Le ocurrió lo mismo en Stranraer, donde, a pesar del increíble número de personas que iban a subir al tren, fue instalado en un asiento de un vagón de primera clase. Desde Stranraer a Glasgow; de allí, descendiendo, hasta Birmingham y finalmente a Londres. Llegó a King's Cross a las tres de la madrugada del día siguiente. Al bajar del tren, como un rostro más perdido entre la multitud, lo primero que escuchó fue una sirena de alarma antiaérea.
El principio del año 1944 fue conocido por los londinenses como el PequeñoBlitz, cuando la Luftwaffe volvió de nuevo la atención de sus incursiones nocturnas sobre Londres, una vez mejorado notablemente el rendimiento de sus aviones. La sirena que Devlin había escuchado anunciaba la aproximación de los JU88, encargados de abrir el camino, procedentes de Chartres, en Francia. Los bombarderos pesados llegarían más tarde pero, para entonces, él ya estaba, lo mismo que otros muchos miles de ciudadanos, instalado bajo tierra, dispuesto a pasar una dura noche en una estación de metro, un lugar comparativamente seguro.
Mary Ryan era una mujer en la que solía fijarse la gente, no porque fuera particularmente hermosa, sino porque tenía un aspecto un tanto extraño, casi etéreo. Lo cierto es que su salud nunca había sido buena y las presiones de la guerra no la ayudaban en nada. Siempre tenía el rostro pálido, con manchas oscuras por debajo de los ojos, y cojeaba fuertemente desde que era una niña. Ahora sólo contaba con diecinueve años de edad, pero parecía mayor.
Su padre, un activista del IRA, había muerto de un ataque al corazón en la prisión de Mountjoy, en Dublín, justo antes de la guerra; su madre había muerto de cáncer en 1940, dejándola con un único pariente, su tío Michael, el hermano menor de su padre, que vivía en Londres desde hacía años y que estaba solo desde la muerte de su esposa en 1938. Ella se había trasladado desde Dublín a Londres y ahora le llevaba la casa y trabajaba como ayudante en una gran tienda de comestibles en la calle Wapping High.
Aunque acababa de quedarse sin trabajo porque esa misma mañana, cuando se presentó a las ocho, tanto la tienda como una considerable parte de la calle habían quedado reducidas a un montón de escombros humeantes. Se quedó allí un momento, viendo las ambulancias y los bomberos apagando todavía los restos, mientras los hombres de la unidad de rescate se movían por entre los cimientos para comprobar si quedaba alguien con vida.
Al cabo de un rato, como ella ya no podía ayudar en nada, se volvió y se alejó, cojeando con rapidez por la calle, como una figura extraña con su boina negra y el viejo impermeable. Se detuvo ante una tienda situada en una calle secundaria, compró leche y una hogaza de pan, así como algunos cigarrillos para su tío, y volvió a salir. Al girar por Cable Wharf, empezó a llover.
Originalmente, había habido veinte casas de espaldas al río, pero quince de ellas habían sido demolidas por una bomba durante elblitz. Otras cuatro más se utilizaban como casas de huéspedes. Ella y su tío vivían en la última, la del extremo. La puerta de la cocina estaba situada a un lado; se llegaba a ella por una terraza de hierro, con las aguas del Támesis por debajo. Se detuvo junto a la barandilla, mirando hacia el puente y la Torre de Londres, recortada en la distancia, no muy lejos. Le encantaba el río y nunca se cansaba de contemplarlo. Los grandes barcos procedentes de los muelles de Londres pasaban arriba y abajo, acompañados por el constante tráfico de barcazas. Al final de la terraza había una escalera de madera, que descendía hasta un pequeño embarcadero privado. Su tío tenía amarrados allí dos botes, un esquife de remo y otra embarcación algo mayor, con un pequeño motor y una cabina. Al mirar hacia allí, vio a un hombre fumando un cigarrillo y protegiéndose de la lluvia. Llevaba un sombrero negro impermeable y una maleta que había dejado en el embarcadero, a su lado.
– ¿Quién es usted? -preguntó ella con tono áspero-. Eso de ahí abajo es de propiedad privada.
