuevo.

– Efectivo. Yo diría que cinco mil. Lo utilizaré para ofrecer unos pocos sobornos y para cuidar de mi persona. Si encuentra una de esas bolsas militares de lona que suelen llevar los oficiales, el dinero podría ir oculto en un fondo falso de algún tipo.

– Estoy seguro de que tampoco habrá problemas con eso.