Regresó a la carretera, y en la siguiente esquina del priorato encontró un local público llamado«El Gabarrero». Entró en el bar. Había una mujer joven, con pantalones y un pañuelo a la cabeza, fregando el suelo. Levantó la mirada, sorprendida al ver su rostro.
– ¿Sí? ¿Qué desea? No abrimos hasta las once.
Devlin se había desabrochado el impermeable y ella vio el alzacuello.
– Siento mucho molestarla. Soy Conlon, el padre Conlon.
La mujer llevaba una cadena alrededor del cuello y él vio un crucifijo. La actitud de ella cambió en seguida.
– ¿Qué puedo hacer por usted, padre?
– Sabía que iba a alojarme en el vecindario y un compañero me pidió que visitara a un amigo suyo, el padre confesor del priorato de St. Mary, pero, estúpido de mí, he olvidado su nombre.
– Ese tiene que ser el padre Frank -dijo ella sonriendo-. Bueno, así es como lo llamamos nosotros, el padre Frank Martin. Es el sacerdote que está a cargo de St. Patrick, más abajo, junto a la carretera, y también se ocupa del priorato. Sólo Dios sabe cómo puede arreglárselas a su edad. No cuenta con ninguna ayuda, pero supongo que eso se debe a la guerra.
– ¿Ha dicho St. Patrick? Que Dios la bendiga, buena mujer -le dijo Devlin saliendo a la calle.
La iglesia no mostraba nada realmente notable. Su arquitectura era de finales de la época victoriana, como la mayoría de las iglesias católicas de Inglaterra, construidas después de que se hubieran introducido en la ley inglesa los cambios que legitimaron esa rama de la religión cristiana.
Despedía los olores habituales a cirios e incienso, y tenía las imágenes religiosas de siempre, las estaciones de la Cruz, cosas que, a pesar de su educación jesuita, nunca habían significado mucho para Devlin. Se sentó en un banco y al cabo de un rato apareció el padre Martin, procedente de la sacristía, y se arrodilló ante el altar. El anciano permaneció de rodillas, rezando, y Devlin se levantó y se marchó sin hacer ruido.
Michael Ryan tenía casi un metro noventa de estatura, y se conservaba bastante bien para sus sesenta años. Sentado ante la mesa de la cocina, llevaba una chaqueta de cuero negro y una bufanda blanca, con una gorra de tweed que había dejado a su lado, sobre la mesa. Estaba tomando un té en un gran tazón que Mary le había preparado.
– ¿Conlon, has dicho? -Sacudió la cabeza-. Nunca he tenido un amigo llamado Conlon. Y, ahora que lo pienso, nunca he tenido un amigo que fuera sacerdote.
Se escucharon unos golpes en la puerta de la cocina. Mary se volvió y la abrió. Devlin estaba allí de pie, bajo la lluvia.
– Que Dios bendiga a todos los de esta casa -dijo y entró.
Ryan se quedó mirándole fijamente, frunciendo el ceño. Entonces, una expresión desconcertada apareció en su rostro.
– Santo Dios del cielo, no puede ser… Liam Devlin, ¿eres tú?
Se levantó y Devlin le puso las manos sobre los hombros.
– Los años han sido amables contigo, Michael.
– Pero, ¿y a ti, Liam? ¿Qué han hecho contigo?
– Oh, no creas en todo lo que vean tus ojos. Necesitaba un cambio de aspecto. Y me añadieron unos pocos años. -Se quitó el sombrero y se pasó los dedos a través del cabello corto y gris-. Este pelo le debe más a la industria química que a la naturaleza.
– Pasa, hombre, pasa -dijo Ryan, cerrando la puerta-. ¿Te has escapado o qué?
– Algo así. Necesita explicación.
– Te presento a Mary, mi sobrina -dijo Ryan-. ¿Recuerdas a Seamus, mi hermano mayor? Murió en la prisión de Mountjoy.
– Un buen hombre que tuvo que vivir los peores tiempos -dijo Devlin.
– Mary…, éste es mi viejo amigo Liam Devlin.
El efecto que ello produjo en la joven fue extraordinario. Fue como si una luz se le hubiera encendido en su interior. En su rostro apareció una expresión que casi parecía santa.
