Había llegado el momento de trasladarse a algún otro sitio, pero ¿a dónde? Y entonces recordé lo que ella me había dicho. Sólo quedaba con vida una única persona que podía confirmar la historia registrada en aquella carpeta. Preparé una bolsa de viaje con lo indispensable y me asomé con cuidado para comprobar la calle, por detrás de la cortina. Había coches aparcados por todas partes, de modo que me fue imposible saber si alguien me estaba vigilando.
Salí por la puerta de la cocina, que daba a la parte posterior de la casa. Avancé con precaución por el callejón de atrás y luego me alejé con rapidez por entre un dédalo de callejuelas tranquilas, pensando en todo lo ocurrido. Tenía que tratarse de una cuestión de seguridad, eso estaba claro. Algún pequeño departamento anónimo del DI5 que se ocupaba de las personas que se pasaban de la raya, pero ¿significaría eso necesariamente que irían a por mí también? Después de todo, aquella joven ya había muerto, la carpeta volvía a encontrarse en los archivos de la Oficina de Registros y habían recuperado la única copia que se había hecho. ¿Qué podía yo decir que pudiera demostrarse o creerse de alguna forma? Por otro lado, tenía que demostrarlo, aunque sólo fuese para mi propia satisfacción. En cuanto salí de las callejuelas y llegué a la esquina tomé el primer taxi que encontré.
«The Green Man», en Kilburn, es una zona de Londres bastante popular entre los irlandeses, y mostraba sobre la puerta una pintura impresionante de un tonelero irlandés, indicando así la clase de costumbre que se practicaba en el establecimiento. El bar estaba lleno, como pude comprobar a través de la ventana del salón. Di la vuelta al edificio, acercándome por el patio de atrás. Las cortinas estaban corridas y Sean Riley se hallaba sentado ante una mesa abarrotada, narrando sus historias. Era un hombre bajo de estatura, con abundante cabello blanco, activo para su edad, que, por lo que yo sabía, era de setenta y dos años. Era el propietario de «The Green Man», pero lo más importante es que era un organizador del Sinn Fein, el ala política del IRA, en Londres. Llamé a la ventana con los nudillos; él se levantó y se acercó para echar un vistazo. Se volvió y se alejó. Un momento más tarde se abrió la puerta de atrás.
– Señor Higgins, ¿qué le trae por aquí?
– No quiero entrar, Sean. Voy de camino a Heathrow.
– ¿De veras? A tomarse unas vacaciones al sol, ¿verdad?
– No exactamente. Voy camino de Belfast. Probablemente perderé el último vuelo, pero tomaré el primero de mañana. Hágaselo saber a Liam Devlin. Dígale que me alojaré en el hotel Europa y que tengo que verle.
– Dios santo, señor Higgins, ¿y cómo quiere usted que yo conozca a un tipo tan desesperado como ése?
A través de la puerta, escuché la música procedente del bar. Unos hombres cantaban: «Armas para el IRA».
– No discuta, Sean. Limítese a hacer lo que le digo. Es importante.
Naturalmente, yo sabía que él lo haría así, de modo que me di media vuelta, sin añadir una sola palabra más. Un par de minutos más tarde tomé otro taxi y me dirigí al aeropuerto de Heathrow.
El hotel Europa, en Belfast, era legendario entre los periodistas procedentes de todo el mundo. Había sobrevivido a numerosos atentados terroristas con bombas efectuados por el IRA, y se alzaba en la Great Victoria Street, cerca de la estación de ferrocarril. Permanecí en mi habitación del octavo piso durante la mayor parte del día, esperando. Las cosas parecían estar muy tranquilas, pero era una calma tensa y a últimas horas de la tarde se escuchó el lejano retumbar del estallido de una bomba. Me asomé a la ventana y vi una nube de humo negro en la distancia.
Poco después de las seis, cuando ya se hacía de noche, decidí bajar al bar a tomar una copa, y me estaba poniendo ya la chaqueta cuando sonó el teléfono.