– Buenos días, señorita -saludó él alegremente, tomó la maleta y subió la escalera.
– ¿Qué es lo que quiere? – preguntó ella.
– Estoy buscando a Michael Ryan -contestó Devlin con una sonrisa-. ¿Le conoce usted? Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta.
– Soy su sobrina, Mary. Tío Michael no ha regresado aún a casa. Ha tenido turno de noche.
– ¿Turno de noche? -repitió Devlin.
– Sí, en los taxis. De diez a diez, doce horas seguidas.
– Comprendo. -Miró su reloj-. Lo que quiere decir que todavía falta hora y media.
Devlin se dio cuenta de que ella todavía se sentía algo desconcertada, no muy dispuesta a invitarle a pasar.
– No creo haberle visto antes -dijo ella.
– No es sorprendente y, además, acabo de llegar de Irlanda.
– Entonces, ¿conoce usted a tío Michael?
– Oh, sí, somos viejos amigos. Mi nombre es Conlon, el padre Harry Conlon -añadió, abriéndose la parte superior del cuello del impermeable para que ella pudiera ver el alzacuellos.
Mary se tranquilizó al instante.
– ¿Quiere pasar y esperarle dentro, padre?
– No lo creo. Preferiría dar un pequeño paseo y regresar más tarde. ¿Podría dejar aquí la maleta?
– Desde luego.
Ella abrió con llave la puerta de la cocina, él la siguió al interior de la vivienda y dejó la maleta en el suelo.
– ¿Conoce usted el priorato de St. Mary, por casualidad?
– Oh, sí -contestó ella-. Tiene que seguir por Wapping High hasta llegar a Wapping Hall. Está cerca de St. James's Stairs, junto al río. A poco más de un kilómetro de aquí.
Él salió de la vivienda.
– Desde aquí tienen ustedes una vista grandiosa. Dickens escribió una novela que empieza narrando la historia de una joven y su padre que, en un bote sobre el Támesis, se dedican a buscar los cuerpos de los ahogados para sacarles lo que llevan en los bolsillos.
– Nuestro amigo mutuo -dijo ella-. Y la joven se llama Lizzie.
– Santo Dios, es usted una joven muy instruida.
– Los libros lo son todo para mí -dijo ella, a quien el padre empezaba a caerle simpático.
– ¿Y no es eso lo que importa? -dijo él llevándose una mano al sombrero-. Volveré dentro de un rato.
Se alejó caminando a lo largo de la terraza, con sus pasos arrancando ecos de las tablas, mientras ella cerraba la puerta.
Desde Wapping High se observaba con claridad el daño causado por elblitz a los muelles de Londres, pero lo extraño era comprobar el ajetreo que reinaba allí, con barcos por todas partes.
– Me pregunto qué le parecería esto al viejo Adolf -dijo Devlin en voz baja-. No me extrañaría nada que se llevara una fea sorpresa.
Encontró sin problemas el priorato de St. Mary. Se hallaba situado al otro lado de la carretera principal, frente al río, con sus altos muros de piedra gris, aún más oscurecidos por la suciedad de la ciudad acumulada con el paso de los años, con el techo de la capilla claramente visible al otro lado, y un campanario elevándose por encima. Le pareció interesante observar que la gran puerta de roble de la entrada permanecía abierta.
El tablero de anuncios que había junto a ella decía: «Priorato de St. Mary, Hermanitas de la Piedad. Madre superiora: hermana María Palmer». Devlin se apoyó contra la pared, encendió un cigarrillo y observó. Al cabo de un rato apareció un portero vestido con un uniforme azul. Se quedó de pie en el escalón superior, miró a uno y otro lado de la calle y luego regresó al interior.
Por debajo efe allí había una estrecha franja de guijarros y barro, entre el río y el muro de contención. A corta distancia estaban los escalones que descendían desde el muro. Devlin los bajó con naturalidad y caminó por la estrecha franja de guijarros, recordando los dibujos del arquitecto y el viejo túnel de drenaje. Una vez acabada la franja de guijarros, el agua lamía el muro. Y entonces la vio: era una entrada en forma de arco, casi completamente inundada, con una luz que apenas tendría poco más de sesenta centímetros.