La franja de guijarros que él había recorrido antes parecía haberse ampliado ahora, y cuando se detuvo para indicarles la posición de la arcada, observó que su luz parecía mayor.
– Esta mañana estaba casi totalmente cubierta por el agua -dijo.
– El Támesis es un río con mareas, Liam, y ahora es marea baja. Habrá momentos en que ese sitio se encontrará por completo debajo del agua. ¿Es importante?
– Corre cerca de los cimientos del priorato. Según los planos hay una reja que da a la cripta, por debajo de la capilla del priorato. Podría ser una forma de entrar.
– En ese caso deberías echar un vistazo. | -Naturalmente, pero no ahora. Más adelante, cuando haya mejorado la situación y esté todo bien oscuro.
La lluvia aumentó de intensidad, hasta adquirir casi proporciones de monzón, y Ryan exclamó:
– Por el amor de Dios, salgamos de aquí.
Empezó a subir los escalones. Devlin tomó a Mary por el brazo.
– ¿Tendrás escondido por alguna parte un bonito vestido? Porque, si lo tienes, te llevaré a bailar esta noche.
Ella se detuvo y se volvió a mirarle y cuando echaron a caminar de nuevo, su cojera aún pareció más pronunciada.
– Yo no bailo, señor Devlin. No puedo.
– Oh, sí, claro que puedes, mi amor. Puedes hacer cualquier cosa en el ancho y amplio mundo, con tal de que pongas toda tu mente en ello.
9
El Astoria era un típico salón de baile londinense de la época, y estaba abarrotado. Había una orquesta a cada lado de la sala, una con los músicos vestidos con esmóquines negros, y la otra rojos. Devlin vestía el oscuro traje clerical, pero con una suave camisa blanca y una corbata negra que le había prestado Ryan. Esperó fuera del guardarropa a que Mary terminara de entregar su abrigo. Al salir, vio que se había puesto un bonito vestido de algodón con medias marrones. Llevaba pendientes de plástico, de moda en aquellos momentos, y apenas un esbozo de lápiz de labios.
– Mi enhorabuena por el vestido -le dijo-. Logra una notable mejoría.
– No tengo muchas oportunidades de vestirme así -dijo ella.
– Lo aprovecharemos al máximo.
La tomó de la mano y tiró de ella hacia la pista de baile antes de que pudiera protestar. Una de las orquestas estaba interpretando un foxtrot lento. El empezó a tararear la melodía.
– Lo haces muy bien-dijo ella, tuteándole.
– Ah, lo que ocurre es que tengo un pequeño don para la música. Toco el piano, aunque lo hago mal. Tú, además, bailas bastante bien.
– Se está mucho mejor aquí, en medio de todos los demás, donde nadie se da cuenta.
Evidentemente, se refería a su cojera.
– Querida jovencita -le dijo Devlin-, de todos modos nadie se da cuenta.
La apretó contra sí, haciendo que la mejilla se apoyara contra su hombro, y se movieron entre la multitud, con una gran bola reluciente girando y despidiendo destellos desde el techo, bañándolo todo con sus rayos en una tenue luz azulada. La orquesta terminó su interpretación y la otra orquesta inició un ritmo rápido.
– Oh, no -protestó ella-. Con esto ya no puedo arreglármelas.
– Está bien -asintió Devlin-. Entonces tomaremos café.
Subieron la escalera hasta el paraíso del local.
– Voy un momento al lavabo -dijo ella.
– Yo, mientras tanto, pediré el café. Te espero aquí.
Ella se dirigió hacia el otro lado del paraíso, cojeando ostensiblemente. Pasó junto a dos jóvenes que estaban inclinados sobre la barandilla, observando la pista de baile. Uno de ellos llevaba un traje a rayas cruzado y una corbata pintada a mano. El otro tenía unos cuantos años más, y llevaba una chaqueta de cuero; tenía la nariz chata propia de un boxeador, y tejido cicatrizado alrededor de los ojos.
– ¿Le apetece eso, señor Carver? -preguntó al joven viendo a Mary dirigirse hacia el lavabo.