– ¿Usted es Liam Devlin? ¡Santa madre de Jesús! He oído hablar de usted desde que era muy pequeña.
– Espero que no haya sido nada malo -contestó Devlin.
– Siéntese, por favor. ¿Quiere tomar un té? ¿Ha desayunado ya?
– Ahora que me doy cuenta, resulta que no.
– Tengo unos huevos, y aún me queda algo del jamón del mercado negro que trajo tío Michael. Lo compartiremos.
Mientras la joven se ocupaba en la cocina, Devlin se quitó el impermeable y se sentó frente a Ryan.
– ¿Tienes teléfono aquí? ¡fe -Sí, en el vestíbulo.
– Bien. Más tarde necesitaré hacer una llamada.
– ¿De qué se trata, Liam? ¿Acaso el IRA ha decidido volver a empezar en Londres? * -En esta ocasión no actúo para el IRA -le dijo Devlin-, al menos de forma directa. Si quieres que te sea franco, vengo desde Berlín.
– Había oído decir que la organización había tenido tratos con los alemanes -dijo Ryan-, pero ¿cuál es el propósito, Liam? ¿Me estás diciendo que tú apruebas esas cosas?
– La mayoría de ellos son unos nazis bastardos -dijo Devlin-. Pero no todos. Su objetivo consiste en ganar la guerra; el mío, en cambio, es conseguir una Irlanda unida. He hecho tratos extraños con ellos, siempre por dinero, pagado en una cuenta suiza a nombre de la organización.
– ¿Y ahora estás aquí en su nombre? ¿Por qué?
– La inteligencia británica tiene custodiado a un hombre no lejos de aquí, en el priorato de St. Mary. Es un tal coronel Steiner. Resulta que es un buen hombre, y no un nazi. Tendrás que confiar en mi palabra en cuanto a eso. También resulta que los alemanes desean su regreso. Y ésa es la razón por la que yo estoy aquí.
– ¿Para ayudarle a escapar? – preguntó Ryan sacudiendo la cabeza, con un gesto pesimista-. Nunca ha habido nadie como tú. Eres un condenado lunático.
– Trataré de no involucrarte mucho en esto, pero necesito algo de ayuda. No será nada complicado, te lo prometo. Podría pedirte que lo hicieras en consideración a los viejos tiempos, pero no lo haré. -Devlin se inclinó, levantó la maleta, la dejó sobre la mesa y la abrió. Apartó las ropas que contenía, pasó un dedo por el fondo y tiró del forro, poniendo al descubierto el dinero que llevaba escondido allí. Tomó un paquete de billetes de cinco libras y lo dejó sobre la mesa-. Aquí tienes mil libras, Michael.
Ryan se pasó los dedos por el cabello.
– Dios santo, Liam, ¿qué puedo decir?
La joven dejó delante de cada uno de ellos sendos platos de huevos con jamón.
– Deberías sentirte avergonzado de aceptar un solo penique después de las historias que me has contado sobre el señor Devlin. Deberías hacerlo por nada y sentirte feliz por ello.
– Ah, qué hermoso es ser joven -exclamó Devlin rodeando la cintura de la muchacha con un brazo-. Si al menos la vida fuera así. Pero, de todos modos, aférrate a tus sueños, muchacha. -Se volvió hacia Ryan y preguntó-: ¿Qué me dices, Michael?
– Por Cristo, Liam, sólo se vive una vez, pero para demostrarte que soy un hombre débil, aceptaré las mil libras.
– Lo primero es lo primero. ¿Tienes algún arma de fuego por aquí?
– Una pistola Luger de antes de la guerra. Está escondida bajo los tablones del suelo de mi dormitorio. Debe de estar ahí desde hace por lo menos cinco años, junto con la munición correspondiente.
– Comprobaré su estado. ¿Es conveniente que yo me quede aquí? No será por mucho tiempo.
– Estupendo. Disponemos de mucho espacio.
– Y ahora, el tema del transporte. He visto tu taxi negro en el exterior. ¿Puedo utilizarlo?
– No, tengo una camioneta Ford en el cobertizo. Sólo la utilizo de vez en cuando. Es por la situación del combustible, ¿comprendes?
– Me parece bien. Y ahora, si me lo permites, utilizaré tu teléfono.