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– Sírvete.

Devlin cerró la puerta y se quedó a solas ante el teléfono. Marcó el número de información y pidió que le dieran el número de teléfono de Shaw Place. Sólo tuvo que esperar un par de minutos. Luego, la operadora le dio el número y él lo anotó. Se sentó en una silla, junto al teléfono, pensando en aquello durante un rato. Finalmente, levantó el auricular, marcó el número de conferencias y pidió que le pusieran en comunicación con aquel número.

Al cabo de un rato, alguien levantó el teléfono en el otro extremo de la línea y una voz de mujer contestó:

– Charbury tres, uno, cuatro.

– ¿Está sir Maxwell Shaw en casa?

– No, no está ahora. ¿Quién es?

Devlin decidió hacer un intento más. Al recordar por el expediente que ella había decidido volver a utilizar desde hacía tiempo su nombre de soltera, preguntó:

– ¿Es usted la señorita Lavinia Shaw?

– Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

– ¿Sigue esperando el halcón? -preguntó Devlin, pronunciando la frase clave-. Ha llegado el momento de hacerlo.

El efecto que produjeron sus palabras fue inmediato y espectacular.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Lavinia Shaw y luego se produjo un silencio.

– ¿Sigue usted ahí, señorita Shaw? -preguntó Devlin después de haber esperado un rato.

– Sí, sí, estoy aquí.

– Tengo que verles, a usted y a su hermano, lo antes posible. Es urgente.

– Mi hermano está en Londres -dijo ella-. Tenía que ver a su abogado. Se aloja en el Club del Ejército y la Marina. Me dijo que almorzaría allí y tomaría el tren de regreso esta misma tarde.

– Excelente. Póngase en contacto con él y dígale que me espere…, digamos a las dos. Soy Conlon, el mayor Harry Conlon.

– ¿Se va a producir? -preguntó ella tras una pausa.

– ¿A qué se refiere, señorita Shaw?

– Ya sabe…, a la invasión.

Reprimió el fuerte deseo de echarse a reír.

– Estoy seguro de que volveremos a hablar después de que me haya entrevistado con su hermano.

Regresó a la cocina, donde Ryan seguía sentado ante la mesa. La joven, que estaba lavando los platos en el fregadero, dijo:

– ¿Está todo bien?

– Estupendo -contestó él-. Todo viaje necesita dar un primer paso. -Tomó la maleta-. Y ahora, si me podéis mostrar dónde está mi habitación, necesito cambiarme.

Ella le acompañó al piso de arriba, y le introdujo en una de las habitaciones traseras, desde donde se dominaba el río. Devlin abrió la maleta y colocó el uniforme sobre la cama. La Smith Wesson la deslizó bajo el colchón, junto con el cinturón y la pistolera, así como una funda de tobillo que también sacó de la maleta. Encontró el cuarto de baño al final del pasillo, se afeitó rápidamente y se cepilló el cabello. Regresó después a su habitación y se cambió de ropa.

Quince minutos más tarde bajó la escalera, resplandeciente en su uniforme.

– Jesús, Liam, nunca creí que fuera a ver este día -dijo Ryan.

– Ya conoces el viejo dicho, Michael -replicó Devlin-. Cuando se es una zorra perseguida de cerca por los sabuesos, se tienen más oportunidades pareciéndose a un perro. -Se volvió a mirar a Mary y le sonrió-. Y ahora, querida muchacha, otra taza de té vendría pero que muy bien.

Fue en ese momento cuando la joven quedó totalmente prendada de él, así, de improviso, en lo que los franceses llamancoup de foudre. Ella notó que se ruborizaba y se volvió a la cocina.

– Desde luego, señor Devlin. Le prepararé otro.

Para sus miembros, el Club del Ejército y la Marina era conocido humorística y sencillamente como «El Cuchitril». Se trataba de un grande tenebrosopalazzo de estilo veneciano situado en el Pall Malí. Su comité de gobierno había adquirido fama desde la época victoriana por su indulgencia para con los miembros caídos en desgracia o con problemas, y sir Maxwell Shaw era uno de aquellos casos típicos. Nadie había visto la necesidad de expulsarlo como consecuencia de su detención amparada en la regulación 18B. Después de todo, él era un oficial y caballero que había sido herido y condecorado por su valentía al servicio de su país.