– Desde luego, George -le contestó Eric Carver-. Hasta ahora no me había tirado a ninguna lisiada.
Eric Carver tenía veintidós años de edad, y un rostro delgado, de facciones lobunas, con un cabello largo y rubio que le caía hacia atrás desde la frente. Una tendencia a sufrir ataques de asma le había mantenido fuera del ejército. Eso, al menos, era lo que afirmaba el certificado que le había proporcionado el médico de su hermano. Su padre había sido un matón borracho que había terminado bajo las ruedas de un carro en Mile End Road. Jack, su hermano mayor, que ya era un criminal de cierto prestigio a los quince años de edad, se había ocupado de Eric y de la madre de ambos, hasta que el cáncer se la llevó, poco antes de que estallara la guerra. La muerte de la madre había hecho que los dos hermanos se unieran aún más. No había nada que Eric no pudiera hacer, ninguna chica que no pudiera tener, porque él era el hermano de Jack Carver y eso era algo que nunca permitía olvidar a los demás.
Mary salió del lavabo y pasó cojeando junto a ellos dos.
– Te veré más tarde, George -dijo Eric.
George sonrió, se volvió y se alejó y Eric avanzó por el paraíso, dirigiéndose hacia donde estaba Mary, apoyada en la barandilla, mirando a los que bailaban. Al llegar a su lado le deslizó un brazo alrededor de la cintura y luego levantó una mano ahuecándola alrededor de su seno izquierdo.
– Vamos a ver, querida, ¿cómo te llamas?
– No haga eso, por favor -dijo ella, empezando «forcejear.
– Oh, eso me gusta -dijo él apretándola con más fuerza.
En ese momento llegó Devlin, con una taza de café en cada mano. Las dejó sobre una mesa cercana. -Discúlpeme -dijo.
Ericse volvió aflojando un poco la sujeción sobre Mary. En ese preciso instante, Devlin se apoyó sobre el pie derecho, avanzando sobre él con todo su peso. El joven lanzó un gruñido, tratando de quitárselo de encima de un empujón. Entonces, Devlin tomó una de las tazas de café y vertió su contenido sobre la pechera de la camisa de Eric.
– Jesús, hijo, lo siento mucho -se disculpó. Eric bajó la mirada, contemplándose la camisa, con una expresión de total desconcierto en su rostro.
– Maldito viejo -exclamó lanzándole un puñetazo.
Devlin lo bloqueó con facilidad y le propinó una patada en la espinilla.
– Y ahora -dijo-, ¿por qué no te vas a jugar al niño travieso a otra parte?
– ¡Bastardo! -exclamó Eric, colérico-. Te voy a pelar por esto, ya verás.
Se marchó cojeando y Devlin hizo sentar a Mary y le ofreció la otra taza de café. Ella tomó un sorbo y después se quedó mirándolo. -Eso ha sido horrible.
– No es más que un gusano, muchacha. Nada de lo que preocuparse. ¿Estarás bien aquí mientras voy a ver a ese tal Carver? No tardaré mucho.
– Estaré muy bien, señor Devlin -contestó ella con una sonrisa.
Él se volvió y se alejó.
La puerta situada en el otro extremo del paraíso decía: «Despacho del director», pero al abrirla se encontró en un pasillo. Avanzó por él hasta el otro extremo y abrió otra puerta que daba a un rellano cubierto por una alfombra. Una escalera descendía hacia lo que, evidentemente, era una entrada trasera, pero el sonido de la música que llegaba hasta allí procedía de la parte de arriba. Sólo era una habitación pequeña, con una mesa y una silla en la que estaba sentado el otro tipo, George, leyendo un periódico, mientras sonaba la música procedente de una radio.
– Eso es bonito -dijo Devlin apoyándose sobre el marco de la puerta-. Carroll Gibson desde el Savoy. Ese hombre toca muy bien el piano.
George levantó la vista, mirándole fríamente.
– ¿Qué quiere usted?
– Sólo un momento del valioso tiempo de Jack Carver.
– ¿De qué se trata? El señor Carver no acostumbra a ver a cualquiera.
Devlin sacó del bolsillo un billete de cinco libras y lo dejó sobre la mesa.