– De esto es de lo que se trata, hijo mío. Es decir, de otros ciento noventa y nueve como ése.
George dejó el periódico y tomó el billete.
– Está bien. Espere aquí.
Pasó junto a Devlin y llamó a la otra puerta. Luego, entró. AI cabo de un rato, la puerta se abrió de nuevo y eltipo asomó la cabeza.
– Está bien, le verá.
Jack Carver estaba sentado detrás de una mesa de nogal de estilo regencia, que, además, parecía genuina. Era un hombre de aspecto duro y peligroso, con un rostro carnoso y signos precoces de deterioro. Llevaba un traje excelente, de color azul, cortado en Savile Row, y una corbata discreta. A juzgar por su apariencia exterior, podría habérsele tomado por un próspero hombre de negocios, pero eso quedaba inmediatamente desmentido por la tortuosa cicatriz que iba desde una esquina del ojo izquierdo hasta la línea oscura del pelo, y por la mirada de sus fríos ojos.
George se quedó junto a la puerta y Devlin echó un vistazo a la habitación, amueblada con un gusto sorprendentemente bueno. -Esto está bien.
– Vale, ¿de qué se trata? -preguntó Carver sosteniendo el billete de cinco con dos dedos.
– ¿Verdad que son hermosos? – preguntó Devlin-. El billete de cinco libras del banco de Inglaterra es una verdadera obra de arte.
– Según George -dijo Carver-, ha dicho usted algo acerca de otros ciento noventa y nueve como éste. Cuando yo iba a la escuela eso hacían un total de mil redondas.
– Ah, ¿lo recuerda, George? -preguntó Devlin. En ese momento se abrió una puerta y Eric entró. Se había cambiado la camisa y se estaba anudando otra corbata. Se detuvo de improviso, atónito, pero la expresión de asombro de su rostro fue rápidamente sustituida por otra de cólera.
– Es este mismo, Jack. Éste es el farolero que me echó el café encima.
– Oh, eso no fue más que un pequeño accidente -dijo Devlin.
Eric hizo ademán de dirigirse hacia él, pero Jack Carver le espetó de pronto:
– Déjalo, Eric, esto es cuestión de negocios. -Eric se quedó junto a la mesa, con rabia en los ojos. Carver preguntó-: ¿Qué anda usted buscando a cambio de las mil? ¿Matar a alguien?
– Vamos, señor Carver, los dos sabemos que eso lo haría usted sólo por diversión -replicó Devlin-. No, lo que necesito es una pieza de equipo militar. He oído decir por ahí que usted puede conseguirlo todo. Eso es, al menos, lo que pensaba el IRA. Me pregunto qué haría con esa golosina una de esas ramas especiales de Scotland Yard.
Carver acarició el billete de cinco libras entre los dedos y levantó la mirada, con el rostro inexpresivo.
– Está empezando a sonar como si se hubiera descompuesto.
– Yo y esta bocaza mía…, ¿es que no aprenderé nunca? -dijo Devlin-, Y pensar que todo lo que quería era comprar una radio.
– ¿Una radio? -preguntó Carver que, por primera vez, pareció desconcertado.
– De esas que pueden transmitir y recibir. En estos tiempos el ejército está utilizando un modelo muy bonito. Se lo conoce como Mark Cuatro, modelo veintiocho. Sólo Dios sabe por qué se les ha ocurrido llamarlo así. Se puede meter bien en una caja de madera con un mango para transportarla. Como si fuera una maleta. Es muy elegante. -Devlin sacó un trozo de papel del bolsillo y lo dejó sobre la mesa-. Aquí le he anotado los detalles.
– A mí esto me parece un capricho -dijo Carver tras mirar el papel-. ¿Para qué iba a querer alguien una cosa como ésta?
– Vamos, señor Carver, eso debe quedar entre yo y mi Dios. ¿Puede usted conseguirla?
– Jack Carver es capaz de conseguir cualquier cosa. ¿Ha dicho usted mil?
– Sí, pero debo tenerla mañana mismo.
– Está bien -asintió Carver-, pero cobraré la mitad al contado.
– Me parece justo.
Era lo que Devlin había esperado. Por eso llevaba el dinero preparado en el bolsillo. Lo sacó y lo dejó sobre la mesa.
– Aquí lo tiene.
Carver aumentó el precio.