Estaba sentado en un rincón del salón matutino, tomando el escocés que el camarero le había traído, y pensando en la asombrosa llamada telefónica que había recibido de Lavinia. Era increíble que precisamente ahora, después de tanto tiempo, llegara la llamada. Pero, Dios santo, vaya si se sentía agitado. No se sentía así desde hacía muchos años.

Pidió otro escocés y, en ese mismo instante, se le aproximó el portero.

– Su invitado acaba de llegar, sir Maxwell.

– ¿Mi invitado?

– El mayor Conlon. ¿Quiere que le haga pasar?

– Sí, desde luego. Inmediatamente, hombre.

Shaw se levantó, ajustándose la corbata, al tiempo que el portero regresaba acompañado por Devlin, quien extendió la mano hacia él y se presentó alegremente.

– Harry Conlon. Es un placer conocerle, sir Maxwell.

Shaw quedó boquiabierto, no tanto por el uniforme como por el alzacuello. Se estrecharon las manos mientras el camarero le traía su vaso de escocés.

– ¿Quiere tomar uno de éstos, mayor?

– No, gracias. -El camarero se marchó, Devlin se sentó y encendió un cigarrillo-. Parece usted un tanto aturdido, sir Maxwell.

– Bueno, hombre, claro que lo estoy. Quiero decir, ¿a qué viene todo esto? ¿Quién es usted?

– ¿Sigue esperando el halcón? -preguntó Devlin-. Ha llegado el momento de hacerlo.

– Sí, pero…

– No hay peros que valgan, sir Maxwell. Aceptó usted un compromiso hace mucho tiempo, cuando Werner Keitel le reclutó a usted y a su hermana, digamos que para la causa. ¿Está usted con nosotros o no? ¿Cuál es su postura?

– ¿Quiere decir que tiene trabajo para mí?

– Hay un trabajo que hacer.

– ¿Se va a producir finalmente la invasión?

– Todavía no -contestó Devlin con suavidad-, pero será pronto. ¿Está con nosotros?

Se había preparado para ejercer cierta presión, pero al final no fue necesario hacerlo. Shaw se tomó di whisky de un solo trago.

– Pues claro está que sí. ¿Qué es lo que necesita de mí?

– Vayamos a dar un pequeño paseo -dijo Devlin-. El parque que hay al otro lado de la calle me parece muy bien.

Había empezado a llover, y las gotas de lluvia repiqueteaban sobre las ventanas. Por un momento, no apareció ningún portero en el guardarropa. Shaw encontró finalmente su sombrero hongo, el impermeable y el paraguas. Entre el montón de gabardinas había una trinchera militar. Devlin la tomó, le siguió fuera del edificio y se la puso mientras caminaba.

Cruzaron hacia el parque de St. James y caminaron a lo largo de la orilla del lago, hacia el palacio de Buckingham; Shaw llevaba el paraguas abierto. Al cabo de un rato se situaron bajo la protección de unos árboles y Devlin encendió un cigarrillo.

– ¿Quiere uno de éstos?

– Por el momento, no, gracias. ¿Qué es lo que quiere de mí?

– Antes de la guerra su hermana solía pilotar un Tiger Moth. ¿Sigue teniéndolo?

– La RAF lo requisó en el invierno del treinta y nueve para utilizarlo como avión de entrenamiento.

– Ella utilizaba un cobertizo como hangar. ¿Sigue en pie ese cobertizo? -Sí.

– ¿Y el lugar que empleaba para despegar y aterrizar? El prado del sur, creo que lo llamaban ustedes. ¿No ha sido roturado para contribuir al esfuerzo de guerra o algo así?

– No, todos los terrenos que hay alrededor de Shaw Place, terrenos que antes eran nuestros, se utilizan ahora como pastos para las ovejas.

– ¿Y el prado del sur sigue siendo suyo?

– Desde luego. ¿Es importante?

– Ya lo puede asegurar. Dentro de no mucho llegará un avión desde Francia.

– ¿De veras? -preguntó Shaw con una expresión muy animada en el rostro-. ¿Para qué?