– ¿Señor Higgins? -preguntó una voz-. Aquí la recepción, señor. Su taxi le está esperando.
Era un taxi negro, del modelo londinense, y la conductora era una mujer de mediana edad, de rostro agradable, que tenía el aspecto de ser la tía favorita de cualquiera. Bajé el panel de cristal que nos separaba y le ofrecí el saludo habitual en Belfast.
– Le deseo buenas noches.
– Y yo a usted.
– No es habitual ver a una taxista, al menos en Londres.
– Un lugar terrible. ¿Qué se puede esperar? Y ahora quédese sentado tranquilamente, como un caballero, y disfrute del trayecto.
Ella cerró el panel con una sola mano. El viaje no duró más de diez minutos. Pasamos por Falls Road, una zona católica que recordaba bien de mi juventud, y nos metimos por una red de callejuelas laterales, deteniéndonos finalmente delante de una iglesia. La conductora abrió el panel de cristal.
– El primer confesionario a la derecha, entrando.
– Si usted lo dice…
Bajé del taxi y el vehículo se alejó al instante. El tablón de anuncios decía: «Iglesia del Santo Nombre», y estaba en condiciones sorprendentemente buenas, con los horarios de las misas y las confesiones indicados en pintura dorada. Abrí la puerta que encontré en lo alto de los escalones y entré. No era una iglesia grande, y estaba débilmente iluminada, con velas encendidas parpadeando en el altar, y la Virgen en una capilla lateral. Instintivamente, introduje las puntas de los dedos en el agua bendita y tracé la señal de la cruz, recordando a la tía católica de South Armagh, quien me crió durante una temporada cuando no era más que un niño, y la pobre se sentía angustiada por mi desvalida, negra y pequeña alma de protestante.
Los confesionarios se hallaban alineados a un lado. Nadie esperaba, lo que no era sorprendente, ya que, según el tablón de anuncios del exterior aún faltaba una hora para que empezaran las confesiones. Entré en el primero de la derecha y cerré la puerta. Permanecí allí sentado durante un momento, en la oscuridad; luego, se abrió la rejilla.
– ¿Sí? -preguntó una voz con suavidad.
– Bendígame, padre, porque he pecado -dije automáticamente.
– Desde luego que ha pecado, hijo mío -dijo la voz.
En el otro habitáculo se encendió la luz y Liam Devlin me sonrió a través de la rejilla.
Tenía un aspecto notablemente bueno. De hecho, bastante mejor de lo que me había parecido la última vez que lo había visto. Tenía sesenta y siete, pero, como le había dicho a Ruth Cohén, bien llevados. Era un hombre bajo de estatura, con una vitalidad enorme, el cabello tan negro como siempre y unos vivaces ojos azules. En el lado izquierdo de la frente mostraba la cicatriz dejada por una vieja bala, y siempre aparecía en su lugar una ligera sonrisa irónica. Llevaba una sotana y alzacuello, y parecía sentirse perfectamente a gusto en la sacristía, al fondo de la iglesia, hacia donde me condujo.
– Tiene usted muy buen aspecto, hijo mío, con todo ese éxito y ese dinero -me dijo con una mueca burlona-. Beberemos a la salud de eso. Tiene que haber una botella por aquí.
Abrió un armario y encontró una botella de Bushmills y dos copas.
– ¿Y qué pensará de esto el ocupante habitual? -pregunté.
– ¿El padre Murphy? -replicó, sirviendo el whisky en las dos copas-. Ése tiene corazón de maíz. Le parecerá bien, como siempre.
– ¿Quiere decir que mirará hacia el otro lado?
– Algo así -contestó levantando su copa-. Por usted, hijo.
– Y por usted, Liam -contesté a su brindis-. Nunca deja de asombrarme. Aparece incluido en la lista de los más buscados por el ejército británico durante los últimos cinco años, y aún le quedan nervios para quedarse aquí sentado, en medio de Belfast.