– Y le costará otras mil. Mañana por la noche, a las diez. Justo en la calle que hay más abajo, en el muelle Black Lion. Allí hay un almacén con mi nombre en la puerta. Sea puntual.
– Desde luego. Y debo decir que es usted un hombre duro para hacer negocios -dijo Devlin-. Pero, en esta vida, uno debe pagar por aquello que desea.
– De eso puede estar convencido -asintió Carver-.Y ahora salga de aquí.
Apenas Devlin se hubo marchado y George hubo cerrado la puerta tras él, Eric dijo:
– Ése es mío, Jack, lo quiero.
– Déjalo, Eric. Yo ya tengo esto -dijo Carver sosteniendo las quinientas libras-. Y quiero recibir el resto. Luego le apretaremos las tuercas. No me gustó nada ese comentario que hizo sobre el IRA. Eso ha sido muy sucio. Y ahora, dejadme. Tengo que hacer una llamada telefónica.
Mary estaba sentada tranquilamente, viendo cómo bailaban en la pista, cuando Devlin apareció a su lado,
– ¿Fue todo bien con Carver? -le preguntó.
– Preferiría tener que estrecharle la mano al mismísimo diablo. Resultó que esa pequeña rata a la que di su merecido era su hermano Eric. Y ahora, ¿quieres que nos vayamos?
– Está bien. Iré a por mi abrigo y nos veremos en el vestíbulo de entrada.
Cuando salieron, estaba lloviendo. Ella se apoyó en su brazo y ambos caminaron sobre la calzada húmeda, hacia la calle principal. A la derecha había un callejón y, al aproximarse, Eric Carver y George surgieron de él, bloqueando el camino.
– Os vi salir y pensé que bien podía desearos buenas noches -dijo Eric.
– ¡Madre de Dios! -exclamó Devlin apartando a la muchacha a un lado.
– Vamos, George, dale su merecido -gritó Eric.
– Será un placer -dijo George, acercándose, casi disfrutando.
Devlin se limitó a ladearse hacia la izquierda y lanzarle una fuerte patada contra la rótula. George lanzó un grito de dolor, se dobló sobre sí mismo, y Devlin levantó entonces una rodilla, que salió despedida contra su rostro.
– ¿No te habían enseñado esto, George?
Eric retrocedió, aterrorizado. Devlin tomó a Mary por el brazo y pasó tranquilamente a su lado.
– Y ahora, ¿qué estábamos diciendo?
– Te ordené que lo dejaras tranquilo, Eric -dijo Jack Carver-. Nunca aprenderás.
– Ese bastardo dejó medio lisiado a George. Le dislocó la rótula. Tuve que llevarlo a ver al doctor Aziz, en la esquina.
– No te preocupes por George. He llamado por teléfono a Morrie Green. El sabe más que nadie en Londres acerca de equipo militar.
– ¿Y tiene la radio que quería ese pequeño bastardo?
– No, pero puede conseguirla. No hay problema. Me la traerá mañana mismo. Lo interesante fue lo que me dijo sobre ese aparato. No se trata de una radio ordinaria. Es la clase de aparato que utilizaría el ejército para operar en incursiones por detrás de las líneas enemigas.
– Pero ¿qué puede significar esto, Jack? -preguntó Eric con expresión desconcertada.
– Que ese viejo bribón oculta muchas más cosas de las que se ven a primera vista. Creo que mañana por la noche voy a divertirme un poco con él. -Carver lanzó una dura risotada-. Y ahora sírveme un escocés.
Devlin y Mary giraron hacia la calle Harrow.
– ¿Quieres que intente conseguir un taxi? -preguntó él.
– Oh, no, no son más que un par de kilómetros, y a mí me gusta caminar bajo la lluvia. -Mantenía la mano ligeramente apoyada en su brazo-. Es usted muy rápido, señor Devlin. Y no vaciló. Quiero decir, en lo que sucedió antes.
– Bueno, es que nunca creí que fuera bueno vacilar.
Caminaron en un agradable silencio durante un rato, a lo largo de la orilla del río, en dirección a Wapping. Sobre el Támesis se había ido extendiendo una densa niebla y un gran carguero se deslizó sobre las aguas, encendidas las luces de navegación, rojas y verdes, a pesar de la prohibición de encenderlas por la noche.
– Me encantaría ser como ese barco -dijo ella-. Dirigirse al mar, muy lejos, a lugares muy distantes, estar en un sitio diferente cada día.